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Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición (compilación)

Informe sobre la NEP soviética y la perspectiva de la revolución mundial

Informe sobre la NEP soviética y la perspectiva de la revolución mundial

INFORME SOBRE LA NUEVA POLÍTICA ECONOMICA SOVIETICA Y LAS PERSPECTIVAS DE LA REVOLUCION MUNDIAL[1]

(Informe pronunciado ante el IV Congreso de la Internacional Comunista)

14 de noviembre de 1922

El curso de la guerra civil

La tarea principal de todo partido revolucionario es la conquista del poder. Si empleamos la terminología filosófica del idealismo, la tarea de la II Internacional era considerada simplemente como una “idea normativa”; es decir, que mantenía escasa relación con la práctica. Sólo en estos últimos años hemos aprendido, a escala internacional, a convertir la conquista del poder político en una meta revolucionaria práctica. La revolución rusa ayudó a ello en gran medida. Que, en Rusia, pueda darse una fecha (25 de octubre-7 de noviembre de 1917) en la que el Partido Comunista, a la cabeza de la clase obrera, arranca el poder de las manos de la burguesía, prueba más decididamente que cualquier argumento, que la conquista del poder no es una “idea normativa” para los revolucionarios, sino una tarea práctica. El 7 de noviembre de 1917 nuestro Partido ha tomado el poder. Muy pronto se comprendió que esto no significaba el final de la guerra civil. Por el contrario, la guerra civil realmente comenzó a desarrollarse a gran escala en nuestro país sólo después de la revolución de Octubre. No se trata simplemente de un hecho de interés histórico, sino también de una fuente de las lecciones más importantes para el proletariado europeo occidental. ¿Por qué los acontecimientos siguieron este curso? Se debe buscar la explicación en el atraso cultural y político de un país que acababa de derribar la barbarie zarista. La nobleza y la gran burguesía habían adquirido una relativa experiencia política, gracias a las dumas municipales, a los Zemstvos[2], a la Duma estatal, etc.. La pequeña burguesía tenía escasa experiencia política, y aún tenía menos la masa de la población, los campesinos. Por ello las reservas principales de la contrarrevolución -los campesinos acomodados (kulaks), y, a un nivel diferente, el campesinado medio- provenían de este medio amorfo. Fue solamente después de que la burguesía comenzó a entender lo que había perdido al perder el poder político, y sólo luego de poner en movimiento su núcleo de combate contrarrevolucionario, que tuvo éxito en ganar acceso a las capas del campesinado y de la pequeña burguesía. Entregó, por necesidad, los cargos dirigentes a los elementos más reaccionarios, es decir, a los funcionarios de origen noble. El resultado ha sido un desarrollo intensivo de la guerra civil tras la Revolución de Octubre. La facilidad con que conquistamos el poder el 7 de noviembre de 1917 fue pagada con los innumerables sacrificios de la guerra civil. En los países en los que el capitalismo es más antiguo, y la cultura está más desarrollada, la situación será, sin duda, profundamente diferente. En estos países, las masas populares entrarán en la Revolución con una formación política más avanzada. Ciertamente, la orientación de capas individuales y grupos en el proletariado, y con más razón entre la pequeño burguesía, continuará oscilando violentamente, y cambiando sus posiciones, pero, sin embargo, estos cambios se producirán de un modo mucho más sistemático que en nuestro país. El presente se desprenderá más directamente del pasado. La burguesía de Occidente prepara su contragolpe por adelantado. Sabe, más o menos, de qué elementos dependerá este contragolpe e instruye por adelantado a sus cuadros contrarrevolucionarios. Somos testigos de ello en Alemania, y quizás, si no totalmente, en Francia. Lo vemos igualmente, en sus formas más acabadas en Italia, donde, a continuación de una revolución incompleta, tuvo lugar una contrarrevolución completa que empleó con éxito algunos métodos y prácticas de la revolución. ¿Qué significa todo ello? Sencillamente que será imposible sorprender a la burguesía europea como lo hicimos con la rusa. En efecto, tal burguesía es más inteligente y previsora. No existe tiempo perdido. Todo cuanto puede ser utilizado contra nosotros ha sido ya movilizado. El proletariado revolucionario encontrará por consiguiente en su marcha hacia el poder no solamente a las vanguardias del combate de la contrarrevolución sino también a sus fuerzas de reserva. Solamente aniquilándolas, destruyendo y desmoralizando a las fuerzas enemigas, el proletariado será capaz de tomar el poder del Estado. Pero por la vía de la compensación, después de la revolución proletaria, la burguesía vencida, no podrá disponer ya de las reservas poderosas de donde sacaba sus fuerzas con el fin de prolongar la guerra civil. En otras palabras, tras la conquista del poder el proletariado europeo tendrá, muy probablemente, un margen muy superior para un trabajo creativo en los campos económico y cultural, que el que hemos tenido en Rusia tras el derrocamiento de la burguesía. Cuanto más difícil y agotadora sea la lucha por el poder habrá menos posibilidades de enfrentar al poder proletario después de su victoria. Esta proposición debe ser analizada y concretada en lo que respecta a cada país, teniendo en cuenta su estructura social y la sucesión de las etapas del proceso revolucionario. Es evidente que cuanto mayor sea el número de países en los que el proletariado derroque a la burguesía, más breves serán los sufrimientos de un desarrollo revolucionario en otros países, y la burguesía derrotada se encontrará menos inclinada a reiniciar la lucha por el poder, sobre todo si el proletariado muestra su firmeza a este nivel. Y esto es, por otra parte, lo que hará el proletariado; y a este fin podrá utilizar plenamente el ejemplo y la experiencia del proletariado ruso. Hemos cometido errores en muchos campos, incluido ciertamente el político. Pero no hemos dado a la clase obrera europea un mal ejemplo de falta de resolución, de debilidad, y, cuando hubo necesidad de ser implacables, de pusilanimidad en la lucha revolucionaria. Esta naturaleza implacable es el más elevado humanitarismo revolucionario, porque, asegurando el éxito, reduce el arduo camino de las crisis. Nuestra guerra civil no fue simplemente un proceso militar (salvando la presencia de estimados pacifistas, incluyendo a aquellos que, por error, aún andan perdidos en nuestras filas comunistas). La guerra civil no fue sólo un proceso militar. Fue también, e incluso sobre todo, un proceso político. A través de los métodos de guerra, se lanzó la lucha por las reservas políticas, principalmente por el campesinado. El campesinado dudó entre el bloque terrateniente-burgués, la “democracia” que servía a este bloque, y el proletariado revolucionario. En el momento decisivo, cuando debía realizarse la elección, optó por el proletariado, sosteniéndole no con votos democráticos, sino suministrándole caballos, alimentos y la fuerza de las armas. Ello decidió la victoria a nuestro favor. El campesinado jugó un papel gigantesco en la revolución rusa. Y lo mismo ocurrió en otros países; en Francia, por ejemplo, donde sigue constituyendo la mitad de la población. Sin embargo, los camaradas que aseguran que el campesinado es capaz de jugar un papel independiente y dirigente en la revolución, en paridad con el proletariado, se equivocan. Si ganamos la guerra civil no fue debido única o primordialmente a causa de la exactitud de nuestra estrategia militar. Fue mas bien a causa de lo correcto de nuestra estrategia política sobre la que se basaron invariablemente nuestras operaciones militares durante la guerra civil. No olvidemos que la tarea principal del proletariado era atraer a su lado al campesinado. Sin embargo, no actuamos como los Socialistas Revolucionarios (SR)[3]. Estos últimos, es bien sabido, atrajeron a los campesinos con el espejismo de un papel democrático independiente, y después los traicionaron entregándoles de pies y manos a los terratenientes. Nosotros sabíamos que el campesinado era una masa titubeante e incapaz de jugar un papel independiente, y aún menos un papel de dirección revolucionaria. Llevando a cabo nuestros actos con resolución, hicimos que los campesinos comprendieran que no tenían más que una elección posible: la elección entre el proletariado revolucionario por un lado, y los oficiales, nobles de nacimiento, a la cabeza de la contrarrevolución, por el otro. Si nos hubiese faltado esta resolución en destruir el engaño democrático, el campesinado hubiera permanecido sin rumbo, y habría continuado dudando entre los diferentes campos y las diversas sombras de la “democracia”. En tal caso, inevitablemente, la revolución hubiera perecido. Los partidos democráticos con la Socialdemocracia a la cabeza -sin duda alguna, una situación similar se producirá en Europa- fueron invariablemente los que marcaron el paso de la contrarrevolución. Nuestra experiencia, desde este punto de vista, es concluyente. Sabéis, camaradas, que hace algunos días nuestro Ejército Rojo ha ocupado Vladivostock. Esta ocupación liquida el último eslabón de la larga cadena de los frentes de la guerra civil durante la segunda mitad de este decenio. A propósito de la ocupación de Vladivostok por las tropas rojas, Miliukov[4], el conocido dirigente del Partido Liberal ruso ha escrito en su París Jour algunas líneas histórico-filosóficas que denominaría clásicas. En un artículo con fecha 7 de noviembre, él resume brevemente el imbécil e ignominioso, pero constante, rol del partido de la democracia. Cito: “Esta triste historia (siempre ha habido una historia triste) (Risas) comienza por una solemne proclamación unánime dentro del frente antibolchevique. Merkulov (era el jefe de la contrarrevolución en el Lejano Oriente) reconoció que los no-socialistas (es decir, las Centurias Negras) debían en gran parte su victoria a los elementos democráticos. Pero el apoyo de la democracia -continúa Miliukov- fue utilizado por Merkulov sólo como un medio para derrocar a los bolcheviques. Una vez que se logró esto, fue tomado el poder por estos elementos que consideraban a los demócratas como bolcheviques disfrazados.” Este párrafo, que acabo de calificar de clásico, puede parecer banal. En todo caso, no hace más que repetir lo que ha sido dicho por los marxistas. Pero debéis recordar que ha sido dicho por el liberal Miliukov, seis años después de la Revolución. No hay que olvidar que aquí está haciendo el balance del rol político de la democracia rusa, en gran escala, desde el golfo de Finlandia hasta las costas del Pacífico. Era lo que ocurría con Kolchak, Denikin[5] y Yudenich, así como durante las ocupaciones inglesa, francesa y americana. Así era el reino de Petliura en Ucrania. A lo largo de todas nuestras fronteras se repitió nuevamente un único y similar fenómeno pleno de monotonía. La democracia, los mencheviques y los SR’s, dirigieron al campesinado a los brazos de la reacción, ésta última tomó el poder, se desenmascaró completamente, hizo a un lado a los campesinos, como consecuencia se produjo la victoria de los bolcheviques. El arrepentimiento reinó entre los mencheviques. Pero no por mucho tiempo -hasta la próxima tentación-. Y por lo tanto, la misma historia iba a repetirse en la misma secuencia en otros escenarios de la guerra civil. Podemos estar seguros de que la socialdemocracia repetirá la traición, en todos los lugares donde existe una lucha decisiva del proletariado por el poder, aunque se encuentre totalmente desacreditada. Entonces, la primer tarea del partido revolucionario en todos los países, sería [para los mencheviques] inexorablemente el semiarrepentimiento. Pero, este mecanismo extremadamente simple, es resuelto una vez que la cuestión es transferida a la arena de la guerra civil.

