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“Mientras más oscura es la noche, más brillante es la estrella”

La cita de arriba es una frase de Fyodor Dostoievsky con la que el trotskista inglés Tony Cliff titula su libro sobre la vida de Trotsky en los años ’30, inspirado por las respuestas que tuvo que dar el revolucionario ruso en forma muy sencilla y directa a un ataque por tantos flancos. La defensa de Trotsky frente al ataque a la idea misma de revolución recorre todo el libro, y es un gran interrogante del sentido común de una época muy reaccionaria como la previa a la Segunda Guerra Mundial y que, en ese sentido, tiene muchos paralelos con las ideas predominantes en la época actual.

Avanzar contra la corriente y conservar las posiciones ideológicas “¡Qué dicha la de vivir y luchar en estos tiempos!”, dijo Trotsky en mayo de 1919 ante el Congreso fundacional de la Internacional Comunista, por entonces el estado mayor de la revolución mundial. Por esos tiempos, el mundo vivía el pico de la onda expansiva de la Revolución Rusa. Más de un siglo antes, el poeta inglés William Wordsworth escribía exactamente las mismas palabras, pero con una pequeña diferencia: se refería a un tiempo que ya había pasado… Así, Wordsworth, junto con la mayoría de los escritores del Romanticismo, que como él habían sido admiradores de la Revolución Francesa, tras la contrarrevolución napoleónica se desilusionan y se pasan al campo de la reacción.

Algo parecido ocurrió con la intelectualidad liberal de mediados de la década de 1930, que antes habían depositado sus simpatías en el estalinismo, ante los Procesos de Moscú. La comisión Dewey estuvo formada por personalidades que no simpatizaban con Trotsky. Los únicos trotskistas que había en las audiencias no formaban parte de ella, eran: el abogado defensor de Trotsky, Albert Goldman (quien apenas cuatro años después va a afrontar una situación parecida cuando actúe como abogado en el juicio contra los dirigentes trotskistas norteamericanos y el sindicato camionero de Minneapolis por cargos de traición a la patria y sedición, por oponerse a la entrada de EE.UU en la segunda guerra mundial, ¡producto de lo cual van a terminar un año y medio en prisión, incluyendo al propio abogado defensor Goldman!), el testigo Jan Frankel (autor del conocido libro “Las tres primeras internacionales”) y el taquígrafo judicial Albert Glotzer, quien tomó las actas de las sesiones y armó el texto que se presenta en el libro.

Las audiencias tienen lugar en México en abril de 1937, ya prácticamente en medio de lo que los historiadores llaman “la medianoche del siglo”, el momento más contrarrevolucionario del siglo XX. A raíz de los juicios de Moscú, ya una buena parte de la opinión pública progresista y de izquierda, desencantada con el estalinismo, va a romper con toda idea de revolución.

Si bien los integrantes de la Comisión no son nada hostiles a Trotsky (salvo el renunciante Carleton Beals, de quien a posteriori se sospechó fundamentadamente que mantenía ciertos lazos con Moscú), en buena parte de sus preguntas se puede sentir una especie de “ataque” soterrado contra la visión del mundo de Trotsky. Como si le dijeran que, a esa altura, tal vez se pueda seguir pensando en algún tipo de cambio social, pero que debería ser evidente que la revolución es un gran relato, que de un gran cataclismo social no se puede esperar otra cosa que no sea degenerar en un orden carismático y dictatorial, una forma moderna de barbarie personificada en el estalinismo, y que Trotsky, por “haberse atrevido”, como diría Rosa Luxemburgo, alguna parte de responsabilidad debía tener por ello. Trotsky piensa en quienes opinan que hay una “racionalidad histórica”, que está bien lejos del alcance de las multitudes, que la “irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos” (Trotsky, Historia de la Revolución Rusa), es una violación de sus leyes, un intento iluso de acelerar el paso que sólo puede terminar traicionando las expectativas en los ideales más nobles, como ya se habría demostrado antes con la Revolución Francesa. Entonces, ponen como condición para cambiar la sociedad de raíz, que se les garantice de antemano una receta contra la burocratización… Pero no se engañen, porque “hasta el día de hoy, la humanidad no ha tenido éxito en racionalizar su historia. Eso es un hecho. Nosotros, los seres humanos no hemos tenido éxito en racionalizar nuestros cuerpos y mentes. Es cierto que el psicoanálisis trata de enseñarnos a armonizar nuestro cuerpo y nuestra mente, pero hasta ahora sin gran éxito.

