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A 70 años del Programa de Transición

A 70 años del Programa de Transición

Emilio Albamonte y Christian Castillo* (Entrevista)

En torno a las lecciones del Programa de Transición: ¿qué vínculos pueden establecerse entre este texto y la evaluación que hacía Trotsky en 1938 de ese gran texto programático del siglo XIX que es el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Federico Engels?

Albamonte: Analizando lo que Trotsky indicó en su texto “A 90 años del Manifiesto Comunista”, uno de los primeros puntos que se encuentra en debate es la afirmación allí realizada de que en el Manifiesto, Marx estaba equivocado respecto a que el capitalismo ya había agotado sus potencialidades a mediados del siglo XIX. Así decía Trotsky que: “Marx enseñó que ningún sistema social desaparece de la arena de la historia antes de agotar sus potencialidades creativas. El Manifiesto censura violentamente al capitalismo por retrasar el desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo, durante aquel período, como así también en las décadas siguientes este retraso era de naturaleza sólo relativa. Si hubiera sido posible en la segunda mitad del siglo XIX organizar la economía sobre bases socialistas, sus ritmos de crecimiento habrían sido inconmensurablemente mayores. Pero este postulado teóricamente irrefutable no invalida el hecho de que las fuerzas productivas siguieron expandiéndose a escala mundial hasta las vísperas de la [Primera] Guerra Mundial. Sólo en los últimos veinte años, pese a las más modernas conquistas de la ciencia y la tecnología, ha comenzado la época de decidido estancamiento y aún decadencia de la economía mundial”. Una demostración de este carácter relativamente retardatario, y no absoluto, del capitalismo en la segunda mitad del siglo XIX fue el desarrollo de “revoluciones pasivas”, como las llamó Gramsci, en países como Alemania, Italia y Japón. Durante ese período se desarrollaron procesos en los cuales las tareas propias de las grandes revoluciones burguesas en el siglo XVI en Holanda, XVII en Inglaterra y XVIII en Francia, fueron realizadas “desde arriba”. Por el contrario en el período que va entre la Primera y la Segunda Guerra la “curva de desarrollo capitalista” se vuelve declinante y para 1938, cuando Trotsky escribe el Programa de Transición, era justo afirmar como allí se hace, en la sección denominada Las premisas objetivas de la revolución socialista, que en ese período “las fuerzas productivas de la humanidad se estancaron”.

Castillo: Descarnadamente, Trotsky afirma que el error de Marx y Engels surgió, nada más y nada menos, “por un lado de la subestimación de las posibilidades futuras latentes en el capitalismo y, por el otro, de la sobrevaloración de la madurez revolucionaria del proletariado. La Revolución de 1848 no se convirtió en una revolución socialista como había pronosticado el Manifiesto, sino que abrió para Alemania la posibilidad de un vasto ascenso capitalista en el futuro. La Comuna de París demostró que el proletariado no puede quitarle el poder a la burguesía si no tiene para conducirlo un partido revolucionario experimentado. Mientras tanto el período prolongado de prosperidad capitalista que siguió produjo, no la educación de la vanguardia revolucionaria, sino más bien la degeneración burguesa de la aristocracia obrera, lo que a su vez se convirtió en el principal freno a la revolución proletaria. La naturaleza de las cosas hizo imposible que los autores del Manifiesto pudieran prever esta ‘dialéctica’”. Una visión que, junto con su poder de síntesis, presenta un panorama opuesto a una concepción evolutiva del desarrollo del proletariado: al no poder el proletariado derrotar a la burguesía por la ausencia de un partido revolucionario en la Comuna de París, el capitalismo conoció un nuevo ciclo de prosperidad que permitió el reforzamiento del reformismo, el cual, a su vez, se transformó en el principal obstáculo para la revolución proletaria. Una dialéctica que se dio, a su manera, también en la segunda mitad del siglo XX. Luego que el estalinismo traicionara la revolución en Francia, Italia y Grecia a la salida de la Segunda Guerra Mundial, esta nueva “oportunidad perdida” a la salida de la Segunda Guerra Mundial favoreció un fortalecimiento de la socialdemocracia y el estalinismo que produjo un aislamiento de los marxistas revolucionarios. Cuando a partir del ‘68 se produjo un nuevo ascenso revolucionario a nivel mundial, los trotskistas llegaron al mismo débiles organizativamente y adaptados estratégicamente a los aparatos dominantes de lo que se llamó el “mundo de Yalta”.