Las condiciones para la construcción socialista

Una vez conquistado el poder, el trabajo de construcción, sobre todo en el campo económico, se convierte en el trabajo clave, y también en el más difícil. Su solución depende de factores de muy variado orden y de diferente magnitud. En primer lugar, del nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, y sobre todo de la relación recíproca entre la industria y la agricultura. En segundo lugar, de la cultura general y del nivel de organización de la clase obrera que ha conquistado el poder del Estado. Finalmente, de la situación política internacional y nacional: es decir, si la burguesía ha sido derrotada decisivamente, o si continúa resistiendo todavía; si están en curso intervenciones militares extranjeras; si la intelligentsia técnica se dedica al sabotaje, etc. La importancia relativa de estos factores para la construcción del socialismo sigue este orden. El factor fundamental es el nivel de las fuerzas productivas; luego, el nivel cultural del proletariado; finalmente, la situación política y militar en la que se encuentra el proletariado tras la conquista del poder. Pero este es un orden rigurosamente lógico. En la práctica, la clase obrera, al asumir el poder, se enfrenta inicialmente a las dificultades políticas. En nuestro país hemos tenido los guardias blancos, las intervenciones militares, etc. En segundo lugar, la vanguardia proletaria se tropieza con las dificultades que surgen del nivel cultural inadecuado de las más amplias masas trabajadoras. Y sólo después, y en tercer lugar, la construcción económica choca con lo límites establecidos por el nivel existente de las fuerzas productivas.
Nuestro partido, una vez en el poder, debía casi siempre llevar adelante su trabajo bajo la presión de las necesidades de la guerra civil. La historia de la construcción económica durante los cinco años de existencia de la Rusia soviética no puede ser comprendida únicamente desde un punto de vista económico. Debe ser abordada en primer lugar, con el barómetro de las necesidades político-militares, y sólo en segundo lugar con el de la conveniencia económica. Lo que es racional en la vida económica no siempre lo es en la vida política. Si me veo amenazado por una invasión de guardias blancos, hago volar el puente. Desde el punto de vista de la conveniencia económica abstracta, esto es un barbarismo, pero desde el punto de vista político es una necesidad. Sería un tonto y un criminal si no volara el puente en el momento justo. Estamos reconstruyendo nuestra economía de conjunto, bajo la presión de la necesidad de asegurar militarmente el poder de la clase obrera.
Hemos aprendido de la más elemental escuela marxista que es imposible saltar del capitalismo a una sociedad socialista. Nadie puede interpretar mecánicamente los términos de Engels sobre el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad. Nadie cree que tras la toma del poder pueda construirse de la noche a la mañana una nueva sociedad. Lo que Engels tenía en mente, realmente, era toda una época de transformaciones revolucionarias que, a una escala histórica mundial efectivamente significaría un “salto”. Sin embargo, al nivel del trabajo práctico, no se trata de un salto, sino de todo un sistema de reformas interrelacionadas, transformaciones y algunas veces emprendimientos muy detallados. Es evidente que la expropiación de la burguesía está justificada económicamente, en la medida en que el Estado obrero sea capaz de organizar la explotación de las empresas sobre bases nuevas. Las nacionalizaciones que efectuamos en 1917-18, lo fueron en desarmonía total con las condiciones que acabo de citar. Las potencialidades de organización del Estado obrero se encontraban muy lejos de la nacionalización total. Pero la verdad es que bajo la presión de la guerra civil tuvimos que llevar a cabo esta nacionalización. Es fácil demostrar y comprender que si hubiéramos actuado más prudentemente a nivel económico, es decir, expropiando a la burguesía a un ritmo “racional” y gradual, ello habría sido una gran irracionalidad política y una locura por nuestra parte. Esta política no nos habría permitido celebrar el quinto aniversario de la revolución, en Moscú, con los comunistas del mundo entero. Debemos mentalmente reconstituir las particularidades de nuestra posición como fue conformada tras el 7 de noviembre de 1917. Si hubiéramos podido entrar a la arena del desarrollo socialista tras la victoria de la revolución en Europa, a nuestra burguesía le hubieran temblado las piernas y hubiera sido muy simple enfrentarse a ella. No se habría atrevido a levantar ni un dedo ante la toma del poder por el proletariado ruso. En ese caso, hubiéramos tomado tranquilamente el control sólo de las grandes empresas, permitiendo a las pequeñas y medianas empresas existir por un tiempo sobre bases capitalistas privadas. Más tarde reorganizaríamos las empresas medianas teniendo en cuenta estrictamente nuestras potencialidades y necesidades organizativas y productivas. Este orden hubiera estado incuestionablemente en armonía con la “racionalidad” económica, pero desafortunadamente la secuencia política de los hechos no permitieron, esta vez, tomarlo en consideración.
De un modo general, debemos comprender que las revoluciones son la expresión manifiesta de que el mundo en absoluto se encuentra gobernado por la “racionalidad económica”; es entonces la tarea de la revolución socialista instalar el gobierno de la razón en el dominio de la vida económica y, por lo tanto, en todos los otros dominios de la vida social. Cuando tomamos el poder, el capitalismo dominaba todo el mundo (continúa dominándolo en nuestros días). Nuestra burguesía se negaba a creer, en el caso que pudiera hacerlo, que el triunfo revolucionario de Octubre era serio y duradero. Después de todo, la burguesía permanecía en el poder en Europa y en el resto del mundo. Pero en nuestro país, en la Rusia atrasada, quien se alzó con el poder fue el proletariado.
La burguesía rusa, que nos odiaba, se negó a tomarnos en serio. Los primeros decretos del poder revolucionario fueron acogidos con risas despectivas. Se burlaban y continuaban insaciables. Incluso los periodistas, con una gran desvergüenza, se negaron a tomar en serio las medidas revolucionarias básicas del gobierno obrero. La burguesía pensaba que era una broma trágica, un malentendido. ¿Cómo podía ser posible, en estas condiciones, enseñar a la burguesía y a sus servidores a respetar el nuevo poder si no era confiscándole sus propiedades? No había otro medio para ello. No hubo siquiera una fábrica, un banco, un pequeño comercio, un estudio de abogado que no se transformara en fortaleza contra nosotros. Proporcionaron a la contrarrevolución belicosa una base material y una red orgánica de comunicaciones. Los bancos en esta época mantuvieron a los saboteadores de un modo casi abierto, pagando a los funcionarios en huelga. Por ello exactamente no hemos considerado el asunto en relación con una “racionalidad” económica abstracta (como lo hicieran Otto Bauer*, Martov* y otros eunucos políticos), sino en relación con las necesidades de la guerra revolucionaria. Era necesario destruir al enemigo, privarle de sus fuentes de aprovisionamiento, independientemente de si la actividad económica podía marchar al paso de esto. En la esfera de la construcción económica, en esta época estábamos obligados a concentrar todos nuestros esfuerzos en la tarea más elemental: dar un apoyo material, incluso a niveles de semihambruna, al mantenimiento del Estado obrero, alimentar y vestir al Ejército Rojo que defendía al Estado en los frentes; para alimentar y vestir (lo que estaba en segundo orden de importancia) al sector de la clase obrera que permanecía en las ciudades. Esta primitiva economía estatal que resolvió estas tareas para mal o para bien, recibió posteriormente el nombre de “comunismo de guerra”.

El comunismo de guerra

Tres preguntas son muy apropiadas para definir el comunismo de guerra: ¿cómo se consiguió el aprovisionamiento de alimentos? ¿cómo fueron repartidos? ¿cómo fue regulada la producción de las industrias estatales?
El poder soviético no tenía un mercado libre para los granos, sino un monopolio basado en el viejo aparato comercial; en poco tiempo, la guerra civil destruyó este aparato. Careciendo de todo, al Estado obrero le era necesario improvisar rápidamente un sustituto de aparato estatal que absorbiera el grano de los campesinos y concentrara el aprovisionamiento. Los recursos fueron distribuidos virtualmente, sin tener en cuenta la productividad del trabajo. No podía ser de otro modo. Para establecer una relación entre el trabajo y los salarios es necesario disponer de un aparato de administración económica más perfeccionado y mayores recursos de víveres. Durante los primeros años del régimen soviético se trataba, fundamentalmente, de evitar que la población urbana muriera de hambre. Se consiguió gracias a raciones fijas de alimentos. La confiscación de los excedentes de granos de los campesinos y el reparto de raciones no eran medidas propias de una economía socialista, sino de una fortaleza asediada. Bajo ciertas condiciones, por ejemplo la repentina erupción de la revolución en Occidente, la transición de un régimen de fortaleza asediada a un régimen socialista se hubiera visto facilitada, y pronto se hubiera extendido a otros niveles. Pero hablaremos de esto más adelante.
¿Cuál era la esencia del comunismo de guerra en relación a la industria? Toda economía puede crecer si existe cierta proporcionalidad entre sus diferentes sectores. Las distintas ramas de la industria entran en relaciones específicas cuantitativas y cualitativas, unas con otras. Debe existir una cierta proporción entre las ramas que producen bienes de consumo y las de bienes de producción. Las proporciones adecuadas deben ser preservadas dentro de cada una de esas ramas. En otras palabras, los medios materiales y la fuerza de trabajo viva de una nación y de toda la humanidad deben ser asignadas de acuerdo con una cierta correlación entre la agricultura y la industria y las distintas ramas de la industria de modo tal de permitirle a la humanidad existir y progresar. ¿Cómo se logra esto? Bajo el capitalismo se logra a través del mercado, la libre competencia, la ley de la oferta y la demanda, el mecanismo de los precios, la sucesión de períodos de prosperidad y de crisis. Llamamos a este método anárquico, ya que está ligado al despilfarro de una gran cantidad de recursos y de valores a través de crisis periódicas, y conduce inevitablemente a guerras que amenazan con destruir la cultura humana. Sin embargo, este método capitalista anárquico establece, dentro de los límites de su acción histórica una proporcionalidad relativa entre las distintas ramas de la economía, una correlación necesaria gracias a la cual la sociedad burguesa es capaz de existir sin asfixiarse.
Nuestra economía de preguerra tenía su propia proporcionalidad interna, establecida como resultado del juego de las fuerzas capitalistas en el mercado. Entonces, vino la guerra, y con ésta una vasta reorganización de la correlación entre las diferentes ramas de la economía. La industria de guerra surgió como un hongo venenoso a expensas de las industrias de tipo usual. Después vino la revolución y la guerra civil con su caos y sabotaje, con su desgaste secreto. ¿Y qué heredamos? Una economía que conservaba todavía restos de proporcionalidad entre los sectores; tal proporcionalidad, sin embargo, había existido bajo el capitalismo, pero fue deformada por la guerra imperialista y destruida por la guerra civil. ¿Qué métodos podíamos usar para encontrar la vía del desarrollo económico? La vida económica socialista será dirigida de forma centralizada, del mismo modo que la proporcionalidad se obtendrá mediante un plan meticuloso que observará todas las proporciones y dará a cada sector una relativa autonomía a condición de que permanezca bajo la dependencia de un control nacional e internacional.
Pero no se puede crear a priori la organización global de la economía, el método de contabilidad socialista, a través de la elucubración o dentro de las paredes de una oficina. Sólo podrá crecer a través de una adaptación gradual de la contabilidad económica práctica existente en relación a los recursos materiales disponibles, junto con las posibilidades latentes, así como con las nuevas necesidades de la sociedad socialista. Hay un largo camino por delante. ¿Por dónde entonces podíamos y debíamos haber comenzado en 1917-1918? El aparato capitalista -con su mercado, sus bancos e intercambios- había sido destruido. La guerra civil se encontraba en su apogeo. Ni siquiera se podía hablar de llegar a un acuerdo en términos económicos con la burguesía, o incluso un sector de ella, en el sentido de concederle ciertos derechos económicos. El aparato burgués había sido destruido tanto a escala nacional como en el interior de cada empresa individual. Se nos impuso entonces la siguiente tarea candente: crear un aparato sustituto, aunque fuera tosco y provisorio, para extraer de nuestra herencia industrial caótica las provisiones indispensables para el ejército en guerra y para la clase obrera. No era estrictamente una tarea económica, sino un trabajo de producción en tiempo de guerra.
Con la ayuda de los sindicatos, el Estado se hizo cargo de las empresas industriales una a una, e instaló un aparato incómodo y poco o mal centralizado. A pesar de sus defectos, nos permitió proveer a las tropas en los frentes con víveres y equipamiento militar, el volumen de esto era extremadamente inadecuado, pero sin embargo fue suficiente para que salgamos de la lucha no como los vencidos sino como los vencedores. La política de confiscación de los excedentes agrícolas condujo inevitablemente a una contracción y caída de la producción agrícola. La política de igualdad de salarios desembocó obligatoriamente en el descenso de la productividad del trabajo. La política de una dirección burocrática centralizada de la industria excluía la posibilidad de una dirección centralizada genuina, de una utilización plena del equipamiento técnico junto con la fuerza de trabajo disponible. Pero toda esta política de comunismo de guerra nos fue impuesta por el régimen de una fortaleza sitiada, con una economía desorganizada y los recursos malgastados.
Podéis sin duda preguntaros si pensábamos realizar la transición del comunismo de guerra al socialismo sin dar giros económicos importantes, sin experimentar convulsiones, sin retroceder, es decir, efectuar la transición más o menos a lo largo de una curva sostenidamente ascendente. Sí, es cierto que en ese período realmente pensábamos que el desarrollo de la Europa occidental revolucionaria tendría lugar pronto. Esto es innegable. Si el proletariado en Alemania, en Francia, en toda Europa, hubiera conquistado el poder en 1919, el desarrollo de la economía habría presentado una forma distinta. En 1883, Marx escribía a Nicolás Danielson, uno de los teóricos del populismo ruso (narodniki), que el proletariado tendría el poder antes de que fuera abolida la “obstina rusa” (comuna agrícola), y que ésta se convertiría en el comienzo del desarrollo comunista en Rusia. Tenía razón. Mayor razón teníamos aún nosotros pensando que si la clase obrera europea hubiera conquistado el poder en 1919, habría llevado a remolque a nuestro atrasado país -en lo que se refiere a la economía y a la cultura-, y, de este modo, nos habría ayudado sin duda alguna en cuanto a técnica y organización, y nos habría permitido, corrigiendo e incluso modificando nuestros métodos de comunismo de guerra, dirigirnos hacia una auténtica economía socialista. Tales eran efectivamente nuestras esperanzas. Jamás hemos basado nuestra política en la minimización de las perspectivas y las posibilidades revolucionarias. Por el contrario, en cuanto fuerza revolucionaria viva, nos hemos esforzado en extender y agotar estas posibilidades. Únicamente los Scheidemann[6] y los Ebert eran quienes, en víspera de la revolución, renegaban de ella y se prestaban a convertirse en ministros de Su Majestad imperial. La revolución les coge por sorpresa, les ahoga. Se debaten débilmente y, más tarde, a la primera oportunidad, se transforman en instrumentos de la contrarrevolución.
En lo que concierne a los de la II Internacional y media, se esforzaron por distanciarse de la II Internacional. Proclamaron el comienzo de una época revolucionaria y reconocieron la dictadura del proletariado. Evidentemente, sólo se trataba de palabras vacías. Al primer síntoma de reflujo, toda esta basura humana volvió al redil de Scheidemann. Pero el simple hecho de que se formara esta II Internacional y media prueba que las perspectivas revolucionarias de la Internacional Comunista, y de nuestro partido en particular, en absoluto eran una “utopía”. No solamente desde el punto de vista de la tendencia general del desarrollo histórico, sino también desde el punto de vista de su ritmo actual. Después de la guerra, el proletariado careció de un partido revolucionario. La socialdemocracia salvó al capitalismo; es decir, retrasó la hora de su muerte en algunos años, o, más precisamente, prolongó su agonía, porque la vida del mundo capitalista no es más que una larga agonía. En todo caso, ello no proporcionó casi condiciones favorables a la República soviética y a su desarrollo económico. La Rusia obrera y campesina quedó atrapada en el bloqueo económico. No recibimos de Occidente una asistencia técnica y organizativa, sino una serie de intervenciones militares. Por todo ello, pareció evidente que militarmente saldríamos vencedores, pero que económicamente estaríamos durante muchos años aún obligados a continuar dependiendo de nuestros propios recursos y de nuestras propias fuerzas.