La cuestión, para mí, no es si podemos alcanzar la perfección absoluta de la sociedad, sino si podemos dar grandes pasos hacia adelante. No para racionalizar el carácter de nuestra historia, porque después de cada gran paso de avance, la humanidad da un pequeño desvío, incluso un gran paso hacia atrás. Lo lamento mucho, pero no soy responsable por ello. (Risas) Después de la revolución, después de la revolución mundial, es posible que la humanidad se canse. Para algunos, para una parte de ella, puede surgir una nueva religión, y cosas por el estilo. Pero estoy seguro de que, en general, sería un paso muy grande hacia adelante, como la Revolución Francesa. Acabó con los Borbones, pero todo el mundo analiza esta victoria por la enseñanza de las lecciones de la Revolución Francesa.” (p. 459)

Sin embargo, aún quedaban muchos intelectuales dispuestos a encubrir los crímenes de Stalin:

“La corrupción introducida por la GPU en ciertos círculos de escritores y políticos radicales de todo el mundo ha alcanzado proporciones verdaderamente espantosas. No me pondré a investigar aquí sobre los medios que la GPU puede utilizar en cada caso. Es suficientemente conocido que estos medios no siempre tienen un carácter “ideológico” (…) Uno de los motivos de mi ruptura con Stalin y sus camaradas de armas fue, por cierto, que recurrió al soborno de funcionarios del movimiento obrero europeo desde 1924 en adelante. Un resultado indirecto pero muy importante de la Comisión será, espero, limpiar las filas radicales de los aduladores “de izquierda”, de los parásitos políticos, de los cortesanos “revolucionarios”, o de esos señores que siguen siendo “Amigos de la Unión Soviética”, en la medida en que son amigos de la Editorial Estatal Soviética o que cobran ordinariamente una renta de la GPU.” (p. 581)

Por el lado “ideológico”, esta última camada de liberales filo-estalinistas resistentes no apoyaban a la burocracia porque vieran en ella a los herederos de la Revolución de Octubre, como era mayoritariamente el caso dentro del movimiento obrero, sino porque opinaban que sólo se podía parar al fascismo y, al mismo tiempo, convenientemente, no ir más allá de la democracia burguesa, sólo si las democracias occidentales sumaban como aliado a un gran aparato que contara con la aquiescencia de los trabajadores y tuviera el prestigio suficiente entre ellos como para limitar su movilización cuando esta amenazara con desestabilizar por izquierda los últimos restos de democracia burguesa. Los intelectuales de la Generación de 1936 no se hacían “comunistas” porque adoptaran los intereses históricos de la clase trabajadora (esa fue la Generación de 1917), sino porque los entusiasmaba la posibilidad de colaboración entre la burguesía “democrática” y los aparatos oficiales del movimiento obrero. Más tarde, cuando Stalin firme el pacto germano-soviético en 1939, Trotsky verá cómo esta última camada abandona el barco de la URSS y, sin haber conocido nunca al bolchevismo, escupa sobre la revolución proclamando la identidad entre el primero y la burocracia totalitaria.

Posibilismo y eficacia

John Dewey en cierta medida formaba parte de la opinión pública liberal, pero lo honra haber hecho el nada redituable esfuerzo de desprenderse de ella para afrontar las presiones que implicaban darle una tribuna al hombre más calumniado del mundo; “(…) actuar de otra manera hubiera ido en contra de la obra de toda mi vida” (Dewey, p.46). Sin embargo, esta opinión pública consideraba a Trotsky como un revolucionario romántico y voluntarista, que innecesariamente se dedicaba a fundar una nueva Internacional en un momento infructuoso. A esto se le oponía un modelo de cambio posbilista y “eficaz”. El historiador marxista belga Marcel Liebman, en un artículo donde discute contra una visión parecida de un autor que escribió un libro donde consideraba a Bujarin como el antecedente de un nuevo marxismo, gradualista y liberal, dice que el trotskismo “sigue figurando en la historia, y ha dejado su marca en el marxismo, porque, a diferencia del bujarinismo, ha peleado, y no hizo del compromiso un principio y de la capitulación un hábito. No consiguió la democracia proletaria, pero al menos, contra viento y marea, ha continuado afirmando que sin ésta no puede haber socialismo. Su internacionalismo se ha mantenido en forma principista, sin haber tenido que someterse a la dura prueba de las restricciones políticas. Pero es importante que la insistencia en el internacionalismo se mantenga como uno de los fundamentos de la teoría y la práctica marxista. Y, por último, frente a los crímenes del estalinismo, y de los silencios de un bujarinismo que primero fue un semi-accesorio y luego una parte semi-consentidora, y al final terminó completamente aplastado, era vital que la crítica marxista y el socialismo - debilitadas, pero aún con vida - fueran capaces de aferrarse a estos miembros minoritarios de la Oposición de izquierda que, sin poder cosechar los frutos, mantuvieron su lucha y conservaron, atravesando uno de los períodos más tristes de la historia del socialismo, su llamado revolucionario y liberador. La victoria que lograron de este modo no fue sólo moral, sino también política. Porque, sin ella, el marxismo oficial, dogmatizado y degenerado, no hubiera tenido ningún contendiente y hubiera impuesto un dominio indiscutible y sepulcral.”



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