Entonces, si Marx equivocó su pronóstico en tomo a las condiciones objetivas de la revolución socialista en el siglo XIX mientras que Trotsky indicó que éstas estaban ya maduras en las tumultuosas décadas del ’30 y ‘40 del siglo XX: ¿Cómo se explica el fenómeno del “boom” de postguerra que parece refutar esta condición del capitalismo del siglo XX planteada en el Programa de Transición?

Albamonte: La pregunta debería centrarse en: ¿qué sucedió realmente durante el llamado “boom” de la postguerra? Hemos definido este período como de “desarrollo parcial de las fuerzas productivas”. Con esto hemos pretendido diferenciarnos de dos interpretaciones que creemos equivocadas. Por un lado, la visión “estancacionista” que consistió en una interpretación libresca de la afirmación del Programa de Transición antes mencionada, respecto de la falta de crecimiento de las fuerzas productivas, algo que era cierto en 1938 pero que no se corrobora en la realidad de los principales países imperialistas creciendo a tasas de un 5 ó 6 % del PBI durante cerca de dos décadas y media, las que van de 1948 a 1973. Un período en el cual: “la economía internacional experimentó una tasa de crecimiento sin precedentes... [que] permitió una elevación tendencial del nivel de vida de los trabajadores. Presenciamos un funcionamiento relativamente inédito del capitalismo que se carac-terizó sobre todo por una intervención creciente de los poderes públicos en la vida económica, una lección de la crisis del ‘29. También observamos una nueva relación salarial en donde las ganancias de productividad acompañaban el aumento del salario real, permitiendo un crecimiento del consumo de las masas. Asimismo, hubo una fuerte regulación de las actividades financieras, una subordinación de la bolsa y una estricta reglamentación bancaria. Además, se creó un sistema monetario internacional, con tipo de cambio sólido y estable fundado en el dominio del dólar, adoptando un patrón oro-divisas, en el que EEUU debía mantener el precio del oro en 35 dólares por onza. En la mente de sus creadores estaba dejar atrás las destructivas devaluaciones competitivas que quebraron la unidad del comercio internacional, durante los años de la Gran Depresión en los ‘30. Estos mecanismos permitían no sólo acelerar el ritmo de la expansión sino fundamentalmente, morigerar la profundidad de las crisis evitando la transformación de las recesiones en depresiones mayores. Las concesiones al trabajo y las reglamentaciones sobre la movilidad del capital tenían un elevado costo, pero la alta tasa de ganancia podía permitir que el sistema funcionara de esta manera. Esta fue la base de un pacto social explícito o implícito sobre el que se basó la estabilidad de la postguerra”
Por otro lado, nuestra interpretación de este proceso se diferencia también de la visión “neocapitalista”, que creyó ver en el crecimiento en los países imperialistas y en algunas semicolonias privilegiadas una suerte de “mutación estructural” que había llevado al capitalismo a superar algunas de sus contradicciones históricas, al menos en las metrópolis centrales. Y disentimos también de la explicación basada en la llamada teoría de las “ondas largas” del capitalismo que planteó Ernest Mandel, que es a su vez una versión aggiornada de la teoría de los ciclos largos formulada en la década del ‘20 del siglo pasado por el economista ruso Nikolai Kondratiev .
Por lo tanto resaltamos el hecho de que existieron condiciones excepcionales que posibilitaron ese “boom la destrucción previa de fuerzas productivas como resultado combinado de la crisis del ‘30 y la guerra; el papel traidor del estalinismo frente a la revolución europea en
Italia, Francia y Grecia, cumpliendo lo acordado en Yalta y Potsdam con los imperialismos vencedores; el papel hegemónico de EEUU dentro de las potencias imperialistas; el nuevo papel jugado por la intervención creciente del Estado en las relaciones económicas, etc.