La Nueva Política Económica (NEP)

Una vez fuera del comunismo de guerra, es decir, de las medidas de emergencia encaminadas a sostener la vida económica de la fortaleza asediada, se hizo sentir la necesidad de pasar a un sistema de medidas que asegurara una expansión gradual de las fuerzas productivas del país, incluso sin la colaboración de una Europa socialista. La victoria militar, que hubiera sido imposible sin el comunismo de guerra, nos permitió pasar de las medidas dictadas por la necesidad militar a medidas dictadas por la conveniencia económica. Este es el origen de la “nueva política económica”. A menudo ha sido denominada como una retirada y, nosotros también, con buenas razones para ello, la llamamos así. Pero con el fin de estimar exactamente lo que implica esta retirada, y con el fin de comprender que no tiene semejanzas con una “capitulación”, es necesario inicialmente tener una imagen clara de nuestra situación económica presente y de las tendencias de su desarrollo.
En marzo de 1917, el zarismo fue derrocado. En octubre de 1917, la clase obrera tomó el poder. Prácticamente, toda la tierra, nacionalizada por el Estado, pasó a las manos de los campesinos. Los campesinos cultivaban esta tierra; en la actualidad se ven obligados a pagar al Estado un impuesto fijo en especie, que constituye el fondo de la construcción socialista. Todos los ferrocarriles, las empresas industriales, se convirtieron en propiedad del Estado y, salvo raras excepciones, el Estado las hace funcionar en beneficio propio. El sistema crediticio se encuentra en manos del Estado. El comercio exterior es un monopolio del Estado. Toda persona capaz de evaluar seriamente y sin prejuicios el resultado de los últimos cinco años de existencia del Estado obrero debería decir: sí, evidentemente, para un país atrasado, hubo un notable avance socialista. Su principal particularidad se encuentra, sin embargo, en el hecho de que no fue llevado a cabo según un movimiento ascendente regular, sino en zigzag. Hemos tenido el régimen de Comunismo, posteriormente se abrieron las puertas a las relaciones del mercado. La prensa burguesa declaró que este giro político era una renuncia al comunismo, que marcaba el comienzo de una capitulación al capitalismo. Es evidente que los socialdemócratas interpretan este tema, lo elaboran y lo comentan. Difícilmente puede dejar de reconocerse que, aquí y allí, incluso algunos de nuestros amigos dudaron: ¿no se trata ciertamente de una capitulación enmascarada ante el capitalismo? ¿No existe un peligro real de que éste pueda, apoyándose en el libre mercado nuevamente instaurado, comenzar su desarrollo y, de este modo, triunfar sobre el socialismo?
Para responder a esta cuestión es totalmente necesario disipar un malentendido básico. Es falso afirmar que el desarrollo económico soviético pase del comunismo al capitalismo. No existió un comunismo. Incluso no ha existido socialismo, y no hubiéramos podido tenerlo. Hemos nacionalizado la economía burguesa desorganizada y, durante el período crítico de la lucha de vida o muerte, hemos establecido un régimen de “comunismo” en la distribución de los artículos de consumo. Al haber vencido a la burguesía en el campo político y en la guerra, hemos podido tomar las riendas de la vida económica y, nos vimos obligados a reintroducir las formas del mercado en las relaciones entre la ciudad y el campo, entre las diferentes ramas de la industria, y entre las empresas individuales.
Si fracasaba el libre mercado, el campesino no hubiera sido capaz de encontrar su sitio en la vida económica, perdiendo el estímulo para mejorar y extender sus cosechas. Únicamente un ascenso poderoso de la industria que permita satisfacer las necesidades del campesinado y de la agricultura preparará el terreno para integrar al campesino en el sistema general de la economía socialista. Técnicamente, esta tarea será resuelta por la electrificación, que asestará el golpe definitivo a la vida rural atrasada, al aislamiento de los mujiks y al embrutecimiento de la vida en el campo. Pero el camino hacia esto pasa por mejorar la vida económica de los campesinos propietarios. El Estado obrero puede hacerlo a través del mercado, que estimula los intereses personales del pequeño propietario. Los beneficios iniciales se encuentran al alcance de la mano. Este año el campo proporcionará al Estado obrero más granos -bajo la forma de impuestos en especie- que en la época del comunismo de guerra, a través de la confiscación de los excedentes. La agricultura, sin duda alguna, se desarrolla. El campesinado se encuentra satisfecho -y en ausencia de relaciones normales entre el campesinado y el proletariado es imposible el desarrollo socialista-.
La Nueva Política Económica no surge únicamente de las relaciones mutuas entre la ciudad y el campo. Esta política es una etapa necesaria en el crecimiento de la industria de Estado. Entre el capitalismo -en el cual los medios de producción pertenecen a los particulares, y en el cual las relaciones económicas son reguladas por el mercado- y el socialismo completo, con su economía socialmente planificada, existen etapas de transición; la NEP es una de ellas. Para precisar tomemos como ejemplo la red ferroviaria. Es precisamente el ferrocarril el que ofrece un campo que está preparado en grado máximo para la economía socialista, porque la red fue nacionalizada bajo el capitalismo, centralizada y casi normalizada por las exigencias tecnológicas. Más de la mitad de la red la obtuvimos del Estado y el resto lo confiscamos a las compañías privadas.
Una auténtica dirección socialista debe considerar la red ferroviaria como un todo y no desde un punto de vista del propietario de ésta o aquella línea de ferrocarril, sino desde el punto de vista de los intereses del sistema de transportes y de la economía nacional de conjunto. Debe repartir las locomotoras y los vagones entre las diferentes líneas para satisfacer las necesidades de toda la vida económica. Pero la transición a esta economía no es sencilla, incluso en un marco centralizado como es el transporte por ferrocarril. Implica gran número de etapas técnicas y económicas. Por ejemplo, las locomotoras son de muy diversos tipos, pues fueron construidas en épocas distintas y por diferentes compañías. Además, locomotoras de distintos tipos son reparadas en un mismo taller, mientras que locomotoras de un mismo tipo son reparadas en diferentes talleres. La sociedad capitalista malgasta una enorme cantidad de fuerza de trabajo a causa de la diversidad y del caleidoscopio anárquico de las partes que constituyen su aparato productivo. Es necesario reunir las locomotoras según su modelo y repartirlas entre las diferentes líneas de la red ferroviaria. Este será el primer paso hacia la normalización, es decir, la creación de una cierta homogeneidad tecnológica en relación con las locomotoras y sus elementos. La normalización, y esto fue dicho varias veces, es el socialismo en la tecnología. El fracaso en la normalización impide que la tecnología alcance su pleno florecimiento. ¿Dónde deberíamos comenzar sino en la red ferroviaria?
Fue abordada esta tarea, pero inmediatamente aparecieron grandes obstáculos. Las líneas, privadas o estatales, entraron en relación con otras empresas por intermedio del mercado. En este caso particular, ello era necesario e inevitable desde el punto de vista económico, porque el equipamiento y desarrollo de una línea dependen principalmente de su justificación económica. Es el mercado el que certifica la rentabilidad económica de una línea, ya que todavía no hemos elaborado los métodos de cálculo de una economía socialista. Y estos métodos, como ya he dicho, sólo estarán disponibles como resultado de una experiencia práctica amplia, adquirida gracias a la nacionalización de los medios de producción.
De este modo, durante la guerra civil, los viejos métodos de control económico fueron eliminados antes de la creación de otros nuevos. En estas condiciones, la red ferroviaria fue unificada formalmente, pero cada línea perdió contacto con el resto del medio económico y quedó suspendida en el aire. Considerando la red como una entidad técnica autosuficiente, fijando tipos uniformes de locomotoras, centralizando el trabajo de reparación y, por consiguiente, siguiendo un plan técnico-socialista abstracto, nos arriesgábamos a perder totalmente el control de lo que era necesario, aprovechable o no, de cada línea particular y de la red. ¿Qué línea debía ser ampliada o acortada? ¿Qué personal sería asignado a cada línea? ¿Qué capacidad de carga transportaría el Estado para sus necesidades propias y cuál sería destinada para las necesidades de individuos particulares y organizaciones?
Todas estas cuestiones, en una etapa histórica dada, únicamente pueden ser resueltas a través de tarifas fijas de transporte, una contabilidad correcta y un cálculo comercial exacto. Manteniendo un equilibrio entre pérdidas y ganancias en las diferentes secciones de la red, ligado a las otras ramas de la economía, seremos capaces de elaborar los métodos de cálculo socialista y los métodos de un nuevo plan económico. De aquí surge la necesidad, incluso si la red es propiedad del Estado, de permitir a las líneas particulares, o a los grupos de líneas, que conserven su independencia económica, en el sentido de ser capaces de ajustarse a todas las otras empresas de las que dependen o a las que sirven. En sí mismos, los planes abstractos y las metas socialistas formales no son suficientes para conmutar la dirección de la red ferroviaria de una vía capitalista a otra socialista. Durante un largo período, el Estado obrero deberá utilizar los métodos capitalistas, es decir, los métodos del mercado, para dirigir la red. Estas consideraciones se aplican aún en mayor medida a las empresas industriales, que no se encontraban tan centralizadas y normalizadas bajo el capitalismo como las líneas de ferrocarril. Con la liquidación del mercado y del sistema de crédito, cada fábrica se asemeja a un teléfono al que se le hubieran cortado los cables.
El comunismo de guerra ha creado un sustituto burocrático de la unidad económica. Las fábricas de producción de maquinarias de los Urales, de la cuenca del Donets, en Moscú, Petrogrado y otras ciudades fueron consolidadas bajo un único Comisariado Central que las aprovisionaba de combustibles, materias primas, equipos técnicos y fuerza de trabajo, manteniendo a esta última a través del sistema de raciones iguales. Evidentemente, tal dirección burocrática igualaba las empresas consideradas individualmente, suprimía la posibilidad de verificar la capacidad productiva y el beneficio, incluso si la contabilidad de la Comisión Central se hubiera distinguido por un grado mayor de precisión, lo que no ocurría. Antes de que cada empresa pueda funcionar plenamente como una célula del organismo socialista, deberemos emprender actividades transitorias a gran escala para operar la economía a través del mercado durante varios años. Durante este período de transición, cada empresa o grupo deberá, en un grado diferente, orientarse independientemente, y probarse en el mercado.
Este es precisamente el quid de la Nueva Política Económica: mientras que políticamente ha significado que las concesiones al campesinado están en el centro, su importancia no es menor como una etapa inevitable en el desarrollo de la industria estatal durante la transición de la economía capitalista a la socialista. Para regular la industria, el Estado obrero ha recurrido a los métodos de mercado. Un mercado debe tener un equivalente general y, en nuestro caso, como ya sabéis, éste se encuentra en una situación desoladora. El camarada Lenin ya se ha referido a nuestros esfuerzos para obtener un rublo más o menos estable. Ha señalado que nuestras tentativas no habían sido totalmente fallidas. Con el restablecimiento del mercado, es interesante señalar el reavivamiento de manifestaciones fetichistas en el campo del pensamiento económico. Entre los que han sido afectados por ellas, se encuentran numerosos comunistas que ya no hablan como comunistas sino como comerciantes. Nuestras empresas sufren, como sabéis, de una falta de recursos; pero, ¿dónde encontrarlos? Por qué no, como es obvio, en la impresión de billetes. Sólo necesitamos, se argumenta, aumentar la emisión de moneda para poner a funcionar un número de fábricas y plantas que ahora están cerradas. “A cambio de vuestros miserables billetes que emitís en cantidad ínfima -dicen ciertos camaradas-, les podríamos proporcionar en algunos meses ropas, calzados, víveres y otras cosas maravillosas”. Este razonamiento es evidentemente falso. La escasez de los medios de circulación es simplemente la manifestación de nuestra pobreza.
Esto significa que para expandir la producción se debe pasar por una etapa de acumulación primitiva socialista. Nuestra pobreza en carbón, alimentos, locomotoras, viviendas, etc., hoy asume la forma de la escasez en los medios de circulación porque hemos cambiado nuestra vida económica sobre las bases del mercado. De este modo, la industria pesada ha envidiado los éxitos de la industria ligera. ¿Cuál puede ser la significación de este hecho? Quiere decir simplemente que con el incipiente reavivamiento de la economía los recursos disponibles son dirigidos principalmente donde se los necesitaba con mayor urgencia, es decir a las ramas que producen artículos para el consumo personal y productivo de los obreros y los campesinos. El mundo de los negocios se llenó de empresas de este tipo. Las empresas del Estado entran en competencia entre ellas mismas, y en parte con las empresas privadas que, como sabemos, no son numerosas. Sólo así, la empresa nacionalizada aprenderá a funcionar correctamente. No existe otro modo para llegar a tal meta. Ni los planes económicos incubados entre los muros de un despacho, ni los sermones comunistas abstractos garantizarán nada de ello. Cada empresa del Estado, con su director técnico y comercial, deberá necesariamente estar sujeta a un control permanente que provendrá no sólo de arriba, o del Estado, sino también de abajo, es decir del mercado que continuará siendo el regulador de la economía estatal durante largos años en el futuro. A medida que la industria ligera estatal, consolidándose en el mercado, comience a proveer al Estado con ingresos, adquiriremos medios de circulación para la industria pesada.
No es éste el único recurso a disposición del Estado. Existen otros como los impuestos en especie que proceden de los campesinos, los impuestos sobre la industria y el comercio privados, las tarifas aduaneras, etc. Las dificultades financieras de nuestra industria no tienen un carácter aislado sino que se derivan de todo el proceso de nuestro reavivamiento económico. Si nuestro Comisariado de Finanzas tuviera que acoger las peticiones de cada empresa industrial incrementando sus emisiones de moneda, el mercado habría rechazado la moneda superflua antes de que las fábricas hubieran llegado a lanzar los nuevos productos a los mercados. En otras palabras, el valor del rublo caería de modo tan catastrófico, que el poder de compra de esta emisión doble o triple sería menor que el de la moneda actualmente en circulación. Nuestro Estado no renuncia a nuevas emisiones de moneda, pero deben ser conformes al proceso económico actual y calculadas de modo que incrementen el poder de compra del Estado, ayudando de este modo a la acumulación primitiva socialista.
Nuestro Estado, por su parte, no renuncia in toto a la economía planificada, es decir, a introducir correcciones deliberadas y perentorias en las actividades del mercado. Actuando de esta forma, el Estado no parte de un cálculo a priori o de planes hipotéticos extremadamente inexactos y abstractos, como ocurrió durante el comunismo de guerra. Su punto de partida se encuentra en la acción del mercado; y uno de los instrumentos de regulación del mercado es la condición de la moneda del país y de su sistema de crédito gubernamental centralizado.

