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Libros y compilaciones

Los errores fundamentales del sindicalismo

Los errores fundamentales del sindicalismo

Publicado en La Lutte de Clases N° 17, enero de 1930. Tomado de la versión publicada en León Trotsky, Sobre los sindicatos, op. cit., pp. 20-22. Cotejado y modificado con Léon Trotski, Le moiivement communiste en France (1919-1939), op. cit., pp. 355-363.

Constantinopla, octubre de 1929

Cuando llegué a Francia en octubre de 1914 encontré al movimiento socialista y sindical francés en un estado de profunda desmoralización chovinista. Buscando revolucionarios, linterna en mano, trabé conocimiento con Monatte y Rosmer1 . Ellos no habían sucumbido al chovinismo. Así comenzó nuestra amistad.
Monatte se consideraba un anarco-sindicalista, pero a pesar de eso se encontraba mucho más cercano a mí que los guesdistas2 franceses, que hacían un papel vergon¬zoso. Por esa época los Cachin se estaban familiarizando con los ministerios de la Tercera República3 y de las embajadas aliadas. En 1915 Monatte abandonó, dando un portazo, el comité central de la CGT. Su alejamiento de la central sindical significó esencialmente una división. Pero en ese momento Monatte creía – correctamente- que las tareas históricas fundamentales del proletariado estaban por encima de la unidad con los chovinistas y con los lacayos del imperialismo. En esto Monatte era leal a las mejores tradiciones del sindicalismo revolucionario.
Monatte fue uno de los primeros amigos de la Revolución de Octubre. Es cierto que, a diferencia de Rosmer, mantuvo reservas durante mucho tiempo. Esto se correspondía mucho con el carácter de Monatte (de lo que me convencí luego), mantenerse aparte, esperar, criticar. A veces esta actitud es absolutamente inevita¬ble. Pero como línea de conducta básica se convierte en una forma de sectarismo muy afín al proudhonismo 4, pero que no tiene nada en común con el marxismo.
Cuando el Partido Socialista de Francia se convirtió en Partido Comunista, tuve la oportunidad de discutir frecuentemente con Lenin la pesada herencia que había recibido la Internacional con líderes como Cachin, Frossard y otros héroes de la Liga por los Derechos del Hombre, de francmasones, parlamentarios, arri¬bistas y charlatanes. Esta es una de esas conversaciones que, si no me equivoco, ya he publicado en la prensa.
–Sería bueno –me decía Lenin– alejar del partido a todos estos veletas y meter en él a los sindicalistas revolucionarios, a los militantes obreros, a las personas realmente devotas de la causa de la clase obrera. ¿Y Monatte?b
–Por supuesto que Monatte sería diez veces mejor que Cachin y que los otros como él –le contesté–. Pero Monatte no sólo sigue rechazando el parlamentarismo sino que hasta hoy no ha alcanzado a comprender la importancia del partido.
Lenin estaba asombrado:
–¡Imposible! ¿No ha llegado a comprender la importancia del partido después de la Revolución de Octubre? Ese es un síntoma muy alarmante.
Mantenía correspondencia con Monatte, así que lo invité a venir a Moscú . Fiel a su temperamento prefirió en este caso mantenerse aparte y esperar. Además en el Partido Comunista Francés no se encontraba cómodo. En eso tenía razón. Pero en vez de ayudar a transformarlo, esperaba. En el IV Congreso logramos dar el primer paso hacia la depuración del Partido Comunista Francés de francmasones, pacifistas y arribistas.
Monatte entró al partido. No hace falta señalar que para nosotros esto no significaba que hubiera adoptado una posición marxista.
El 23 de marzo de 1923 escribí en Pravda: “La entrada de nuestro viejo amigo Monatte al Partido Comunista fue para nosotros una gran alegría. La revolución necesita hombres como él. Pero sería un error comprar un rapprochement al precio de una confusión ideológica”. En este artículo criticaba el escolasticismo de Louzon sobre las relaciones entre la clase, los sindicatos y el partido. En particular explicaba que el sindicalismo de preguerra había sido un embrión del Partido Comunista, que ese embrión se había convertido en un niño y que si esa criatura sufría ahora de saram¬pión y de raquitismo era necesario curarla y nutrirla, pero que sería absurdo suponer que se lo podía hacer volver al útero materno. Podría decirse que los argumentos de mi artículo de 1923, caricaturizados, son hasta el momento la principal herramienta contra Monatte en manos de Monmousseau y otros luchadores antitrotskistas.