Castillo: Es en este sentido que hemos cuestionado a quienes dan a este período de crecimiento una explicación “endógena” al ciclo económico y disminuyen el papel que jugaron en su explicación acontecimientos políticos capitales como la guerra mundial y su resultado. Recordemos que de la guerra no sólo salieron victoriosos como potencia hegemónica imperialista los EE.UU. sino que, a contramano de la predicción original de Trotsky, el estalinismo salió de la guerra fortalecido y un tercio del globo quedó fuera del control directo del capitalismo mundial, debido a que a la existencia de la Unión Soviética se sumó el surgimiento de nuevos Estados obreros burocráticamente deformados, ya sea producto de procesos revolucionarios reales, como en Yugoslavia y China, o de la acción burocrático-militar del estalinismo en los llamados países del “glacis” en Europa del Este.
Es decir, se dio un proceso históricamente inédito, donde un reestablecimiento del equilibrio capitalista en el centro coincide con una pérdida de su esfera de control económico directo en un tercio del globo y con un desarrollo nunca antes visto de los procesos revolucionarios en el llamado “tercer mundo”, emergiendo procesos revolucionarios en decenas de países coloniales y semicoloniales. Creemos que este resultado de la guerra, donde el imperialismo norteamericano debe pagar como costo a su dominación hegemónica la existencia de nuevos Estados obreros deformados, es expresión del carácter “parcial” que tuvo el desarrollo de fuerzas productivas existente en este período. A fines de los ‘60 este proceso comienza a agotarse al decaer la tasa de ganancia, cuestión que se expresará agudamente con la crisis económica mundial desatada entre 1973-75. Es en estos mismos años que se desarrollará, a su vez, un proceso de gran ascenso obrero, juvenil y de los pueblos oprimidos, que será contenido en el centro y aplastado en forma contra-rrevolucionaria en el cono sur latinoamericano.
Durante el “boom”, los trotskistas, cierto que en condiciones muy difíciles, fueron incapaces de reformular el marco estratégico que sostenía el Programa de Transición y mantener la continuidad revolucionaria, más allá de haber sostenido posiciones episódicamente correctas, lo que hemos denominado “hilos de continuidad revolucionaria”. Por el contrario, se adaptaron políticamente a los aparatos dominantes en el movimiento obrero durante los años de Yalta o a toda dirección episódica de un proceso revolucionario, disgregándose la IV Internacional en un conjunto de tendencias centristas, es decir, oscilantes entre la reforma y la revolución. Por ello, cuando las condiciones comenzaron a cambiar, con el ascenso revolucionario iniciado en el ‘68, aunque atrajeron sectores de vanguardia nunca lograron peso para influir decisivamente en los acontecimientos ni retomaron un rumbo verdaderamente revolucionario que permitiera avanzar hacia una genuina refundación de la IV Internacional.

Nuevamente desde el punto de vista de las “premisas” objetivas de la revolución: ¿en qué sentido la situación actual que está atravesando la economía capitalista las pone nuevamente en el centro de la escena?

Albamonte: Para comienzos de los ‘80, el desafío “desde abajo” al orden de postguerra, iniciado en 1968 y continuado más de una década, estaba completamente desbaratado y el imperialismo pudo lanzar su contraofensiva de la mano de las políticas neoliberales impulsadas por Reagan y Thatcher. El neoliberalismo le permitió al capitalismo mundial y a la hegemonía estadounidense una sobrevida, a partir de aumentar los niveles de explotación de la clase obrera y de ampliarse geográficamente con la restauración capitalista en la ex Unión Soviética, China y Europa Oriental. De esta manera, el capital, aún con crisis recurrentes, generó contratendencias y recuperaciones parciales a la crisis de acumulación que se había evidenciado en 1973-75. Sin embargo, lo hizo a costa de acumular grandes contradicciones, algunas de las cuales hoy se evidencian en la crisis en curso, que golpea de lleno en el corazón del sistema, la economía norteamericana. La llamada “crisis de las hipotecas”, con pérdidas que las estimaciones más conservadoras calculan ya en un billón de dólares y el quebranto en puerta de algunos de los principales bancos de inversión, evidencia que el ciclo en el cual los EEUU vivían por encima de sus posibilidades a partir de un endeudamiento creciente ha llegado a su fin. La magnitud de las consecuencias de este “fin de ciclo” está aún por verse pero no serán pocas, no sólo en EEUU sino a nivel internacional.

