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Clásicos de León Trotsky online

VI - Dos tradiciones: La Revolución del siglo XVII y el chartismo

VI - Dos tradiciones: La Revolución del siglo XVII y el chartismo

El redactor del Daily Herald dudaba recientemente de que fuese permitido calificar a Oliverio Cromwell de “pionner del movimiento obrero”. Uno de los colaboradores del mismo periódico, abundando en el mismo sentido, recordaba la implacable represión del movimiento de los Levellers (la secta de los Niveladores (comunistas)), por Cromwell. Estas reflexiones y estos datos son sumamente característicos en cuanto a la concepción de la historia entre los directores del Labour Party. Que Oliverio Cromwell haya sido el Premier de la sociedad burguesa y no de la sociedad socialista, es un hecho, según parece, para cuya demostración sería superfluo consagrar dos palabras. Este gran burgués revolucionario fue un adversario del sufragio universal, en el que veía un peligro para la propiedad privada. Los señores Webb, marido y mujer, deducen de aquí, sea dicho de paso, la incompatibilidad de la democracia con el capitalismo, olvidando deliberadamente que el capitalismo ha aprendido a acomodarse del mejor modo a la democracia y a manejar el instrumento del sufragio universal tan bien como el de la Bolsa[1]. No obstante, los obreros ingleses pueden aprender mucho más de Cromwell que de Macdonald, Snowden, Webb y toda la hermandad conciliadora. Cromwell fue en su tiempo un gran revolucionario y supo defender, sin detenerse ante nada, los intereses de la nueva sociedad burguesa contra la antigua sociedad aristocrática. Esto es lo que se debe aprender de él; el león muerto del siglo XVII vale a este respecto mucho más que muchos canes vivos.

A remolque de todos los autores vivos (que no son unos leones precisamente) de los editoriales del Manchester Guardian y otros órganos liberales, los líderes del partido obrero oponen habitualmente la democracia a todos los Gobiernos despóticos, ya se trate de la dictadura de Lenin o de la de Mussolini. En nada mejor que en esta yuxtaposición se expresa la estupidez de las perspectivas históricas de esos caballeros. No es que nos inclinemos a negar post factum la dictadura de Lenin, cuyo poder fue excepcional si se tiene en cuenta su influencia real sobre todo el curso de las cosas en un Estado inmenso. Pero ¿puede hablarse de una dictadura omitiendo su contenido histórico-social? La historia ha conocido la dictadura de Cromwell, la de Robespierre, la de Araktcheief, la de Napoleón I, la de Mussolini. No cabe discutir con el imbécil que sitúa en un mismo plano a un Robespierre y a un Araktcheief. Diferentes clases se han encontrado obligadas, en distintas condiciones, con diversos fines, a conferir, en los períodos más difíciles y de mayor responsabilidad de su historia, una fuerza y un poder excepcionales a aquellos de entre sus jefes que se inspiraban del modo más completo y manifiesto en sus intereses fundamentales. Cuando se trata de dictadura, conviene ante todo distinguir qué intereses, los intereses de qué clase encuentran en ella su expresión histórica. Oliverio Cromwell en una época, Robespierre en otra, expresaron las tendencias históricas progresivas de la sociedad burguesa. William Pitt, que anduvo también muy cerca de la dictadura personal, defendió los intereses de la monarquía, de las clases privilegiadas, de las altas capas de la burguesía contra la revolución de la pequeña burguesía representada por Robespierre. Los pedantes liberales se proclaman habitualmente adversarios así de la dictadura de la derecha como de la dictadura de izquierda, sin desaprovechar por eso el sostener en la práctica la dictadura de derecha. Por el contrario, para nosotros la cuestión se resuelve así: una dictadura empuja a la sociedad hacia adelante, otra la hace retroceder. La dictadura de Mussolini es la dictadura de la burguesía italiana prematuramente podrida, impotente, roída hasta la medula: lleva el sello de los accidentes terciarios del mal mortal. La dictadura de Lenin expresa la poderosa ascensión de una nueva clase histórica y su duelo sobrehumano contra todas las fuerzas de la vieja sociedad. Si hay que comparar a Lenin
con alguien, no es a Bonaparte a quien hay que compararle, ni mucho menos a Mussolini: es a Cromwell y a Robespierre. Hay derecho suficiente para ver en Lenin al Cromwell proletario del siglo XX. Esta definición será la apología más alta del Cromwell pequeñoburgués del siglo XVII.
 