Monatte se unió al partido. Pero apenas había tenido tiempo de acostumbrarse a una morada más amplia que su tiendita de Quai de Jemmapes5 cuando se le echó encima el golpe de Estado en la Internacional: enfermó Lenin y comenzó la campaña contra el “trotskismo” y la “bolchevización” zinovievista.
Monatte no pudo someterse a los arribistas que, apoyándose en la plana mayor de los epígonos de Moscú y disponiendo de recursos ilimitados, se acomodaban utilizando la intriga y la calumnia. Fue expulsado del partido. Este episodio, que por importante que sea no es más que eso, un episodio, fue decisivo en el desa¬rrollo político de Monatte. Decidió que su corta experiencia en el partido había confirmado plenamente sus prejuicios anarco-sindicalistas contra el partido en general. Comenzó entonces a regresar insistentemente a posiciones ya abando¬nadas. Comenzó a buscar nuevamente la Carta de Amiens. Para esto tenía que volver la vista al pasado. Las experiencias de la guerra, de la Revolución Rusa y del movimiento sindical mundial se perdieron, dejando apenas una huella en él. Otra vez Monatte se sentaba a esperar. ¿Qué? Un nuevo Congreso de Amiens. Desgraciadamente no pude seguir durante los últimos años la evolución regresiva de Monatte: la Oposición Rusa vivía bloqueada.
LA UNIDAD SINDICAL
De todos los tesoros de la teoría y la práctica de la lucha mundial del proletariado, Monatte no ha extraído más de dos ideas: autonomía y unidad sindical. Ha elevado estos dos principios puros por encima de nuestra realidad pecadora.
Basó su periódico y su Liga Sindicalista en la autonomía y en la unidad sindical. Pero éstas son ideas huecas, y se parecen al agujero de un anillo. Monatte no le presta ninguna atención a que el anillo sea de hierro, de plata o de oro. El anillo molesta siempre a la actividad de los sindicatos. A Monatte no le interesa más que el agujero de la autonomía.
No menos vacío es el otro principio sagrado: unidad. En su nombre Monatte hasta se opuso a la ruptura del Comité anglo-ruso , aun cuando el Consejo General de los sindicatos británicos había6 traicionado la huelga general. El hecho de que Stalin, Bujarin7 , Cachin, Monmousseau y otros apoyaron el bloque con los rompehuelgas hasta que éstos los dejaron de lado, no reduce para nada el error de Monatte. A mi llegada al extranjero intenté explicar a los lectores de La Révolution Prolétarienne el carácter criminal de este bloque, cuyas consecuencias todavía se hacen sentir en el movimiento obrero. Monatte no quiso publicar mi artículo. ¿Cómo podía ser de otra manera, si yo había atacado el sagrado principio de la uni¬dad sindical, que resuelve todos los problemas y concilia todas las contradicciones?
Cuando los huelguistas encuentran a su paso un grupo de rompehuelgas los sacan del medio sin desperdiciar un solo golpe.
Si estos pertenecen al sindicato los expulsan inmediatamente, sin preocuparse por el sagrado principio de la unidad sindical.
Monatte seguramente no objeta esto. Pero la cosa es diferente si se trata de la burocracia sindical y sus líderes. El Consejo General no se compone de famélicos y atrasados rompehuelgas. No, son traidores bien nutridos y experimentados, que en determinado momento se ponen a la cabeza de la huelga general para decapitarla lo más rápida y seguramente posible. Actuaban mano a mano con el gobierno, los patrones y la iglesia. Daba la impresión que los dirigentes de los sindicatos rusos, que formaban un bloque político con el Consejo General, tendrían que haber roto con él inmediata, abierta e implacablemente, a partir del momento en que las masas habían sido decepcionadas y traicionadas. Pero Monatte se alza con violencia: ¡está prohibido perturbar la unidad sindical! Inesperadamente, olvida que él mismo alteró esta unidad en 1915 al abandonar el Consejo General chovinista de la CGT.
