Alguien junto a mí dice sólo el título de un libro de Roberto Amigo: El criador de conejos. Me complace saber que el criador no es el personaje de un cuento para niños sino León Trotsky. En ese instante, en un reflejo súbito, una imagen aparece: el fondo de un jardín en donde están las conejeras. Trotsky está parado junto a una de las jaulas con un manojo de hierbas en la mano. Necesito saber cómo se llama esa planta que León Davidovich les da a los conejos. La mañana en Coyoacán es cálida pero él lleva un abrigo a cuadros, una especie de fumoir de colores tenues. Si tuviéramos que atribuirle una emoción a ese hombre elegiríamos la calma, e inmediatamente escribiríamos: una calma tensa. Afuera, en la calle Viena, se escucha un carro que trepida y los cascos de un caballo. Rumores de pueblo. En la torreta de vigilancia, precaria atalaya, uno de los guardias está mirando hacia la calzada Churubusco. Nada que temer. Sin embargo, en su cabeza, en la totalidad que son sus afectos y sus convicciones políticas lo que predomina es la disposición a percibir el peligro. Mira en redondo, discrimina la carga de ese carro que ahora dobla, ¿hacia qué calle? ¿Con qué rumbo? Abajo, en el fondo del jardín, hacia la derecha, el Viejo, como le dicen a Trotsky, the Old Man, conversa con los conejos. Uno de los cactos que ha traído de su última excursión por Querétaro parece un centinela tutelar, de diez metros de alto, coronada la cabeza por una cabellera blanca. Al espécimen lo llaman Viejito o Cabeza de Viejo y no han faltado las bromas en torno al nombre, the Old Man Cactus.
El criador de conejos lleva botas. ¿Siempre? Es el creador del Ejército Rojo. Suele llevar botas. Así se desprende, al menos, del relato de uno de sus camaradas: Adolfo Zamora, habitué de la casa de la calle Viena, recordó en 1979 ante un público entre los que estaban miembros de la IV Internacional, que cuando Trotsky recibía una visita, al estrecharle la mano entrechocaba marcialmente los talones.
En el interior de la casa primero hay una especie de vestíbulo, se diría un cuarto por sus dimensiones, con biblioteca vidriada. ¿O no es vestíbulo sino un despacho? Los periódicos de aquella época se exponen y pueden ser consultados. Después viene la cocina con despensas de madera, de ésas que se venden en los pueblos de México para poner las ollas y los cacharros. Son de madera basta pintadas con colores vivos, llevan una especie de frontispicio con formas recortadas a manera de decoración. Las ollas y las fuentes son de barro lustroso. Natalia ha escuchado sonar el aldabón –¿una campana, un timbre?–, atraviesa desde la cocina el vestíbulo y sale a ver quién ha entrado. Lev Davidovich también ha respondido a esa llamada y se acerca a la puerta de entrada que uno de los guardias ha abierto. Quien entra es Jacques Mornard. Trae en sus manos una carpeta con materiales. Materiales, así en plural, una manera de designar legajos que demandan corrección, discusión, valoración. Le dice a Trotsky que sólo pasaba por ahí para entregárselos. Se dirá más adelante quién fue el guardia que abrió la puerta y quién el vigía que está observando desde la torreta. Se comenzará a decir, muy pronto, quién era Mornard, y por qué gozaba de la confianza de los Trotsky.
¿Estoy escribiendo una historia? Mi grado de compromiso se expande cuando me doy cuenta de que el criador de conejos del poema de Roberto Amigo se apartará de las conejeras, saludará al recién llegado, entrechocará tal vez los talones de sus botas y cambiará su condición –de criador a creador– en el momento en que, con los famosos papeles en la mano, se disponga a entrar en la casa. ¿Con Natalia, que se ha quedado esperando en el vano de la puerta? Eso sí, con Mornard, a quien no esperaba. Mi mirada que antes recorría la cocina debió abarcar los otros espacios de la casa. Como si filmara al mirar, retrocedo al momento en que Natalia escuchó que llamaban a la puerta; entro en el despacho de Lev Davidóvich y observo los objetos que están sobre el escritorio. Un teléfono, una pluma, papeles, una grabadora de cilindro. Después la mirada recorre los lomos de libros de la biblioteca. En ruso, en inglés. Llega hasta una puerta blindada. Antes de atravesarla, advierte las marcas de la metralla en la pared de la derecha. Ráfagas, acota. En el cuarto de Lev Davidóvich y de Natalia Sedova más marcas, y aun en la de Sieva, Esteban Volkov, el nieto adolescente, hijo de Zinia, la hija suicida, otra historia que habrá que ensamblar. Y la historia de Jacques Mornard o Ramón Mercader, y muchos otros nombres falsos, que en ese momento acaba de entrar a la casa.
¿Es un esbozo de historia? ¿Ya ha transcurrido? ¿La he escrito alguna vez y vuelve a visitarme como si me pidiera cuentas? ¿Estuve en esos cuartos? ¿Rocé con los dedos los agujeros de las balas en la pared blanqueada? Hay en el baño un espacio que pudo ser armario y no lo fue, con una cortina ahora descorrida en vez de puerta. Hay unas prendas. Una bata de hombre y otra de mujer, en unas perchas. La mirada que venía observando ahora toca esa estofa descolorida. Vientos huracanados arrasan la novela histórica del criador de conejos. Así se estila decir: el huracán de la historia barre los acontecimientos. Pero bastó decir la invocación de Amigo para que de nuevo se irguieran, como corresponde también decir, “frente al olvido”. El hombre que decía haber cazado lobos en Siberia y que podía aguijonear con sus botas un caballo y lanzarse en una carrera desenfrenada, obligando a sus custodios a correr tras él a galope tendido, ese hombre conversaba con sus perros. Durante su exilio en Francia bautizó a su pareja de pastores Benno y Stella. Y se podría recrear esa relación y aun encontrar unas fotos tomadas en el jardín de la casa de Las brumas en la que se ve que dialoga con ellos.