La burguesía francesa, después de falsificar la Gran Revolución, la ha adoptado, la ha amonedado y puesto en circulación. La burguesía inglesa ha borrado hasta el recuerdo de la revolución del siglo XVII, disolviendo todo su pasado en la idea de “evolución gradual”. Los obreros adelantados de Inglaterra tienen que desenterrar la revolución británica y descubrir en ella, bajo las escamas de la religiosidad, la lucha formidable de las fuerzas sociales. El proletariado inglés puede encontrar en el drama del siglo XVII grandes precedentes de acción revolucionaria. Tradición nacional asimismo, pero perfectamente legítima, muy en su lugar para el arsenal de la clase obrera. El chartismo es otra gran tradición nacional del movimiento obrero inglés para el proletariado. El conocimiento de estas dos épocas es indispensable para todo obrero inglés consciente. Aclarar el sentido histórico de la revolución del siglo XVII y el contenido revolucionario del chartismo es uno de los más importantes deberes de los marxistas ingleses.
 
Estudiar la época revolucionaria del desenvolvimiento de Inglaterra, época que duró aproximadamente desde la convocación forzada del Parlamento por Carlos Estuardo hasta la muerte de Oliverio Cromwell, es ante todo necesario para comprender el lugar del parlamentarismo, y en general del derecho, en la historia viva y no imaginaria. El gran historiador nacional Macaulay mengua el drama social del siglo XVII velando la lucha intestina de las fuerzas sociales bajo lugares comunes, con frecuencia interesados, pero siempre conservadores. El conservador francés Guizot[2] aborda los acontecimientos con más profundidad. Sea lo que quiera, cualquiera la exposición que se tome, el hombre que sepa leer y sea capaz de advertir bajo las sombras históricas las realidades vivas, físicas, las clases, los partidos, adquirirá la convicción, por la experiencia de la revolución inglesa, del papel subalterno, auxiliar y convencional del derecho en la mecánica de las luchas sociales, sobre todo en las épocas revolucionarias, cuando entranen juego los intereses esenciales de las clases fundamentales de la sociedad.
 
Vemos en Inglaterra, hacia 1630-1640, un Parlamento fundado en el más singular derecho electoral y, sin embargo, considerado como la representación del pueblo.
 
La Cámara baja representaba a la nación al representar a la burguesía y, por consiguiente, a las riquezas nacionales. Bajo el reinado de Carlos I se comprobó, no sin estupefacción, que la Cámara de diputados era más rica que la de los lores. El rey disolvía este Parlamento y lo convocaba nuevamente cuando a ello le obligaban sus necesidades financieras. El Parlamento crea un ejército para defenderse. El ejército concentra poco a poco a los elementos más activos, más viriles, más resueltos. Esta es justamente la razón por la cual el Parlamento capitula ante el ejército. La razón, decimos. Entendemos con ello que el Parlamento capitula, no ante una fuerza armada (no había capitulado ante el ejército del rey), sino ante el ejército puritano de Cromwell, que expresa con más audacia, con mayor resolución y mayor espíritu de continuidad que el mismo Parlamento las necesidades de la revolución.
 
Los partidarios de la Iglesia episcopal o anglicana, medio católica, formaban el partido de la corte, de la nobleza y, naturalmente, del alto clero. Los presbiterianos formaban el partido de la burguesía, el partido de la riqueza y de las “luces”. Los “independientes”, y sobre todo los puritanos, constituían el partido de la pequeña burguesía y de la pequeña propiedad.
 