Las fuerzas y los recursos de los dos campos

¿Adónde nos conduce, por consiguiente, la NEP? ¿Hacia el capitalismo o hacia el socialismo? Evidentemente, en este punto se encuentra la cuestión central. ¿Cuáles serán las consecuencias del mercado, de la libertad de comercio de los cereales, de la competencia, de los arrendamientos, de las concesiones? Si se da un dedo al diablo, ¿no será necesario entregarle posteriormente un brazo, luego medio cuerpo, y finalmente el cuerpo entero? Somos ya testigos de un reavivamiento del capital privado en el comercio, especialmente a través de los canales entre la ciudad y el campo. Por segunda vez en nuestro país, el capital privado de los comerciantes está atravesando una etapa de acumulación capitalista primitiva, al tiempo que el Estado obrero está atravesando un período de acumulación primitiva socialista. Tan pronto como surge, el capital de los comerciantes busca ineludiblemente deslizarse hacia posiciones industriales. El Estado alquila fábricas a hombres de negocios. En consecuencia, la acumulación del capital privado ahora, continúa no meramente en el comercio sino también en la industria. ¿No es entonces probable, que los señores explotadores -los especuladores, los mercaderes, los arrendatarios y los concesionarios- se hagan más poderosos bajo la protección del Estado obrero, ganando el control de un sector incluso mayor de la economía nacional, desangrando los elementos de socialismo a través del mercado, y más tarde en el momento apropiado, ganando también el control del poder estatal?
Sabemos, al igual que Otto Bauer, que la economía constituye la base social, y la política su superestructura. Entonces, ¿todo esto, no significa realmente que la NEP es una transición a la restauración capitalista? Al responder abstractamente a una pregunta planteada de manera abstracta, uno no puede negar, por supuesto, que el peligro de la restauración capitalista de ninguna manera está excluido en general, más que el peligro de una derrota temporaria en el curso de cualquier lucha. Cuando combatíamos a Denikin y a Kolchak, que estaban respaldados por la Entente, corríamos el peligro probable de ser derrotados, como Kautsky esperaba, de un día para el otro. Pero, mientras tomábamos en consideración la posibilidad teórica de la derrota, orientamos nuestra política en la práctica hacia la victoria. Compensamos esta relación de fuerzas con una firme voluntad y una estrategia correcta. Y al final, vencimos. Una vez más, se produce una guerra entre los mismos enemigos: el Estado obrero y el capitalismo. Pero esta vez, las hostilidades ocurren no en la arena militar sino en la economía. Mientras que, durante la guerra civil, se producía un duelo entre el Ejército Rojo y el Blanco para influir sobre los campesinos, actualmente la lucha tiene lugar entre el capital estatal y el privado sobre el mercado campesino. En una lucha siempre es necesario tener una estimación lo más correcta posible de las fuerzas y recursos de que puede disponer el enemigo y las que están a nuestra disposición.
Nuestra principal arma en la lucha económica que está ocurriendo sobre la base del mercado es el poder estatal. Únicamente los reformistas simplistas no lo comprenden. La burguesía lo comprende, y su historia nos lo prueba. La otra arma de que dispone el proletariado es que las fuerzas productivas más importantes del país se encuentran en sus manos. Toda la red ferroviaria, la industria minera, la masa de las empresas al servicio de la industria se encuentran bajo la dirección económica de la clase obrera. De igual modo, el Estado obrero posee la tierra, y los campesinos contribuyen cada año mediante el pago de cientos de millones de impuestos en especie. El poder obrero controla las fronteras estatales. Las mercancías y el capital extranjero generalmente, sólo pueden acceder a nuestro país dentro de ciertos límites que son juzgados deseables y legítimos por el Estado obrero. Estas son las armas y los medios de construcción del socialismo. Nuestros adversarios tienen ciertamente la oportunidad de acumular capital, incluso bajo el poder obrero, utilizando el mercado libre de los granos. El capital de los comerciantes puede infiltrarse, y de hecho lo hace, en la industria, en las empresas arrendadas. Saca un beneficio de ello, y se desarrolla. Esto es innegable. Pero, ¿cuáles son las relaciones cuantitativas recíprocas entre estas fuerzas opuestas? ¿Cuál es su dinámica? En esta esfera, como en las otras, la cantidad se transforma en calidad. Si las más importantes fuerzas productivas del país cayeran en manos del capital privado no podría hablarse de construcción del socialismo, y estarían contados los días del poder obrero. ¿Cuán grande es este peligro? ¿Está próximo?
Únicamente los hechos y las cifras pueden responder a estas cuestiones. Sólo citaré los datos más importantes e indispensables. Nuestra red ferroviaria se extiende sobre 63.000 verstas [1 versta equivale a 1.067 metros, N. del T.], emplea a ochocientas mil personas y se encuentra totalmente en manos del Estado. No se puede negar su importancia en la vida económica, y que es un factor decisivo de la misma, de tal modo que no queremos que se deslice de nuestras manos. Veamos ahora la industria. Bajo la Nueva Política Económica, todas las empresas, sin excepción, son propiedad del Estado. Es cierto, igualmente, que algunas empresas han sido arrendadas. ¿Cuál es la relación entre las industrias que el Estado continúa dirigiendo y las que han sido arrendadas? Puede estimarse que, según las cifras siguientes, existen algo más de cuatro mil empresas estatales que emplean a casi un millón de trabajadores, mientras que existen, un poco de cuatro mil empresas arrendadas que dan trabajo a unos ochenta mil obreros. En las empresas estatales, el número de obreros por empresa es, como media, de doscientos siete, mientras que en el caso de las empresas arrendadas es de diecisiete obreros por empresa. La explicación se debe encontrar en que las que están bajo arriendo son empresas de secundarias y en su gran mayoría terciarias en el sector de la industria liviana. Entre ellas, únicamente el 51% son explotadas por capitalistas privados. Las restantes se encuentran bajo la dirección de los comisariados y de las sociedades cooperativas de distribución que son las que alquilan las empresas al Estado, poniéndolas en funcionamiento por su cuenta. En otras palabras, hay alrededor de dos mil de las empresas más pequeñas, que emplean a cuarenta o cincuenta mil personas, explotadas por el capital privado, contra cuatro mil empresas poderosas y bien equipadas, que dan trabajo a casi un millón de obreros, dirigidas por el Estado soviético.
Es ridículo hablar del triunfo del capitalismo “en general” ante tales cifras y hechos. Naturalmente, las empresas arrendadas entran en competencia con las empresas estatales, y de modo abstracto se puede llegar a decir que si las empresas arrendadas se encontraran muy bien dirigidas y las empresas estatales muy mal, el capital privado, al cabo de algunos años, devoraría al capital estatal. Pero nos encontramos muy lejos de que esto ocurra. El control del proceso económico permanece en manos del poder del Estado; y éste se encuentra en manos de la clase obrera. Debido al restablecimiento del mercado, el Estado obrero introduce naturalmente cierto número de cambios jurídicos indispensables para obtener un rendimiento del mercado. En la medida en que estas reformas legales y administrativas abren la posibilidad de una acumulación capitalista, constituyen concesiones indirectas pero muy importantes. Pero nuestra neoburguesía sólo será capaz de explotarlas en consonancia con sus recursos económicos y políticos. Sabemos cuáles son estos recursos, y que son más bien escasos. En el plano político, su valor es nulo. Haremos cuanto podamos para impedir que la clase burguesa acumule el más mínimo capital en el plano político. No debemos olvidar que el sistema crediticio y el aparato impositivo, permanece en manos del Estado obrero. Ambos son un arma importante en la lucha entre la industria estatal y la privada. Es verdad, que el capital privado juega un rol más extenso en el campo del comercio. Aunque carezcamos de cifras válidas en este campo, según las primeras aproximaciones de las estadísticas de nuestras cooperativas de distribución, el capital privado comercial comprende al treinta por ciento del rendimiento comercial de nuestro país. Por su parte, el Estado y las cooperativas tienen el setenta. El capital privado juega en general el papel de intermediario entre la agricultura y la industria, y, en parte, entre las distintas ramas industriales. En efecto, las empresas más importantes y el comercio exterior se encuentran en manos del Estado. El Estado es, por consiguiente, el principal comprador y vendedor en el mercado. Bajo estas condiciones, las cooperativas de distribución pueden fácilmente competir con el capital privado, con el tiempo trabajando a favor de las primeras. Repitamos, una vez más, que las tijeras de poda de los impuestos son un instrumento muy importante. Gracias a ellas el Estado obrero podrá podar la joven planta del capitalismo, no sea que se enriquezca excesivamente.
En teoría, hemos mantenido siempre que el proletariado, tras haber conquistado el poder, se vería obligado a tolerar junto a las empresas estatales, la existencia de aquellas empresas privadas que son tecnológicamente menos avanzadas y menos adaptadas a la centralización. Además, sabíamos que las relaciones entre las empresas estatales y las privadas, así como las relaciones recíprocas entre las empresas de Estado individuales o colectivas, estarían reguladas por el comercio y sus cálculos monetarios. Y, por esta misma razón, hemos reconocido que paralelamente con el proceso de reorganización económica socialista se repetiría el proceso de acumulación capitalista privada. Pero no hemos tenido miedo a que la acumulación privada supere y devore a la economía estatal en expansión. ¿A qué se debe, por consiguiente, todo este debate sobre la victoria inevitable del capitalismo y sobre nuestra pretendida “capitulación”? Existe una razón para ello: no hemos dejado inicialmente las pequeñas empresas en manos privadas, sino que las hemos nacionalizado; las hemos arrendado tras haber intentado que funcionaran en manos del Estado. Poco importa la manera como sea evaluado el zigzag económico, bien como una exigencia que surge de toda la situación, bien como una táctica equivocada, pero es evidente que este giro político, o esta “retirada”, no modifica en medida alguna la relación de fuerzas entre la industria estatal y los sectores privados. Por una parte, está el poder del Estado, el sistema ferroviario y un millón de obreros industriales; y, por el otro, aproximadamente cincuenta mil obreros explotados por el capital privado. ¿Dónde se encuentra, por lo tanto, la más mínima justificación para que, en estas condiciones, esté asegurada la victoria de la acumulación capitalista sobre la acumulación socialista?