Castillo: La especulación de que por los relativamente altos niveles de reservas las economías latinoamericanas pueden quedar al margen de un estallido de esta importancia es no sólo una expresión de deseos de los gobiernos de la región sino puro provincianismo. El propio crecimiento de la inflación en países como Venezuela o Argentina, alentado por el crecimiento de los precios de las materias primas, es consecuencia directa de la especulación desatada con las commodities, más allá que en el futuro la forma en que la crisis puede repercutir es una caída de los precios de estos mismos productos. En nuestro país incluso, luego de cinco años de fuerte crecimiento económico, hoy comenzamos a ver nuevas fricciones en las clases dominantes que se expresan en la actual lucha entre empresarios y grandes propietarios del agro con el gobierno de Kirchner. No sabemos los ritmos, pero para lo que debemos prepararnos es para un período donde a nivel internacional el programa transicional en su conjunto gane actualidad, no sólo como un instrumento de propaganda general sino para la agitación y para la acción, como ya ocurre en EEUU frente a las consecuencias de la recesión en curso. No debemos dejar de tener en cuenta que el ciclo de levantamientos populares que vivimos en América Latina con el despertar del siglo XXI se dio en respuesta a las consecuencias generadas por la crisis económica que abarcó con distinto grado de intensidad a varios países de la región, cada vez más impotentes para hacer frente a los altos niveles de endeudamiento externo, cuestión que en nuestro país llevó a un verdadero crack y a las jornadas revolucionarias de diciembre de 2001. Si los multimillonarios rescates realizados por los Estados imperialistas no logran frenar la crisis, es probable que el próximo período sea aquel en el cual veamos escenas similares a las de aquellos días en la principal potencia imperialista o en alguna de las economías más directamente afectadas por la crisis financiera global y la recesión norteamericana.

Luego de la Primera Guerra Mundial y el triunfo de la Revolución Rusa, la III Internacional definió que se abría una época de “crisis, guerras y revoluciones”. Una de las discusiones planteadas es alrededor de cómo esta definición se expresó a lo largo del siglo XX y si tiene o no vigencia en la actualidad...

Albamonte: Sobre esto señalamos en primer término que esta etapa se había ido prefigurando con el desarrollo de la fase imperialista del capitalismo, durante finales del siglo XIX y el comienzo del siglo XX.
Entre 1873 y 1896 se produce la crisis que es conocida como la “primera gran depresión” del capitalismo. Hay guerras como la hispa- no-estadounidense (1898-99) por el control de Cuba y Filipinas, el conflicto anglo-boer (1899-1902) y la guerra ruso-japonesa (febrero 1904-septiembre 1905). Hay Revoluciones como la Rusa de 1905, la Mexicana de 1910 y la China de 1911. Estas tendencias se van a expresar luego en forma aguda y generalizada en la Primera Guerra Mundial y en el triunfo de la Revolución de Octubre, abriendo un subperíodo muy convulsivo de todo el sistema hasta la relativa estabilización posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esta definición de la época como de “crisis, guerras y revoluciones” contenía un elemento algebraico, es decir, sus determinaciones concretas había que ir definiéndolas en cada subperíodo histórico particular. Por ejemplo, durante el “boom” de postguerra, la estabilización política lograda tras los acuerdos de Yalta y Potsdam y el Plan Marshall en los centros imperialistas, desplazó los procesos revolucionarios hacia la periferia y, en forma de revolución política, hacia los Estados de Europa oriental controlados por el estalinismo. Sólo a partir de 1968 veríamos la vuelta de situaciones prerrevolucionarias —y en ciertos casos revolucionarias— a los países imperialistas. Las guerras, por su parte, fueron predominantemente anticoloniales, en un contexto de “guerra fría” entre EEUU y la Unión Soviética, y vimos recién una nueva crisis capitalista de alcance internacional a partir de 1973-75.