Los Levellers (niveladores) eran el naciente partido de la izquierda de la burguesía o plebe. Bajo las apariencias de querellas entre Iglesias, bajo la forma de la lucha por la organización religiosa de la Iglesia, las clases se determinaban y se agrupaban sobre nuevas bases burguesas. En política, el partido presbiteriano defendía una monarquía limitada; los “independientes”, que entonces se llamaban “reformadores radicales” (Root and Branch Men), defendían la república. La dualidad de los presbiterianos correspondía perfectamente a los intereses contradictorios de la burguesía, cogida entre la nobleza y la plebe. El partido de los “independientes”, que tenía el valor de llevar las ideas y los lemas de combate hasta sus últimos desenvolvimientos, eliminó, naturalmente, a los presbiterianos entre las masas pequeño-burguesas despiertas de la pequeña burguesía de las ciudades y del campo, factor principal de la revolución.
 
Los acontecimientos se desenvolvían empíricamente. Luchando por el poder y por los intereses de los poseedores, ambos adversarios se amparaban en la legalidad. Guizot lo expone muy bien:
 
“Entre él (Carlos I) y el Parlamento empezó entonces una lucha hasta allí sin ejemplo en Europa. Las negociaciones continuaron, pero sin que ninguno de los dos partidos esperara nada de ellas o se propusiera ni aun tratar. Ya no era uno al otro a quien se dirigían en sus declaraciones y mensajes; ambos hablaban a la nación entera, a la opinión pública: ambos parecían esperar de este nuevo poder su fuerza y su triunfo. El origen y la extensión del poder real, los privilegios de las Cámaras, los límites del deber de fidelidad impuesto a los súbditos, la milicia, las peticiones, la distribución de los empleos se convirtieron en tema de una controversia oficial en la que alternativamente se alegaban, explicaban y comentaban los principios generales del orden social, la diferente naturaleza de los gobiernos, los primitivos derechos de la libertad, la historia, las leyes, las costumbres de Inglaterra. Entre los debates de los dos partidos en el seno de las Cámaras y su encuentro a mano armada en los campos de batalla, se vio interponerse, por así decir, durante varios meses, al raciocinio y la ciencia, suspender el curso de los acontecimientos y desplegar sus más hábiles esfuerzos para conquistar la libre adhesión de los pueblos imprimiendo a una o a otra causa el carácter de la legitimidad.
 
“En el momento de sacar la espada, todos se asombraron y conmovieron…
 
“Ahora los dos partidos se acusaban recíprocamente de ilegalidad y de innovación, y ambos con justicia, porque uno sabía violado los antiguos derechos del país y no abjuraba de las máximas de la tiranía, y el otro reclamaba, en virtud de principios confusos todavía, unas libertades y un poder ‘hasta entonces desconocidos”.[3]
 
 
A medida que se desarrollaba la guerra civil, los realistas más activos abandonaban la Cámara de los Comunes de Westminster y la Cámara de los Lores y se dirigían a York, al cuartel general de Carlos: el Parlamento se escindía como en todas las grandes épocas revolucionarias. En un caso así, el hecho de que la mayoría legal, en tal o cual circunstancia, se halle del lado de la revolución o del lado de la reacción no tiene una importancia decisiva.
 