Hay que decirlo abiertamente: entre el Monatte de 1915 y el de 1929 hay un abismo. Él cree mantenerse fiel a sí mismo. Es cierto, hasta cierto punto. Monatte repite unas pocas viejas fórmulas, pero ignora totalmente las experiencias de los últimos quince años, más ricas en enseñanzas que toda la historia precedente de la humanidad. En su intento de retornar a posiciones anteriores, no se da cuenta de que éstas desaparecieron hace tiempo. Se trate de lo que se trate, Monatte mira hacia atrás. Esto se ve claramente en el problema del partido y el Estado.
LOS PELIGROS DEL ESTATISMO
Hace algún tiempo, me acusaba de subestimar los “peligros” del poder estatal [La Révolution Prolétarienne, N° 79, Io de mayo de 1929, p. 2]. Este reproche no es nuevo. Tiene su origen en la lucha de Bakunin contra Marx y revela una concepción falsa, contradictoria y esencialmente no-proletaria del Estado.
En todo el mundo, a excepción de un país, el poder estatal está en manos de la burguesía. En esto, y sólo en esto, reside para el proletariado el peligro del poder estatal. La tarea histórica del proletariado es arrancar de manos de la burguesía este poderosísimo instrumento de opresión. Los comunistas no negamos las dificultades y los peligros que implica la dictadura del proletariado. ¿Pero reduce esto la necesidad de tomar el poder? Si una fuerza irresistible arrastrara a todo el proletariado a la toma del poder, o si ya lo hubiera conquistado, se podría, hablando estrictamente, comprender tal o cual advertencia de los sindicalistas. Como es sabido, Lenin alertó en su testamento8 contra el abuso del poder revolucionario. La Oposición ha llevado adelante la batalla contra las deformaciones de la dictadura del proletariado desde su formación, y sin necesidad de pedirle nada prestado al arsenal del anarquismo.
En cambio, en los países burgueses la desgracia es que la abrumadora mayoría del proletariado no entiende como es debido los peligros del Estado burgués. Por la forma en que encaran la cuestión, los sindicalistas, involuntariamente por supuesto, contribuyen a la conciliación pasiva de los obreros con el Estado capitalista. Cuando los sindicalistas hacen sonar en los oídos de los obreros, oprimidos por el Estado burgués, sus alertas sobre el peligro del Estado proletario cumplen un rol puramente reaccionario. Los burgueses se apresurarán a repetir a los obreros: “No toquen al Estado porque es una trampa muy peligrosa para vosotros”. Los comunistas les di¬rán: “Aprenderemos a superar, sobre la base de la experiencia, las dificultades y los peligros con que se enfrenta el proletariado luego de la toma del poder. Pero en el presente los peligros más amenazantes residen en el hecho de que nuestro enemigo de clase tenga las riendas del poder en sus manos y las maneje en contra nuestra”.
En la sociedad contemporánea hay sólo dos clases capaces de tener el poder en sus manos: la burguesía capitalista y el proletariado revolucionario. La pequeñoburguesía perdió hace tiempo la posibilidad económica de dirigir los destinos de la sociedad moderna. A veces, en arranques de desesperación, se levanta a la conquista del poder, incluso armas en mano, como ha sucedido en Italia, Polonia y otros países9. Pero las insurrecciones fascistas terminan simplemente en que el nuevo poder se convierte en el instrumento del capital financiero de un modo aun más brutal y descarado. Por eso los ideólogos más representativos de la pequeñoburguesía le temen al poder estatal como tal. Le temen cuando está en manos de la gran burguesía porque ésta los asfixia y los arruina. También le temen cuando está en manos del proletariado porque éste socava sus condiciones de vida habituales.
Finalmente le temen cuando está en sus propias manos impotentes porque inevitablemente pasará a las del capital financiero o a las del proletariado. Los anarquistas no ven los problemas revolucionarios del poder estatal, su rol histórico; sólo ven sus “peligros”. Los anarquistas que se oponen a todo Estado son, por lo tanto, los representantes más fieles y, por eso mismo, los más desmoralizantes de la pequeñoburguesía en su histórico callejón sin salida.