Castillo: Si consideramos cómo se combinaron las “crisis, guerras y revoluciones” en los últimos treinta años, podemos decir que las crisis capitalistas se dieron en forma recurrente pero con alcances predominantemente regionales en distintas zonas de la “periferia”. Aunque EEUU recibió importantes sacudidas en estos años –como el crack de Wall Street en 1987 o la quiebra del Long Term Management Capital en 1998–, y Japón entró en una recesión profunda que se extendió por más de una década luego del fin de la burbuja inmobiliaria en 1990, la economía mundial no fue dislocada. A su vez, vivimos guerras regionales y agresiones imperialistas, concentradas en Medio Oriente, el Golfo Pérsico, los Balcanes y distintos países de África. Y en lo que hace a las revoluciones, luego de los triunfos que en Nicaragua e Irán, terminaron con los regímenes de Somoza y el Sha, no volvimos a ver procesos revolucionarios de esa envergadura. En los ‘80, la revolución centroamericana fue contenida, al no avanzarse hacia la expropiación del capitalismo en Nicaragua y desarmarse la guerrilla en El Salvador y Guatemala, y la revolución iraní culminaba con el establecimiento de un régimen teocrático reaccionario y con una guerra fraticida de casi una década entre Irán e Irak. Por su parte, los levantamientos en Europa del Este y la ex URSS ocurridos entre 1989-91, que se iniciaron como revoluciones “ciegas, sordas y mudas” y provocaron una caída relativamente rápida de los regímenes estalinistas, terminaron con resultados contrarrevolucionarios, poniendo en el poder a gobiernos abiertamente restauracionistas del capitalismo. Lo mismo ocurrió en China, donde el aplastamiento de las protestas de la Plaza Tiennamen dio nuevo impulso a la política de reformas pro-capitalistas y apertura generalizada al capital imperialista de la burocracia del PC chino, que transformó a este país en un verdadero “pulmón” del capitalismo mundial en los ‘90. Sin embargo, con el comienzo del nuevo siglo tuvimos nuevamente levantamientos de masas en América Latina, que nosotros hemos definido como “jornadas revolucionarias”, que llevaron a la caída de distintos gobiernos en Ecuador, Argentina y Bolivia.
Es probable que el hecho de que la actual crisis económica esté afectando al centro del sistema imperialista, EE.UU., ligado a la decadencia hegemónica de esta potencia, abra una dinámica de la situación mundial que tienda a una situación más “clásica” de las “crisis, las guerras y las revoluciones”.

Con relación a las revoluciones de postguerra...

Albamonte: Efectivamente, existe una discusión sobre qué tipo de revoluciones se dieron en la segunda postguerra, donde la expropiación del capitalismo en distintos países se dio sin centralidad proletaria y sin direcciones obreras revolucionarias al frente de las masas. Esquemáticamente existieron dos grandes tipos de procesos: aquellos donde procesos revolucionarios centralmente encabezados por partidos o movimientos de base campesina terminan expropiando a la burguesía a pesar de que el programa original de estos partidos no incluía esa perspectiva (Yugoslavia, China, Cuba, Vietnam); y los procesos ocurridos al final de la Segunda Guerra Mundial en Europa Oriental, que hemos denominado –parafraseando a Gramsci– de “revoluciones pasivas proletarias”, donde la expropiación de la burguesía se realizó a partir del control ejercido por el Ejército Rojo en esos países, cuando Stalin responde con esa medida al lanzamiento de la “guerra fría” por parte de EEUU.
Trotsky, como es conocido, había planteado en el Programa de Transición la llamada “hipótesis improbable”. Allí decía: “¿Es posible la creación del gobierno obrero y campesino por las organizaciones obreras tradicionales? La experiencia del pasado demuestra, como ya lo hemos dicho, que esto es por lo menos, poco probable. No obstante no es posible negar categóricamente apriori la posibilidad teórica de que bajo la influencia de una combinación de circunstancias muy excepcionales (guerra, derrota, crack financiero, ofensiva revolucionaria de las masas, etc.) partidos pequeñoburgueses, incluyendo a los estalinistas, pueden llegar más lejos de lo que ellos quisieran en el camino de una ruptura con la burguesía. En todo caso, algo es indudable: si esta variante, poco probable, llegara a realizarse en alguna parte y un ‘gobierno obrero y campesino’ –en el sentido indicado más arriba– llegara a constituirse, no representaría más que un corto episodio en el camino de la verdadera dictadura del proletariado.”
Al final de la Segunda Guerra se generalizaron estas “condiciones excepcionales” por unos pocos años, facilitando las posibilidades para que se den procesos de ruptura con la burguesía de partidos comunistas como el chino y el yugoslavo y aunque el mismo Stalin, que había ordenado poco antes a los PC francés e italiano participar en los gobiernos burgueses de “reconstrucción nacional”, y que permitió que se ahogara en sangre la revolución griega, favoreciese una expropiación de la burguesía “desde arriba” en los países del “glacis”. Estos procesos fueron más allá de “gobiernos obreros y campesinos” previstos por Trotsky y, como señalamos, avanzaron hacia la expropiación de la burguesía conformando lo que la IV Internacional denominó “Estados obreros deformados”.
¿Por qué fue en China y Yugoslavia y no en Europa Occidental donde los partidos comunistas habían ido más allá de su programa y estrategia, siendo que las condiciones de debilidad de la burguesía no eran cualitativamente diferentes en cada caso? La primer diferencia estriba en que, en caso de lanzarse los PC francés e italiano a la conquista del poder, les hubiese sido mucho más difícil contener y encuadrar a su base obrera que lo que le resultó al PC chino hacerlo con los campesinos sin tierra o al PC yugoslavo con la base rural que constituía el grueso de las milicias “partisanas” de Tito. En este sentido, en el siglo XX la “hipótesis improbable” que señalaba Trotsky no se dio con ninguna dirección reformista de base obrera. En segundo lugar, está el hecho de que la expropiación fue en gran parte una medida de autodefensa tomada por estas direcciones: Mao intentó conciliar con Chiang Kai Shek hasta el momento en que este decidió un ataque en gran escala contra las zonas que dominaba. Tito, por su parte, vivió en la propia guerra como los tchetniks de Mijailovich (Stalin había pactado en Yalta que el poder se le entregaría a los tchetniks) habían combatido preferentemente a su guerrilla comunista que a los nazis y a los colaboracionistas.