Evidentemente, se encuentran en nuestras manos las mejores cartas; todas, salvo una que es muy importante: el capital privado ruso se encuentra sostenido actualmente por el capital mundial. Continuamos viviendo en un cerco capitalista. Por este motivo debe plantearse una cuestión: saber si nuestro socialismo incipiente, que todavía tiene que emplear métodos capitalistas, puede ser acaparado al fin por el mundo capitalista. Siempre hay dos partes en una transacción de este tipo: el comprador y el vendedor. Pero tenemos el poder, está en las manos de la clase obrera. Ella decide qué concesiones hacer, sus objetivos y sus alcances. El comercio exterior es un monopolio. El capital europeo intenta forzar una brecha en él. Pero ellos serán tristemente decepcionados. El monopolio del comercio exterior es un principio esencial para nosotros. Es una de nuestras salvaguardas contra el capitalismo que, evidentemente, no tendría reparos en acaparar nuestro naciente socialismo, tras haber fallado en su intento de destruirlo mediante medidas militares.
Sobre el tema de las concesiones, el camarada Lenin ha dicho: “Las discusiones son abundantes; las concesiones, son escasas”. (Risas) ¿Cómo explicarlo? Precisamente por el hecho de que no hay y no habrá por nuestra parte una capitulación ante el capitalismo. Los que quieren reanudar las relaciones con la Rusia soviética más de una vez han afirmado, y escrito, que el capitalismo mundial, a punto de su mayor crisis, necesita de la Rusia soviética: Inglaterra necesita colocar sus mercancías en Rusia, Alemania necesita cereales rusos, etc. Esto parece cierto si se mira el mundo a través de unas lentes pacifistas. Por esta razón, el tema se presenta continuamente de una forma falseada. En ese caso, podríamos imaginar que los capitalistas ingleses intentarían con todas sus fuerzas invertir sus fondos en Rusia; podríamos imaginar igualmente a la burguesía francesa tratando de orientar a la tecnología alemana en la misma dirección con el fin de crear nuevos recursos que permitirían pagar las indemnizaciones alemanas. Pero, en absoluto vemos que ocurra así. Y, ¿por qué razón? Porque vivimos en una época en la que el equilibrio del capitalismo ha sido completamente trastornado. Vivimos en una época en la que las crisis económicas, políticas y militares se entrecruzan continuamente. Una época de inestabilidad, de incertidumbre, de alarmas ininterrumpidas. Esto actúa contra una política a largo plazo de la burguesía, porque tal política pronto se transforma en una ecuación con demasiadas incógnitas.
Hemos concluido finalmente un acuerdo comercial exitoso con Inglaterra. Pero esto ocurrió hace un año y medio; en realidad, todas nuestras operaciones con Inglaterra se efectúan mediante pago al contado; pagamos con oro; y, la cuestión de las concesiones todavía está en la fase de discusión. Si la burguesía europea, y principalmente la burguesía inglesa, hubieran creído que una colaboración en gran escala con Rusia traería inmediatamente una mejora seria en la situación económica europea, Lloyd George y compañía habrían, sin duda, dado en Génova una solución diferente a este problema. Pero saben que la colaboración con Rusia no puede aportar inmediatamente modificaciones grandes y profundas. El mercado ruso no eliminará el desempleo inglés en unos pocos meses o en unas semanas. Rusia no puede ser integrada más que gradualmente, como un factor constantemente creciente en la vida económica europea y mundial. Gracias a su vasta extensión, a sus recursos naturales, su gran población y, sobre todo, gracias al estímulo impartido por su Revolución, Rusia puede convertirse en la fuerza económica más importante europea y mundial, pero ello no instantáneamente, de la noche a la mañana, sino únicamente después de muchos años. Rusia podría convertirse en un importante comprador y vendedor, suponiendo que hoy se le dieran créditos y, consecuentemente, se le permitiera acelerar su crecimiento económico. En cinco o diez años, se convertiría en un gran mercado para Inglaterra pero, en este último caso, el gobierno inglés tendría que creer que podría durar diez años, y que el capitalismo inglés sería lo suficientemente fuerte en estos diez años como para retener el mercado ruso. En otras palabras, una política de colaboración económica auténtica con Rusia no puede ser más que una política de colaboración fundada sobre bases muy amplias. El problema se encuentra en que la burguesía de postguerra no es ya capaz de tener una política a largo plazo. No sabe lo que traerá el mañana, y menos aún lo que sucederá pasado mañana. Es uno de los síntomas de la decadencia histórica de la burguesía.
Esto parece estar en contradicción con el intento de Leslie Urquhart, que quiere concluir un acuerdo comercial con nosotros por un período de noventa y nueve años. Sin embargo, esta contradicción es sólo aparente. La motivación de Urquhart es muy simple, pero en cierta manera inalcanzable; si el capitalismo sobrevive en Inglaterra y en el mundo durante estos noventa y nueve años, Urquhart conservará las concesiones con Rusia. Pero, ¿qué sucederá si la revolución proletaria estalla no en noventa y nueve, ni en nueve años sino mucho antes? En este caso, Rusia será el último lugar donde los propietarios expropiados del mundo puedan conservar sus propiedades. Pero un hombre que va a perder su cabeza no tiene motivos para llorar por la pérdida de su peluca... La primera vez que hicimos la oferta de concesiones a largo plazo, Kautsky concluyó que habíamos perdido la esperanza en la llegada próxima de una revolución proletaria. Hoy, tendría que concluir que hemos pospuesto la revolución por al menos noventa y nueve años. Esta conclusión, bastante digna de este teórico venerable planteada algo mezquinamente, carece totalmente de fundamento. En efecto, firmando una concesión particular, asumíamos obligaciones únicamente dentro del código legislativo y del procedimiento administrativo referente a dicha concesión, pero en ningún caso acerca del curso futuro de la revolución mundial, la cual deberá superar diversos obstáculos muy superiores a los acuerdos de una concesión. La pretendida “capitulación” del poder soviético al capitalismo es deducida por los socialdemócratas no a través de un análisis de hechos y cifras, sino mediante vagas generalidades, así como del término de “capitalismo de Estado” que nosotros empleamos para referirnos a nuestra economía estatal. En mi opinión, este término no es ni exacto ni conveniente. El camarada Lenin ha subrayado ya en su informe la necesidad de poner este término entre comillas, es decir, utilizarlo con muchas precauciones. Es una recomendación muy importante porque no todo el mundo es prudente. En Europa fue interpretado equivocadamente incluso por los comunistas. Son numerosos los que imaginan que nuestra industria estatal representa un auténtico capitalismo de estado, en el sentido más estricto de la palabra, tal como ha sido aceptado universalmente por los marxistas. No se trata exactamente de ello; si se habla realmente de capitalismo de Estado, debe hacerse con importantes comillas que ensombrezcan el propio término. ¿Por qué? Por una razón muy obvia: al utilizar este término no puede olvidarse el carácter de clase del Estado. Este término, lo recordamos, tiene orígenes socialistas. Jaurès y los reformistas franceses, que en general le imitaban, hablaban de una socialización “consistente de la república democrática”. Podemos responder, en cuanto marxistas, que a partir del momento en que el poder político está en manos de la burguesía, esta socialización no era y no podía conducir jamás al socialismo, sino a un capitalismo de Estado; es decir, que la posesión de las diversas industrias, de la red ferroviaria, etc., por diferentes capitalistas sería reemplazada por la posesión de todas las empresas, de la red ferroviaria, etc., por una misma firma burguesa: el Estado. Si la burguesía tiene el poder político continuará explotando al proletariado a través del capitalismo de Estado, del mismo modo que el burgués explota a través de la propiedad privada a sus propios obreros.
El término “capitalismo de Estado” ha sido propuesto e inmediatamente utilizado con fines polémicos por los revolucionarios marxistas contra los reformistas, y ello con el fin de explicar y probar que la auténtica socialización sólo comienza tras la conquista del poder por la clase obrera. Los reformistas, como bien sabéis, construyeron todo su programa alrededor de las reformas. Nosotros, marxistas, jamás hemos negado las reformas socialistas, pero hemos afirmado que la época de las reformas socialistas sería inaugurada sólo después de la conquista del poder por el proletariado, y éste es el punto central de la polémica. Hoy, en Rusia, el poder se encuentra en manos de la clase obrera. Las industrias más importantes están en manos del Estado obrero. No existe aquí la explotación de clase y, por consiguiente, tampoco existe el capitalismo, aunque sus formas todavía persistan. La industria del Estado obrero es una industria socialista en sus tendencias de desarrollo, pero para desarrollarse, utiliza los métodos que fueron inventados por la economía capitalista, y a los cuales todavía estamos lejos de haber sobrevivido.
Bajo un capitalismo de Estado auténtico, es decir bajo el dominio de la burguesía, el crecimiento del capitalismo de Estado significa el enriquecimiento del Estado burgués, y su poder creciente sobre las masas obreras. Entre nosotros, el crecimiento de la industria estatal soviética significa el crecimiento del socialismo mismo, un fortalecimiento directo del poder del proletariado. Observamos numerosas veces en el curso de la historia el desarrollo de un fenómeno económico nuevo, a pesar de recubrirse de formas antiguas; fenómeno que, por otra parte, se produce por medio de las más diversas combinaciones. Cuando la industria hechó raíces en Rusia, todavía bajo leyes feudales, en la época de Pedro el Grande, las fábricas, aunque estuvieran concebidas conforme a los modelos europeos de la época, fueron levantadas sobre bases feudales. Los siervos se encontraban ligados a ellas mediante su fuerza de trabajo (las fábricas recibían el apelativo de fábricas señoriales). Los capitalistas, como Strogonov, Demidov y otros, propietarios de estas empresas, desarrollaron su capitalismo en el interior mismo del sistema feudal. De un modo similar, el socialismo debe dar sus primeros pasos en el centro del ropaje del capitalismo. No se puede llevar a cabo una transición hacia métodos socialistas perfectos tratando de saltar por encima de la propia cabeza, y ello más aún si su cabeza se encuentra sucia y mal peinada, como ocurría con nuestra cabeza rusa. No hay que olvidar esta puntualización que, en todo caso, es exclusivamente personal. Debemos siempre aprender a continuar nuestro aprendizaje.