Las conejeras están vacías. La historia del Viejo Old Man se retrae. Si se expandiera, habría trascendido al poema cuyo título la inauguraba. El nombre El criador de conejos, se independizó del poema que titulaba para seguir un derrotero propio.
El libro, es una plaquette rojo ladrillo, un largo poema de Roberto Amigo. Está ilustrado por dos alegorías antiguas sacadas de una Iconología de figuras de Gravelot y Cochin, año 1791 (obra impresa en el París Revolucionario de 1791). Una se titula “Octubre”, la otra “Doctrina”. El criador de conejos o La mañana silenciosa en que Lenin se apoya en su hombro es el título completo. En ese poema breve e intenso está toda la historia de un hombre y de una revolución. Comienza con un epígrafe, extraído del Testamento de León Trotsky:
“Natalia acaba de acercarse a la ventana desde el patio y la ha abierto más, para que el aire entre mejor en mi habitación. Puedo ver la verde franja de césped al pie del muro y el claro cielo azul arriba de éste y la luz del sol en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la limpien de todo mal, opresión y violencia, y la disfruten a plenitud.”
La mañana silenciosa
en que Lenin se apoya en su hombro
conjuga una fecha sin calendario
un nombre el exilio
el día de la muerte
veintiuno de agosto
siete horas veinticinco minutos pasado meridiano
el guerrero fanático de la Avenida Viena
a los ojos del tendero perezoso
pensaba en Natalia
en los huesos
frío quieto
tan lejano
como el silencio de Siberia
en este jardín cactos recogidos en Tamazunchale
vientos de estepas
entre troneras vacías
orificios de balas en paredes amarillas
abrazados para aplazar
la certeza de la muerte
certera como el hot dog de Vera Zasúlich
en tardes berlinesas de cigarros.
Los conejos
deben criarse científicamente.
alimentar a las cinco
en punto de la tarde
con suficiente dieta para conejos mexicanos
evitar frenético ardor de lengua -,
en jaulas acondicionadas
para controlar
la voraz reproducción.
La mañana silenciosa
del asalto al Palacio de Invierno
en el que Lenin se apoya en su hombro
el escorpión y el arado
condenan al Ugolino Rojo
expulsado judío del palio
sopa de coles rancio pan negro
aroma de ese cuerpo en Tampico
espesas cejas en trazo de exvotos
desear aquel cuerpo lastimado
caracola marina entre los dedos
libros y revoluciones
representación del universo
Lenin imagen de Lenin
sombra razón perdida
fumadera papal del Popocatépetl
sombra de Lenin trazos de los mapas
marca de lenguas relato de guerras
sombra de Lenin estación de Tiflis
camino a Sujum temblando por la fiebre
sombra de Lenin viento huracanado
camino de las islas de los Príncipes
sombra de Lenin en Coyoacán
entre el gris del pintor y el blanco del poeta
sombra de Lenin en Coyoacán aquí
entre los borradores
de la Revolución Futura.
Los conejos deben criarse
científicamente
como la Revolución.
Meticuloso aprendizaje
de estructura digestiva.
Conejos blancos zaristas,
distintos tonos mencheviques,
conejos rojos
asidos por las orejas
con guantes franceses -,
conejos rojos permanentes.
La mañana silenciosa
en que Lenin se apoya en su hombro
la espera de las barriadas
de Nikolaiev había terminado
como el día de su muerte
otra espera
los ojos de las hijas
entre la multitud de Petrogrado
los ojos de las hijas muertas
arrojar al Caín Dzugashvili
vengar la mina de carbón de Vorkuta
justificar la larga espera
cómo olvidar los muertos
los muertos de Cronstad
la canción que escuchan
Berlín Londres Barcelona
Luego susurros entredientes
Dónde Serguei dónde estás
Liova Liova no he podido salvarte
Espero Seva que no hayas olvidado el ruso.
Manuales
de cría de conejos.
trato especial para gazapos
de la periferia:
retorcer sin dañar
carnes y pieles,
preciso movimiento.
La mañana silenciosa
anuncia otro ocaso
temor al cuerpo viejo más que a ella
a la memoria de los muertos
a la pesadez de los hombros encorvados
a los ojos escondidos en la escritura
a los pensamientos de la fiebre
ven vieja amada de los antiguos poemas
devorados en la estepa
que no me desnuden
quiero que lo hagas tú
en estrecha cama de hierro
los brazos cayeron
descenso de la cruz
el vendaje corona de espinas
desnuda mi cuerpo moribundo
desnuda a tu viejo perro fiel
siete centímetros profundos
parietal derecho roto
astillas en el cerebro
un kilo quinientos sesenta gramos
no han podido no han podido
très cher Lev Davidóvich
“llenos de un gran orgullo
nos alimentaremos de consuelos”.
Mariposas en el fuego del altar.
Ciudad de México 1998
La historia se cierra. Los objetos y los papeles sobre el escritorio de León Davidovich no se pueden mover ni un centímetro. Hacerlo sería tergiversar los hechos, una falta grave que exigirá rectificaciones sin fin. El acometido es imposible. Sacrificial, la mesa de León Davidovich se ha eternizado. La ropa del armario jamás será tocada ni nadie cubrirá las marcas que dejaron los disparos sobre la pared del cuarto. Los legajos son archivos, los archivos son historia. Quedan, intersticiales, episodios que son como cicatrices y que duelen, aunque recuperarlos produce el regocijo sombrío de estar tocando la materia misma del tiempo.