Castillo: En cuanto a la definición de estas revoluciones, para nosotros lo que mostraron estos procesos es que no puede haber salidas intermedias entre el sostenimiento del Estado burgués y la expropiación de la burguesía, es decir, alguna forma de “dictadura democrática de obreros y campesinos”. A estas direcciones no les quedaba más salida que entregarse a la burguesía o expropiarla, tomando, de esta forma, una dirección de base campesina el programa del proletariado. O sea, que estos procesos revolucionarios fueron revoluciones proletarias por el contenido social de la tarea que llevaron adelante, la expropiación de la burguesía. Dicho esto, para comprender su dinámica, sin embargo, tenemos que referirnos al sujeto social y al sujeto político que las protagoniza, una cuestión que era disminuida en cuanto a sus efectos, entre otras, por la visión objetivista de Nahuel Moreno. Por ser llevadas adelante por ejércitos guerrilleros de base campesina estas revolu-ciones, al igual que ocurrió posteriormente en Cuba o en Vietnam, dieron como resultado Estados que surgieron burocratizados desde un comienzo, con un bloqueo de su dinámica permanentista en el terreno internacional y una extrema deformación del “segundo aspecto” de la revolución permanente, caracterizado por Trotsky como el período de duración indefinida en el cual la dictadura del proletariado, en medio de una lucha interna constante, produce una transformación de todas las relaciones sociales.

Con relación al texto mismo Programa de Transición, analizando sus distintos apartados y tipos de consignas ¿Qué elementos creen necesario destacar a la hora de plantear la actualidad política de este texto escrito hace 70 años?