Criterio sobre la productividad del trabajo

Queda, sin embargo, una cuestión que es importante y fundamental para determinar la viabilidad de un régimen social, a la cuál todavía no nos hemos referido. Se trata de la cuestión de la productividad de la economía, no solamente en lo que respecta a los trabajadores individuales, sino también para el régimen económico de conjunto. El progreso histórico de la humanidad puede resumirse del modo siguiente: un régimen que asegura una mayor productividad del trabajo reemplaza a aquellos con una productividad menor. Si el capitalismo reemplazó la antigua sociedad feudal sólo fue porque el trabajo humano es más productivo bajo el dominio del capital. Igualmente, la única razón por la que el socialismo podrá suplantar completamente al capitalismo, de un modo total y definitivo, es que asegurará una mayor cantidad de productos para cada unidad de fuerza de trabajo humano.
Ahora bien, ¿podemos decir ya que nuestras empresas estatales son más productivas que bajo el régimen capitalista? No, todavía no hemos logrado esto. No solamente los americanos, los ingleses, los franceses y los alemanes trabajan mejor en sus empresas capitalistas, que son más productivas que las nuestras -ocurría ya durante el período anterior a la revolución-, sino que nosotros mismos solíamos trabajar mejor antes de la revolución que ahora. En una primera apreciación, esta circunstancia puede parecer condenable desde el punto de vista de la valoración del régimen soviético. Nuestros enemigos burgueses, así como los críticos socialdemócratas que ciertamente les imitan, hacen todo el uso posible del hecho de que la productividad de nuestra economía sea tan baja. En la Conferencia de Génova, el delegado francés, Colrat, respondiendo a Chicherin*, anunció con una insolencia típicamente burguesa que la delegación soviética no podía hablar sobre cuestiones económicas, dada la situación actual en Rusia. El argumento parece, a primera vista, aplastante, pero revela una ignorancia económica e histórica inconmensurable. Sería maravilloso ciertamente probar desde ahora la superioridad del socialismo, no mediante argumentos teóricos procedentes de las experiencias ya ocurridas, sino mediante hechos materiales. Es decir, si pudiéramos mostrar que nuestras fábricas aseguran, principalmente gracias a la centralización, una productividad en el trabajo superior a las empresas similares en las etapas anteriores a la revolución. Pero no hemos llegado a este punto. Ni es posible que lo alcancemos rápidamente. Lo que ahora tenemos no es un socialismo que se opone al capitalismo, sino un proceso laborioso de completar la transición de uno a otro y, sobre todo, llevar a cabo la etapa inicial y dolorosa de esta transición. Parafraseando las famosas palabras de Marx, se puede decir que padecemos el que nuestro país conserve vestigios inmensos de capitalismo entre los rudimentos del socialismo.
Ciertamente, la productividad del trabajo ha disminuido, así como el nivel de vida. En la agricultura, las cosechas del último año han sido más o menos tres cuartas partes de la producción media de preguerra. La situación es aún peor en la industria. Nuestra producción de este año es un cuarto de la producción de preguerra. El sistema de transportes opera a un tercio de su capacidad de preguerra. Estos hechos son muy tristes. Pero, ¿cuál era la situación en la época de transición entre el feudalismo y el capitalismo? ¿Acaso era diferente? La sociedad capitalista, tan rica y tan orgullosa de su abundancia y de su cultura, brotó de una revolución muy destructiva. La tarea histórica objetiva de crear condiciones de mayor productividad del trabajo fue, en última instancia, resuelta por la revolución burguesa o, más exactamente, por un número de revoluciones. Pero, ¿cómo se llegó a ello? A través de la devastación más amplia y de un declinar temporal de la cultura material.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Francia. Naturalmente, el señor Colrat, en su función de ministro burgués, no está obligado a conocer la historia de su tan amada patria. Pero a nosotros, por el contrario, nos es familiar la historia de Francia y la historia de la Revolución. No es importante saber si preferimos los escritos del reaccionario Taine o del socialista Jaurès. En ambos casos, podemos constatar hechos auténticos que caracterizan la horrible condición existente en Francia tras la Revolución. La devastación fue tan grande que después del 9 de thermidor, es decir cinco años después del comienzo de la Revolución, el empobrecimiento de Francia no había disminuido, sino que por el contrario, empeoraba progresivamente. Diez años después de la gran Revolución francesa, cuando Napoleón Bonaparte era ya Primer Cónsul, París, con una población de quinientos mil habitantes, recibía una ración diaria de harina que oscilaba entre trescientos y quinientos sacos, mientras que la demanda mínima era de mil quinientos sacos para satisfacer el mínimo de subsistencia. Una de las preocupaciones mayores del Primer Cónsul era controlar diariamente la distribución de la harina.
Esta situación se producía -fíjense bien- diez años después de la gran Revolución francesa. La población francesa había disminuido, a causa del hambre, de las epidemias, de las guerras, en treinta y siete departamentos de los cincuenta y ocho existentes. No es necesario decir que los Colrat y Poincaré ingleses de la época, miraban a la arruinada Francia con gran desprecio. ¿Qué quiere decir todo esto? Simplemente que la revolución es un método duro y costoso para resolver la cuestión de la transformación económica de la sociedad. Pero la historia no ha inventado otro método. La revolución abre las puertas a un nuevo orden político, tras una catástrofe ampliamente devastadora. En nuestro país, además la revolución fue precedida por la guerra, y nosotros no nos encontramos aún tras diez años de revolución -fijémonos en esto, también-, sino tan sólo a comienzos del sexto año. Y nuestra revolución tiene un alcance muy superior al de la Revolución francesa, que simplemente reemplazó una forma de explotación por otra, mientras que nosotros reemplazamos una sociedad que se apoyaba en la explotación del hombre por el hombre por una sociedad que se basa en la solidaridad humana. Los sacudones, ciertamente, fueron muy severos, causando daños importantes y rompiendo muchos platos. Lo que más llama la atención son los costos excesivos de la revolución. Sus mayores conquistas únicamente se realizan después de largos años, gradualmente.
Tuve, el otro día, la suerte de tropezarme con un discurso que se refiere precisamente a la cuestión que ahora nos ocupa. Fue pronunciado por un químico francés, Berthelot, hijo del célebre químico Pierre Berthelot, quien hablaba en cuanto miembro de la Academia de Ciencias. Desarrollaba una idea que cito según la referencia publicada en la revista Le Temps: “En todas las épocas de la historia, en el campo de las ciencias, y en el de la política, así como en el fenómeno social, las luchas armadas tuvieron el privilegio espléndido y terrible de acelerar, con sangre y fuego, el nacimiento de nuevos tiempos.” Es evidente que pensaba en las guerras. Pero es cierto que éstas, cuando servían a la causa de las clases revolucionarias, estimularon también enormemente el desarrollo histórico; cuando servían a los opresores -lo que ocurre a menudo- daban un impulso al movimiento de los oprimidos. Su declaración se aplica más directamente a la revolución: las “luchas armadas” entre clases originan grandes pérdidas, pero también el nacimiento de los “nuevos tiempos”. Deducimos de ello que los costos excesivos de la revolución no son en vano (no son falsos gastos, como dicen los franceses). Pero no se pueden exigir los dividendos antes de que se cumplan los plazos de pago. Es necesario pedir a nuestros amigos cinco años más. De este modo, diez años después de la Revolución, es decir el año en que Napoleón mantenía rigurosamente contados los sacos de harina para alimentar París, mostraremos la superioridad del socialismo sobre el capitalismo en el campo económico, y esto no por medio de argumentos teóricos sino por medio de hechos rigurosos, y esperamos que para entonces los hechos elocuentes estén al alcance de la mano.
¿Pero no queda, mientras se avanza hacia esos éxitos futuros, algún peligro de que nuestro régimen sufra la degeneración capitalista, precisamente debido al estado desolador de nuestra industria en el momento actual? El campesinado ha recogido este año, como ya he indicado, más o menos tres cuartos de la cosecha de preguerra; por otro lado, la industria produjo como mucho un cuarto de la producción de preguerra. Por lo tanto, la relación recíproca entre la ciudad y el campo ha sido trastocada en extremo y en gran parte, en perjuicio de la ciudad. En estas condiciones, la industria estatal no podría proporcionar al campesino un producto equivalente por sus cereales, y los excedentes agrícolas lanzados al mercado proporcionarán una base de acumulación capitalista privada. Naturalmente, el razonamiento es justo; en el fondo, las relaciones de mercado tienen una lógica propia sin preocuparse de las metas que nos proponemos al restaurarlas. Es importante, sin embargo, establecer correlaciones cuantitativas. Si el campesinado lanzase toda su cosecha al mercado, esto tendría consecuencias desastrosas para el desarrollo socialista, a causa del debilitamiento de nuestra industria. En realidad, el campesinado produce para su propio consumo. Además debe pagar este año trescientos cincuenta millones de puds[7] de impuestos en especie. El campesinado no llevará al mercado su excedente, hasta que haya satisfecho sus necesidades personales y pagado los impuestos. De conjunto no supondrá más de cien millones de puds el próximo año. Una parte importante si no decisiva de este excedente de cien millones será comprado por las cooperativas de distribución y las instituciones estatales. De este modo, la industria de Estado se tendrá que oponer no a la economía campesina de conjunto, sino sólo a un sector de ella, en cierta medida insignificante, que está lanzando su producción al mercado. Únicamente ella, o más exactamente una fracción de este sector del campesinado, es la que se convierte en una fuente de acumulación capitalista privada. Aumentará en el futuro. Paralelamente a ello, la productividad de la industria de Estado unificada aumentará también. No hay ninguna razón para concluir diciendo que el crecimiento de la industria de Estado será menor que la productividad y prosperidad de la agricultura. Veremos ahora cómo las perspicaces y profundas críticas de los señores de la moribunda II Internacional y media se basan principalmente en la ignorancia y la incomprensión de las relaciones económicas elementales en Rusia, las cuales han sido modeladas conforme a las condiciones concretas de tiempo y espacio.