Sí, también el detentar el poder del Estado engendra peligros en el régimen de la dictadura del proletariado, pero la esencia de ese peligro reside en la posibilidad de que ese poder vuelva a manos de la burguesía. El riesgo más conocido y obvio es el burocratismo. ¿En qué consiste? Si una burocracia obrera esclarecida pudiera llevar la sociedad al socialismo, o sea a la liquidación del Estado, nos reconciliaríamos con semejante burocracia. Pero su carácter es el opuesto: al separarse del proletariado, al colocarse por encima de éste, la burocracia cae bajo la influencia de las clases pequeñoburguesas y puede así facilitar el retorno del poder a manos de la burgue¬sía. En otras palabras: para los obreros los peligros del Estado bajo la dictadura del proletariado no son, si se los analiza a fondo, más que el peligro de la restauración del poder burgués.
No menos importante es el problema del origen de este peligro burocrático. Sería totalmente erróneo pensar, imaginar, que el burocratismo surge exclusivamente del hecho de que el proletariado conquiste el poder. No es ése el caso. En los Estados capitalistas se observan las formas más monstruosas de burocratismo precisamente en los sindicatos. Basta con ver lo que pasa en Norteamérica, Inglaterra y Alemania. Amsterdam10 es la más poderosa organización internacional de la burocracia sindical. Gracias a ella se mantiene en pie toda la estructura del capitalismo, sobre todo en Europa y especialmente en Inglaterra.
Si no fuera por la burocracia sindical, la policía, el ejército, los tribunales, los lores, la monarquía, aparecerían ante los ojos de las masas proletarias como lamentables y ridículos juguetes. La burocracia sindical es la columna vertebral del imperialismo británico.
Gracias a esta burocracia existe la burguesía, no sólo en la metrópolis sino también en la India, en Egipto y en las demás colonias. Seríamos ciegos si les dijéramos a los obreros ingleses: “Tengan cuidado de la conquista del poder y recuerden siempre que sus sindicatos son el antídoto del peligro burocrático”. Un marxista les dirá: “La burocracia sindical es el principal instrumento de la opresión del Estado burgués. Hay que arrancar el poder de manos de la burguesía, por lo tanto su principal agente, la burocracia sindical, debe ser derrocado”.
Entre paréntesis, es justamente por esto que el bloque de Stalin con los rompe¬huelgas fue tan criminal. En el ejemplo de Inglaterra se ve claramente lo absurdo de contraponer, como si implicaran principios diferentes, la organización sindical y la organización del Estado. Allí más que en ninguna otra parte el Estado descansa sobre las espaldas de la clase obrera, que constituye una mayoría aplastante de la población del país. Hay un mecanismo por el cual la burocracia se apoya direc¬tamente en los obreros y el Estado lo hace indirectamente, por la intermediación de la burocracia sindical.
Hasta ahora no hemos mencionado al Partido Laborista, que en Inglaterra, el país clásico de los sindicatos, no es más que una transposición política de la misma burocracia sindical. Los mismos líderes conducen los sindicatos, traicionan la huelga general, llevan a cabo la campaña electoral y luego se sientan en los ministerios. El Partido Laborista y los sindicatos no constituyen dos entes: son una mera división técnica del trabajo.
Juntos forman la principal base de sustentación de la burguesía ingle¬sa, a la que no se puede derrocar si no se derroca primero a la burocracia laborista. Y esto no se logra contraponiendo los sindicatos como tales al Estado como tal, sino mediante la activa oposición del Partido Comunista a la burocracia laborista en todos los campos de la vida social: en los sindica¬tos, en las huelgas, en la campaña electoral, en el parlamento y en el poder. La tarea principal de un verdadero partido del proletariado consiste en ponerse a la cabeza de las masas trabajadoras, organizadas o no en los sindicatos, para arrancar el poder de manos de la burguesía y darles el golpe de gracia a los “peligros del poder estatal”... 11.