Castillo: El programa transicional se propone “superar la contradicción entre la madurez de las condiciones objetivas de la revolución y la falta de madurez del proletariado y de su vanguardia (...). Es preciso ayudar a la masa, en el proceso de la lucha, a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista. Este puente debe consistir en un sistema de reivindicaciones transitorias, partiendo de las condiciones actuales y de la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera a una sola y misma conclusión: la conquista del poder por el proletariado”. Para avanzar en esta tarea el programa distingue cuatro tipos de consignas: las de-mocráticas, las mínimas, las transitorias y las organizacionales. Las democráticas son aquellas que se plantearon durante las revoluciones burguesas, como las “democrático-estructurales” que tienen que ver principalmente con la cuestión agraria y la independencia nacional, y las que plantean los derechos políticos formales. Las mínimas son las consignas que levantó el movimiento obrero durante la época de expansión capitalista de la segunda mitad del siglo XIX, demandas que no implican por sí mismas un cuestionamiento directo a la propiedad capitalista, como ser la jornada de 8 horas, aumento de salarios, etc. Las consignas transitorias son aquellas que permiten impulsar la movilización de las masas a partir de levantar demandas que el proletariado implementaría si llega al poder para terminar con los flagelos del capitalismo, aquí cobran peso consignas como la de escala móvil de salario y de horas de trabajo; control obrero de la producción; administración obrera directa de toda empresa que cierre; expropiación de grupos determinados de capitalistas; nacionalización de la banca y del comercio exterior; etc. Trotsky aclara que frente a las invocaciones de los “propietarios y sus abogados” de que estas demandas son “irrealizables”, para la clase obrera: “Se trata de la vida y la muerte de la única clase creadora y progresiva y, por eso mismo, del futuro de la humanidad. Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las reivindicaciones que surgen infaliblemente de los males por él mismo engendrados, debe morir. La ‘posibilidad’ o la ‘imposibilidad’ de realizar las reivindicaciones es, en el presente caso, una cuestión de relación de fuerzas que sólo puede ser resuelta por la lucha.”. Finalmente, las consignas organizacionales, como su denominación indica, son aquellas que apuntan a la organización independiente de la clase obrera ya sea en el ámbito de una fábrica, una localidad o de un Estado, comenzando por un problema cardinal que es la política hacia los sindicatos, donde Trotsky, al mismo tiempo que plantea que es incompatible con la pertenencia a la IV Internacional dar la espalda a los sindicatos de masas, insiste en combatir todo conservadurismo y adaptación a las burocracias sindicales, impulsando, según las circunstancias, comités de fábrica, soviets, piquetes de huelga, milicias obreras, armamento del proletariado.
Más allá de las circunstancias específicas a las que debía hacer frente el Programa de Transición debemos señalar que incluye un método más general consistente en articular en un programa de acción distintos tipos de consignas que permitan “crear un puente” entre las necesidades más inmediatas de la lucha y el objetivo estratégico de la revolución proletaria. Es obvio que hay consignas del programa que ganan o pierden actualidad según las circunstancias sean más o menos revolucionarias. Por ejemplo, si el desempleo es muy bajo al igual que la inflación, como ocurrió en la mayoría de los países imperialistas durante el “boom” de la segunda postguerra, consignas como la escala móvil de salario y horas de trabajo pierden actualidad; y, por el contrario, se actualizan ante cada crisis capitalista de envergadura, como la que está actualmente en curso. Más de conjunto, el programa transicional puede ser más propagandístico o para la acción según se actualicen las tendencias revolucionarias de la situación.

Albamonte: En la discusión sobre la aplicación del Programa de Transición en los países semicoloniales, en la URSS y en los países fascistas, verificamos cómo la letra misma de lo que plantea Trotsky se opone a lo que decía Nahuel Moreno para fundamentar la llamada “teoría de la revolución democrática”. Por ejemplo, en el punto sobre los países fascistas dice: “Ya desde ahora una cosa puede decirse con seguridad: cuando la oleada revolucionaria se abra camino en los países fascistas, adquirirá de inmediato una extensión grandiosa y de ninguna manera se detendrá en el intento de resucitar el cadáver de un Weimar cualquiera”. Como vemos, para Trotsky se trataba de enterrar el fantasma putrefacto de la República de Weimar que los políticos del Frente Popular en el exilio planteaban como deseable. Para Trotsky, esa perspectiva de “revolución democrática” era una abierta traición, ya que “Si tuviera algún éxito, no habría más que preparar una serie de nuevas derrotas del proletariado a la manera española. Es por eso que la propaganda despiadada contra la teoría y la práctica del ‘Frente Popular’ es la primera condición de la lucha revolucionaria contra el fascismo.”.
Esto es opuesto por el vértice a la definición de Moreno en su libro Revoluciones del siglo XX, que dice que “lo que Trotsky no planteó, pese a que hizo el paralelo entre estalinismo y fascismo, fue que también en los países capitalistas era necesario hacer una revolución en el régimen político: destruir el fascismo para conquistar las libertades de la democracia burguesa, aunque fuera en el terreno de los regímenes políticos de la burguesía, del Estado burgués”. Desde comienzos de los ‘90, poco des-pués de la ruptura con el MAS, venimos sosteniendo que esto no sólo constituye una teoría revisionista, sino que además es una completa falsificación decir que Trotsky no respondió a esta cuestión.

*Emilio Albamonte y Christian Castillo son dirigentes nacionales del Partido de los Trabajadores Socialistas. Esta entrevista fue publicada en La Verdad Obrera N° 271-272 (periódico del PTS), abril de 2008. Es un resumen del seminario realizado por este partido en febrero de este mismo año.