Sobre la crítica socialdemócrata

Con motivo de nuestro cuarto aniversario, es decir, el pasado año, Otto Bauer consagró un folleto entero a nuestra economía. En él, Bauer recapitula de un modo elegante y adulador todo lo que nuestros enemigos más temperamentales en el campo socialdemócrata habían tomado la costumbre de decir, echando espuma por la boca, acerca de nuestra NEP. En primer lugar, nos dice, es una “capitulación ante el capitalismo”, y precisamente esto es bueno y realista con respecto a ella. (Estos señores ven invariablemente el realismo de este modo: arrodillarse ante la burguesía a la primera ocasión). Continúa diciéndonos que el resultado final de nuestra revolución no será otro que el establecimiento de una república democrática burguesa y que esto ya lo predecía en 1917. Sin embargo, debemos recordar que en 1919 las “predicciones” de esos esmirreados héroes de la Internacional Dos y Media fueron realizadas en un tono muy diferente. En esa época, ellos hablaban del hundimiento del capitalismo y del comienzo de una época de revolución social. Pero incluso el más loco de la tierra se negará a creer que, si el capitalismo se acerca a su fin en todo el mundo, al mismo tiempo florezca en la Rusia soviética dirigida por la clase obrera.
Y así, en 1917, cuando Otto Bauer todavía conservaba su fe virginal austromarxista en la permanencia del capitalismo y de la monarquía de los Habsburgo, escribió que la revolución rusa debía terminar en el establecimiento de un Estado burgués. El oportunismo socialista sin embargo, siempre es impresionista en política. Sobresaltado y jadeando por la revolución admitió en 1919, que el capitalismo se hundía y que la época de la revolución social estaba al alcance de la mano. Puesto que ahora, Dios sea alabado, la marea de la revolución baja, nuestro oráculo vuelve a caer rápidamente en su profecía de 1917. Como ya lo sabemos, tiene afortunadamente dos profecías disponibles, según convenga. (Risas) Bauer llega a la conclusión siguiente: “Lo que vemos restaurarse en Rusia es una economía capitalista, dominada por una nueva burguesía, basada en millones de campesinos; una economía capitalista a la cual la legislación y la administración del Estado se ven obligadas, quiérase o no, a adaptarse”. ¿Comprenden ahora lo que representa la Rusia soviética? Hace un año, este señor proclamaba que la economía y el Estado soviético estaban dominados por una nueva burguesía. Las empresas arrendadas, pobremente equipadas y que emplean 50.000 obreros, contra un millón de obreros empleados por las mejores empresas de Estado, esto, según Bauer, es “una capitulación del poder soviético al capital industrial”. Para sostener sus afirmaciones, tan estúpidas como cínicas, mediante una justificación histórica necesaria, afirma: “Tras una prolongada duda, el Gobierno soviético ha decidido al fin (!!), reconocer las deudas zaristas con el extranjero”. En pocas palabras, ¡de una capitulación a otra!
Puesto que muchos camaradas naturalmente estarán confundidos con los detalles vagos de nuestra historia, dejadme recordaros que el 4 de febrero de 1919 hemos hecho las siguientes propuestas por la radio a todos los gobiernos capitalistas:
1. Ofrecemos reconocer las deudas extranjeras contraídas por Rusia.
2. Ofrecemos nuestras materias primas como garantía del pago de deudas e intereses.
3. Ofrecemos realizar concesiones a su conveniencia.
4. Ofrecemos concesiones territoriales bajo la forma de ocupación militar de ciertas partes del territorio por las tropas de la Entente, o por las de aquellas de sus agentes rusos.
Hemos propuesto estos puntos al mundo capitalista el 4 de febrero de 1919 a través de la radio, con la condición de que nos dejaran en paz. Las hemos repetido en abril, con más detalles, al plenipotenciario no oficial americano. ¿Cómo se llamaba? (Risas) ¡Ah, si, Bullitt, este era! ¡Y bien, camaradas, si comparáis estas propuestas con las que nuestros representantes han rechazado durante las reuniones de Génova y de La Haya, veréis que nuestra tendencia amplia no fue a las concesiones, sino que, por el contrario, ha sido defender con una mayor firmeza nuestras conquistas revolucionarias. En este momento no reconocemos ya deuda alguna. No ponemos ya en prenda, y no lo haremos más, nuestras materias primas como garantía. Somos muy prudentes en materia de concesiones; y, por ningún motivo toleraremos la presencia de tropas en nuestros territorios. Se han producido algunos cambios desde 1919.
Hemos sido informados ya por Otto Bauer que la tendencia de todo este desarrollo es a la “democracia”. Este alumno de Kautsky y profesor de Martov nos da la siguiente lección: “Una vez más ha sido confirmado que un derrocamiento de la base económica debe ser seguido por un derrocamiento de la superestructura política”. Es completamente cierto que entre la base económica y la superestructura política existe en sus partes y en la totalidad la interrelación indicada por Bauer. Pero, en primer lugar, la base económica de la Rusia soviética no se ha modificado del modo descripto por Otto Bauer, ni del modo deseado por Leslie Urquhart, cuyas extorsiones sobre este tema, debemos recordarlo, tienen mucho más peso que las de Bauer. En segundo lugar, la base económica cambia hacia relaciones capitalistas, pero estos cambios se producen a tal velocidad y en tal escala que excluyen el peligro de perder el control político de este proceso económico.
Desde el punto de vista político, el problema se reduce a esto: la clase obrera en el poder ofrece importantes concesiones a la burguesía. Pero queda mucho camino desde este punto a la “democracia”, es decir, al paso del poder a las manos de los capitalistas. Para alcanzar esta meta, la burguesía necesitaría de un derrocamiento contrarrevolucionario triunfante. Para tal derrocamiento debe disponer de las correspondientes fuerzas. Sobre este punto la burguesía nos ha enseñado algo. Durante el siglo XIX no hizo otra cosa que alternar represiones y concesiones. Hacía concesiones a la pequeña burguesía, al campesinado y a las capas superiores de la clase obrera, pero al mismo tiempo explotaba sin piedad a las masas trabajadoras. Estas concesiones eran de carácter político o económico, o incluso una combinación de ambas. Fueron siempre actos de la clase dominante que tenía el poder del Estado. Ciertas experiencias de la burguesía en este campo parecían a primera vista aventuradas, como la introducción del sufragio universal. Marx, designaba la limitación legal de la jornada de trabajo en Inglaterra, como la victoria de un nuevo principio. ¿De quién era este principio? Era de la clase obrera. Pero, todos lo sabemos, quedaba un largo camino para pasar de la victoria parcial de este principio a la conquista del poder político por la clase obrera inglesa. La burguesía dominante hizo ciertas concesiones, pero ella conservaba el control del debe y el haber del libro del Estado. Sus políticos decidían cuáles eran las concesiones que debían ser acordadas, no solamente sin poner en peligro su dominio del poder, sino asegurando a través de ellas la férrea dirección burguesa.
Nosotros, marxistas, hemos dicho más de una vez que la burguesía había agotado su misión histórica. Mientras tanto, todavía retiene el poder en sus manos. Esto quiere decir que la interrelación entre la base económica y la superestructura política no es completamente lineal. Observamos un régimen de clase que se mantiene durante un número de años, después de haber entrado en un conflicto evidente con las necesidades del progreso económico. ¿Cuáles son las bases teóricas para afirmar que las concesiones acordadas por el Estado obrero a las relaciones burguesas deben automáticamente reemplazar el Estado obrero por un Estado burgués? Si, como parece ser, es cierto que el capitalismo está agotado a escala mundial, ello sólo prueba el papel histórico progresivo del Estado obrero. Las concesiones que ha acordado para la burguesía representan únicamente un compromiso dictado por las dificultades del desarrollo, hasta el día de hoy predeterminado y asegurado por la historia. Es natural que si crecieran hasta el infinito, se multiplicaran y acumularan, si comenzáramos a alquilar cada vez más grupos de empresas nacionalizadas, si comenzáramos a acordar concesiones en las ramas esenciales de la industria minera y del transporte ferroviario, si nuestra política continuara deslizándose hacia abajo por el tobogán de las concesiones durante varios años, llegaría a existir inevitablemente una época de degeneración económica que daría lugar al colapso de la superestructura política. Hablo de “colapso” y no de “degeneración” porque sólo a través de una guerra civil feroz puede el capitalismo arrancar el poder de las manos del proletariado comunista.
Quien plantea esta cuestión presupone que la burguesía europea y mundial se mantendrán viriles y eternas. En pocas palabras, todo se reduce a esto. Reconociendo, por un lado, en sus artículos de domingo, que el capitalismo, y especialmente en Europa, ha sobrevivido y frena el progreso histórico; expresando, por otra parte, la afirmación de que la evolución de la Rusia soviética debe inevitablemente terminar en un triunfo de la democracia burguesa, los teóricos socialdemócratas caen en una contradicción banal y lamentable, bastante digna de estos estúpidos, torpes y pomposos. Nuestra Nueva Política Económica está calculada para condiciones muy específicas de espacio y tiempo. Es la política de maniobra de un Estado obrero que se mantiene rodeado por el capitalismo y que apuesta al desarrollo revolucionario en Europa. Operar con categorías absolutas de capitalismo y de socialismo, y con superestructuras políticas que le corresponden “adecuadamente”, para decidir acerca del destino de la República soviética, muestra una incapacidad absoluta para comprender las condiciones propias de una época de transición. Es el sello de un escolástico y no de un marxista. Jamás hay que excluir el factor tiempo de los cálculos políticos. Si pensáis que el capitalismo continuará existiendo en Europa durante cincuenta años o un siglo, y que la Rusia soviética deberá ajustar su política económica al capitalismo, la cuestión queda automáticamente resuelta. Porque, asegurando esto, suponeis por adelantado el hundimiento de la revolución proletaria en Europa y el comienzo de una nueva época de renacimiento capitalista. ¿Sobre qué bases posibles? Desde que Otto Bauer ha descubierto síntomas milagrosos de una resurrección capitalista en la vida austríaca actual, se habla de predestinación para la Rusia soviética. No vemos aún milagro alguno, y en absoluto creemos en ellos.
Para nosotros, la perpetuación del dominio de la burguesía europea, durante algunos decenios, no significaría en las condiciones mundiales actuales, el florecimiento del capitalismo, sino una decadencia económica y la descomposición cultural de Europa. No se puede negar que tal variante del desarrollo histórico arrastraría a la Rusia soviética a un abismo. En ese caso, que nuestro país atraviese la etapa de la “democracia” o sufra la decadencia en alguna otra forma, es una cuestión de segundo orden. Pero no tenemos aún motivos para enrolarnos bajo el estandarte de la filosofía de Spengler. Contamos firmemente con el desarrollo revolucionario en Europa. La Nueva Política Económica es simplemente nuestro modo de adaptarnos al ritmo de este desarrollo. Otto Bauer mismo, aparentemente, siente con cierta inquietud, que el régimen de la democracia capitalista de ninguna manera surge tan directamente de los cambios que han ocurrido en nuestra economía. Por esta razón nos ruega que prestemos ayuda al desarrollo de la tendencia capitalista contra la tendencia socialista. Escribe: “La reconstrucción de la economía capitalista no puede ser efectuada bajo la dictadura del partido comunista. El nuevo curso económico reclama un nuevo curso político”. ¿No es algo conmovedor que hace saltar las lágrimas? El mismo individuo que ha proporcionado una maravillosa asistencia económica y política al florecimiento de Austria... (Risas) es quien nos exhorta de este modo: “Tened cuidado, por Dios; el capitalismo no puede florecer bajo la dictadura de vuestro Partido” (Risas y aplausos). Justamente esto. Y es precisamente por esta razón, salvando la presencia de todos los Bauers, que mantenemos la dictadura de nuestro partido (Risas y aplausos).
En nuestro país, las concesiones al capitalismo han sido hechas por el partido comunista, en cuanto dirigente del Estado obrero. En este momento, se lleva a cabo en nuestra prensa una amplia discusión a favor y en contra de la concesión que debe ser acordada a Leslie Urquhart. La cuestión está planteada. Esta discusión apunta a clarificar tanto las provisiones materiales concretas del contrato así como evaluar el papel que jugaría este contrato en todo el sistema de la economía soviética. ¿Es excesiva la concesión? ¿Podría, el capitalismo hundir profundamente sus raíces a través de esta concesión dentro del mismo corazón de nuestra economía industrial? Esos son los pro y los contra. ¿Quién decide? El Estado obrero. Naturalmente, la Nueva Política Económica supone una enorme concesión a las relaciones burguesas, e incluso a la burguesía. Pero, en todo caso, somos nosotros quienes determinamos los límites de esta concesión. Somos los directores, tenemos la llave de la puerta en nuestras manos. El Estado es un factor primordial de la vida económica, y no tenemos ninguna intención de que se escurra de nuestros manos.

La situación mundial y las perspectivas revolucionarias

Vuelvo a decirlo. La profecía socialdemócrata referente a las consecuencias de nuestra Nueva Política Económica deriva totalmente de la concepción según la cual la revolución proletaria en Europa carece de esperanzas en el período histórico próximo.
No podemos impedir a estos señores que sean pesimistas a expensas del proletariado y optimistas para beneficio de la burguesía. Esta es la vocación histórica de los epígonos de la Segunda Internacional. No vemos ninguna razón para tener dudas o para modificar el análisis de la situación mundial formulado por las tesis adoptadas por el III Congreso de la Internacional Comunista.
En los dieciocho meses que pasaron desde entonces, el capitalismo no ha dado siquiera un paso para restablecer su equilibrio, totalmente alterado debido a la guerra y sus consecuencias. Lord Curzon, ministro inglés de Asuntos Exteriores, habló el 9 de noviembre, día del aniversario de la República alemana, realizando un buen resumen de la situación internacional. No sé si muchos de ustedes han tenido ocasión de leer este discurso; por ello citaré algunos párrafos muy interesantes y que merecen ser conocidos. Dijo: “Todas las potencias han salido de la guerra con sus energías debilitadas y quebradas. Nosotros (ingleses) sufrimos una pesada carga de impuestos que pesan sobre la industria de nuestro país. Tenemos gran número de desocupados en todas las ramas de la producción. En cuanto a Francia, sus deudas son inmensas y no puede obtener el pago de las indemnizaciones de guerra (...). Alemania se encuentra en plena inestabilidad política y su vida económica se halla paralizada por una crisis monetaria espantosa. Rusia permanece todavía por fuera de la familia de las naciones europeas. Se encuentra bajo la bandera comunista (Curzon no parece estar en total acuerdo con Otto Bauer (Risas)) y continúa llevando a cabo una constante propaganda sobre todo el mundo (lo que ciertamente es falso) (Risas). Italia -continúa diciendo- ha atravesado un gran número de sacudidas y crisis gubernamentales (yo no diría que ha atravesado, sino que atraviesa todavía) (Risas), el Cercano Oriente se encuentra en un caos absoluto. La situación es terrible”.
Incluso para nosotros, comunistas rusos, sería muy difícil ofrecer una propaganda mejor que la de Curzon sobre la situación mundial. “La situación es terrible”. En el quinto aniversario de la República soviética, esta es la garantía que obtenemos de uno de los representantes más autorizados de la potencia europea más fuerte. Y él tiene razón: “la situación es terrible”. Y permítannos agregar que es necesario encontrar una salida a esta situación terrible. La sola y única salida es la revolución. Un corresponsal italiano me pidió muy recientemente que evaluara la situación mundial actual. Le di la siguiente respuesta, que es, permítanme que lo diga, más bien banal: “La burguesía ya no es capaz de conservar el poder (lo que, hace algunos minutos, según leíamos, ha sido confirmado por Curzon), mientras que la clase obrera es aún incapaz de tomar el poder. Ello es lo que determina el carácter desdichado de nuestra época”. Tal era el núcleo de mis puntualizaciones.
Hace tres o cuatro días, un amigo me envió de Berlín un recorte de uno de los últimos números de Freheit, anterior a su renuncia. Su título: “La victoria de Kautsky sobre Trotsky” (Risas). Declara que el Rote Fahne no puede armarse de valor suficiente para hablar en contra de mi capitulación ante Kautsky. Ya sabemos como, aunque, camaradas, Rote Fahne nunca fue lento en atacarme, incluso cuando tenía razón. Pero esta historia pertenece al III Congreso Mundial y no al Cuarto. (Gritos de aprobación y risas). Bien, dije al periodista italiano: “Los capitalistas ya son incapaces de gobernar, mientras que los obreros no son todavía capaces de hacerlo. Es el carácter de nuestra época”. Después de lo cual, Freheit, de bendita memoria, comenta lo que sigue: “Lo que Trotsky plantea aquí como su propia visión es la opinión expresada con anterioridad por Kautsky”. De este modo, soy virtualmente culpable de plagio. Es un alto precio para una entrevista banal. Me veo obligado a deciros que conceder entrevistas no es una obligación agradable, y que aquí, en Rusia, nunca somos entrevistados por nuestra libre voluntad, sino siempre bajo las órdenes estrictas del amigo Chicherin. Ustedes deberán notar que en la era de la Nueva Política Económica, aunque hemos renunciado al centralismo excesivo, unas pocas cosas quedan sin embargo centralizadas en Rusia. En cualquier caso, todas las órdenes de entrevistas se centralizan en el Comisariado de Asuntos Exteriores (Risas), y dado que las entrevistas son obligatorias, sacamos a relucir en ellas naturalmente el arsenal más rancio y mejor escogido de lugares comunes. Permítanme decirles que, en este caso particular, jamás pensé que afirmar que nuestra época tenía un carácter de transición era una invención original mía. Ahora me entero, si se puede creer en Freheit, que el padre espiritual de este aforismo no es otro que Kautsky. Si esto fuera realmente así, sería un castigo demasiado severo por mi entrevista. Todas las cosas que Kautsky está ahora diciendo y escribiendo, tienen un propósito único y manifiesto de demostrar que el marxismo es una cosa, y una ciénaga otra.
He dicho y repito que el proletariado europeo es, en su estado actual, incapaz de conquistar el poder, lo cual es un hecho innegable. Pero, ¿por qué es así? Precisamente porque amplios círculos de la clase obrera todavía no se han desembarazado de la podrida influencia de ideas, prejuicios y tradiciones cuya quintaesencia es el kautskysmo (Risas). Esta es exactamente e incluso exclusivamente la razón de la división política dentro del proletariado y de su incapacidad para conquistar el poder. Era precisamente esta idea simple la que había querido expresar al corresponsal italiano. No mencioné el nombre de Kautsky, pero, para cualquier persona inteligente, debía ser evidente saber contra qué y contra quién se dirigían mis ataques. Esta fue mi “capitulación” ante Kautsky. La Internacional Comunista no tiene ni puede tener ningún motivo para capitular ante nadie, y esto tanto desde el punto de vista práctico como teórico. Las tesis del III Congreso sobre la situación mundial caracterizaban los rasgos fundamentales de nuestra época con la misma corrección con que caracterizaban la mayor crisis hitórica del capitalismo. En el III Congreso enfatizamos cuán indispensable era distinguir agudamente entre la crisis principal o histórica del capitalismo y las crisis coyunturales o menores cada una de las cuales es una etapa necesaria de un ciclo industrial-comercial. Pero permitidme recordar que existió una amplia discusión sobre este tema en las Comisiones del Congreso y especialmente durante las sesiones plenarias. Contra un número de camaradas defendimos la posición de que en el desarrollo histórico del capitalismo debemos distinguir agudamente entre dos tipos de curvas: la curva básica que grafica el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, el crecimiento de la productividad del trabajo, la acumulación de la riqueza, etc., y la curva cíclica que describe una ola periódica de boom y de crisis, repitiéndose en promedio cada nueve años. La correlación entre ambas curvas no ha sido elucidada aún en la literatura marxista, y tampoco, al menos, que yo sepa, en la literatura económica en general. Sin embargo, la cuestión es de primordial importancia, tanto teórica como políticamente. A mediados del siglo XIX, la curva básica del desarrollo capitalista trepó vertiginosamente. El capitalismo europeo alcanzó su cima. En 1914, estalló una crisis que marcó no solamente una oscilación cíclica periódica, sino también el comienzo de una época de estancamiento económico prolongado.
La guerra imperialista fue un intento de romper este impasse. Este intento fracasó y la profunda crisis histórica del capitalismo se agravó. Sin embargo en el marco de esta crisis histórica, los ciclos ascendentes y descendentes son inevitables, es decir, una alternancia de booms y crisis -pero con la característica de que, en contraste con el período de preguerra, las crisis cíclicas tienen un carácter extremadamente agudo, mientras que los booms son más superficiales y débiles-. En 1920, en el marco de la decadencia capitalista general, se produjo una crisis cíclica aguda sobre la base de la decadencia capitalista universal. Algunos camaradas entre los así llamados “izquierdistas”, sostenían que esta crisis debía profundizarse y agudizarse ininterrumpidamente hasta la revolución proletaria. Nosotros por el contrario predijimos que un quiebre en la coyuntura económica era inevitable en un futuro más o menos cercano trayendo una recuperación parcial. Insistimos diciendo que tal ruptura de la coyuntura no debilitaría al movimiento revolucionario, sino que, por el contrario, le proporcionaría una nueva vitalidad. La cruel crisis de 1920, llegando tras un fermento revolucionario de muchos años, pesó muy duramente sobre las masas obreras, engendrando temporalmente en sus filas estados de ánimo de espera pasiva o incluso desesperanza. Bajo estas condiciones, una mejoría de la coyuntura económica hubiera elevado la autoconfianza de los obreros y reanimado la lucha de clases. Ciertos camaradas pensaban realmente entonces que este pronóstico reflejaba una desviación hacia el oportunismo y una tendencia a encontrar excusas para retrasar indefinidamente la revolución. Las actas de la Convención de Jena de nuestro partido alemán están repletas de estas ideas ingenuas.
Intentemos, camaradas, comprender dónde nos encontraríamos actualmente si hubiéramos respondido y aceptado, hace año y medio, esta teoría izquierdista puramente mecanicista, teoría de que la crisis comercial-industrial iba de mal en peor. Reconocen actualmente todas las personas sensatas el quiebre que ha existido en la coyuntura. En Estados Unidos, el más poderoso de todos los países capitalistas, hay evidentemente un boom industrial. En Japón, en Inglaterra, en Francia, la mejoría de la coyuntura económica es mucho más débil, pero también en estos casos existe un quiebre. ¿Cuánto tiempo durará este boom? ¿Qué altura alcanzará? Esta es otra cuestión. No debemos olvidar ni por un momento que la mejoría de la coyuntura tiene lugar en plena decadencia del capitalismo internacional y, sobre todo, del capitalismo europeo. Las causas básicas de tal decadencia no se han visto afectadas por los cambios coyunturales del mercado. Pero, por otro lado, la decadencia no niega los cambios coyunturales. Nos hubiéramos encontrado en la obligación de reexaminar teóricamente nuestra concepción fundamental, así como el carácter revolucionario de nuestra época, si le hubiéramos hecho hace un año y medio atrás una concesión a los izquierdistas que juntaban la crisis histórica del sistema económico capitalista con las oscilaciones cíclicas coyunturales del mercado y que reclamaban que adoptemos una perspectiva puramente metafísica de que una crisis es, bajo toda condición, un factor revolucionario. No tenemos ninguna razón actualmente para revisar o modificar nuestra postura. No juzgamos nuestra época como revolucionaria porque la aguda crisis coyuntural de 1920 barrió el boom ficticio de 1919. La juzgamos como revolucionaria basándonos en nuestra evaluación general del mundo capitalista y sus fuerzas básicas en conflicto. Para no perder esta lección, debemos reafirmar que las tesis del III Congreso son absolutamente aplicables en la actualidad. La idea fundamental que subyace a las decisiones del III Congreso es la siguiente: después de la guerra las masas fueron abrazadas por un estado de ánimo revolucionario y estaban ansiosas por emprender una lucha abierta. Pero ningún partido revolucionario fue capaz de dirigirlas a la victoria, de donde procede la derrota de las masas revolucionarias de numerosos países, su estado de ánimo depresivo y la pasividad.
En la actualidad existen en todo el mundo partidos revolucionarios, pero se basan directamente sobre una fracción de la clase obrera; de hecho, una minoría de ésta. Los partidos comunistas deben conquistar la confianza de la mayoría de la clase obrera, pero la clase obrera, antes de ser convencida, a través de la experiencia, de la corrección, de la firmeza, de la honestidad de la dirección comunista, deberá desprenderse de la desilusión, de la pasividad, de la molicie. Entonces llegará el momento de lanzar la ofensiva final. ¿Ocurrirá pronto? Nosotros no hacemos predicciones sobre esto. El III Congreso ha fijado la tarea de esta hora: luchar por influir en la mayoría de la clase obrera. Un año y medio después hemos alcanzado, sin duda, grandes éxitos, pero la tarea sigue siendo la misma: conquistar la confianza de la aplastante mayoría de los trabajadores. Esto puede y debe ser conseguido a lo largo de la lucha de las reivindicaciones transitorias mediante la consigna general del frente único obrero.
Actualmente, el movimiento obrero mundial se enfrenta con una ofensiva capitalista. Pero en un país como Francia, donde hace año y medio el movimiento obrero atravesaba un período de estancamiento total, somos testigos de una creciente disposición de la clase obrera a ofrecer resistencia. A pesar de una dirección extremadamente inadecuada, las huelgas son más frecuentes en Francia. Tienden a adquirir un carácter muy intenso, lo que es prueba del crecimiento de la capacidad de lucha de las masas obreras. La lucha de clases se profundiza y se agudiza. La ofensiva capitalista encuentra su complemento en la concentración del poder del Estado en manos de los elementos burgueses más reaccionarios. Simultáneamente vemos que la opinión pública burguesa, mientras se prepara para una lucha de clases más aguda, con la semi-aprobación tácita de la camarilla gobernante está allanando el camino para una nueva orientación -una orientación hacia la izquierda, en la dirección de los engaños reformistas y pacifistas-. En Francia, lugar donde el bloque nacionalista ultrarreaccionario dirigido por Poincaré se encuentra en el poder, se prepara simultánea y sistemáticamente una victoria del Bloque de Izquierdas, incluyendo naturalmente a los socialistas. En Inglaterra ahora hay elecciones. Llegan mucho antes de lo que se pensaba porque el gobierno de coalición de Lloyd George se ha hundido. Aún se desconoce el resultado de las mismas. Existe una posibilidad de que la agrupación ultraimperialista precedente retorne al poder[8]. Pero, si gana, su reinado será breve. En Francia e Inglaterra se prepara una nueva orientación parlamentaria de la burguesía. Los abiertamente imperialistas, los métodos agresivos, los métodos del Tratado de Versalles, de Foch, Poincaré y Curzon obviamente han caído en un callejón sin salida. Francia no puede extraer de Alemania lo que ésta no tiene; también ella es incapaz de pagar sus deudas. El foso entre Inglaterra y Francia se hace más ancho. América se niega a renunciar al cobro de las deudas.
Entre las capas intermedias de la población, sobre todo entre la pequeña burguesía, el estado de ánimo reformista y pacifista se hace cada día más fuerte: se debería alcanzar un acuerdo con Alemania y Rusia, debería ampliarse la Liga de las Naciones. Los presupuestos militares deberían reducirse; América debería conceder préstamos, y así sucesivamente. Las ilusiones de guerra y defensismo, las ideas y consignas nacionalistas y chovinistas, junto con las esperanzas en los grandes frutos que traería esa victoria, en fin, las ilusiones que, digamos, acapararon una gran parte de la clase obrera en los países de la Entente, dejan paso a reacciones más serias, a la desilusión. Este es el suelo en el que crece el Bloque de Izquierdas en Francia, del autodenominado Partido Laborista y de los liberales independientes en Inglaterra. Sería ciertamente falso esperar un cambio serio de política, teniendo en cuenta la orientación reformista-pacifista de la burguesía. Las condiciones objetivas del mundo capitalista actual son menos apropiadas al reformismo y al pacifismo. Pero es muy probable que la zozobra de estas ilusiones deba ser experimentada prácticamente antes de que pueda ser posible la victoria de la revolución.
Hemos tratado únicamente este punto en relación con los países de la Entente. Pero es evidente que si los radicales y los socialistas asumen el poder en Francia, mientras que los oportunistas laboristas y liberales independientes forman el gobierno inglés, ello provocará en Alemania un nuevo influjo de esperanzas de conciliación y de paz. Parecería posible que pudiera llegarse a un acuerdo con los gobiernos democráticos de Inglaterra y Francia; que se obtuviera una moratoria o incluso una cancelación de los pagos; que fuera concertado un crédito por América con la cooperación de Inglaterra y Francia, etc... ¿No son los socialdemócratas alemanes los que se encuentran en las mejores condiciones para llegar a un acuerdo con los radicales y socialistas franceses, y con los laboristas ingleses? Ciertamente, los acontecimientos pueden sufrir un giro brusco. No está excluido que el problema de las indemnizaciones, el imperialismo francés y el fascismo italiano puedan conducir al desarrollo revolucionario, privando a la burguesía de la oportunidad de hacer pasar al frente a su flanco izquierdo. Pero existen otras indicaciones muy numerosas que prueban que la burguesía tendrá que recurrir a cierta orientación reformista y pacifista antes de que el proletariado se encuentre preparado para el asalto definitivo. Esto implicaría una época de kerenskismo europeo. Sería muy conveniente evitarlo. El kerenskismo a escala mundial no es un plato de buen gusto. La elección de los caminos de la historia depende de nosotros en cierta medida. Bajo ciertas condiciones tendremos que aceptar el kerenskismo europeo así como hemos aceptado en su momento el kerenskismo ruso. Nuestra tarea consistirá en transformar la época de los engaños reformistas y pacifistas, en un preludio a la conquista del poder por el proletariado revolucionario. En nuestro país, el kerenskismo duró nueve meses. ¿Cuánto tiempo durará en vuestros países si éste surgiera? Evidentemente, es imposible responder ahora a tal cuestión. Depende cuán rápidamente se liquiden las ilusiones reformistas y pacifistas, es decir, de la habilidad con que maniobren los kerenskistas, porque, al contrario que nosotros, saben al menos cómo crecer y multiplicarse. Pero también depende de la energía, la resolución e inflexibilidad con que nuestro partido sea capaz de maniobrar. Es evidente que la época de los gobiernos reformistas y pacifistas será el momento de una presión creciente de las masas trabajadoras. Nuestra tarea consistirá, en ese caso, en dirigir esta presión.
Pero, para llegar a este punto, nuestro partido debe entrar en la época del engaño pacifista completamente purgado de ilusiones reformistas y pacifistas. Pobre del Partido Comunista que se encuentre, de algún modo, ahogado por la ola pacifista. El naufragio inevitable de las ilusiones pacifistas significaría simultáneamente el naufragio de este partido. La clase obrera se vería obligada, una vez más, como en 1919, a buscar un partido que nunca intentara engañarla. Por esta razón la tarea fundamental que nos incumbe en una época de preparación revolucionaria es controlar nuestras filas y limpiarlas de elementos extraños. Un camarada francés, llamado Frossard, dijo un día: “El partido es la gran amistad”. Esta frase fue repetida a menudo. Es imposible dejar de reconocer que es atractiva y que, hasta ciertos límites, cada uno de nosotros está dispuesto a aceptarla. Pero es necesario igualmente tener en cuenta que el partido no se convierte bruscamente en esta gran amistad, sino que se transforma en gran colaboración tras una profunda lucha exterior, y si es preciso interior; es decir, a través de la depuración de sus filas, la selección cuidadosa y sin piedad de los mejores elementos de la clase obrera, entregados en cuerpo y alma a la causa de la revolución. En otras palabras, antes de que pueda haber una gran colaboración, el partido debe realizar una gran selección. (Ovaciones).