En cierto momento de la historia política, la suerte de la democracia no dependió del Parlamento (por terrible que esto sea para los pacifistas escrofulosos), sino de la caballería. En la primera fase de la lucha, la caballería real, el arma más importante de la época, llevó el terror a las filas de la caballería del Parlamento. Hecho digno de observación, el mismo fenómeno advertimos en las revoluciones ulteriores y sobre todo en la guerra civil de los Estados Unidos, en la que la caballería sudista tuvo al principio una superioridad innegable sobre la caballería nordista, y, en fin, en nuestra revolución, en cuyo primer período los jinetes blancos nos dieron crueles golpes antes de que los obreros aprendieran a montar bien. Por su mismo origen, la caballería es el arma más familiar de la nobleza. La caballería real tenía una cohesión mayor y daba pruebas de mayor resolución que la caballería del Parlamento, reclutada aquí y acullá. La caballería de los sudistas americanos puede decirse que era el arma innata de los colonos de las llanuras, mientras que en el Norte industrial y mercantil empezaban a familiarizarse con el caballo. En fin, entre nosotros, las estepas del Sudeste, las Vendées cosacas, eran el principal foco de la caballería blanca. Cromwell comprendió desde el principio que la suerte de su clase sería decidida por la caballería. A Camden[4] le decía: “Reuniré a unos hombres a los que jamás les abandonará el temor de Dios, que no obrarán inconscientemente, y respondo de que no serán derrotados.”[5]
 Las palabras dirigidas por Cromwell a los labriegos libres y a los artesanos que reclutaba son hasta el más alto punto características: “No os quiero engañar con ayuda de expresiones equívocas como las empleadas en las instrucciones, en las que se habla de combatir por el Rey y por el Parlamento. Si llegara a suceder que el Rey se encontrara en las filas del enemigo, descargaría mi pistola contra él como contra cualquiera; y si vuestra conciencia os impide hacer lo mismo, os aconsejo que no os alistéis a mis órdenes.”[6]
 
 Cromwell no formaba solamente un ejército: formaba un partido. Su ejército era, en cierta medida, un partido en armas, y esto fue justamente lo que le dio su fuerza. En 1644, los escuadrones “sagrados” de Cromwell consiguieron ya una brillante victoria sobre los jinetes del rey y recibieron el apelativo de “costillas de hierro”. Siempre es útil a una revolución tener sus “costillas de hierro”. A este respecto, los obreros ingleses tienen mucho que aprender de Cromwell.
 
Las reflexiones del historiador Macaulay sobre el ejército puritano no carecen de interés: “El ejército así reclutado podía, sin sufrir él mismo perjuicio con ello, gozar de libertades que, consentidas a otras tropas, hubieran ejercido una influencia destructora sobre la disciplina. En general, unos soldados formados en clubs políticos, que hubiesen elegido sus diputados y adoptado resoluciones sobre los asuntos más importantes para el Estado, se hubieran sustraído rápidamente a todo control, dejando de formar un ejército para convertirse en la peor y la más peligrosa de las bataholas. No carecería de peligro en nuestra época la tolerancia en un regimiento de reuniones religiosas en las que el cabo familiar con las. Escrituras adoctrinara al coronel menos dotado y amonestara al mayor de poca fe. Pero tales eran la razón, la seriedad y el propio dominio de esos combatientes…, que en su campo podían coexistir la organización política y la organización religiosa, sin daño para la organización militar. Los mismos hombres conocidos fuera del servicio como demagogos[7] y rústicos predicadores, se distinguían por su firmeza, por su espíritu de orden y por su absoluta obediencia en su puesto, en los ejercicios y en el campo de batalla.” Y más lejos: “Sólo en su campamento coexistía la más severa disciplina con el entusiasmo más ardiente. Estas tropas, que iban al combate con una precisión mecánica, al mismo tiempo ardían con el fanatismo sin freno de los cruzados.”[8]
 
 Las analogías históricas exigen la mayor prudencia, sobre todo cuando se trata del siglo XVII y del siglo XX; sin embargo, no puede uno dejar de sorprenderse ante ciertos rasgos de asombrosa semejanza entre las costumbres y el carácter del ejército de Cromwell y los del ejército rojo. Es verdad que en el primero descansaba todo en la creencia en la predestinación y sobre una severa moralidad religiosa; entre nosotros, por el contrario, reina un ateísmo militante. Pero la forma religiosa del puritanismo cubría la prédica de la misión histórica de una clase nueva, y la doctrina de la predestinación era una concepción religiosa de la legitimidad histórica. Los soldados de Cromwell se sentían en primer lugar puritanos, y sólo en segundo lugar soldados, del mismo modo que los nuestros ante todo se sienten revolucionarios y comunistas. Pero mayores aun son las diferencias que las semejanzas. El ejército rojo, formado por el partido del proletariado, sigue siendo su arma. El ejército de Cromwell, abranzando a su partido, se convirtió el mismo en el factor decisivo. Vemos al ejército puritano empezando por adaptarse el Parlamento, adaptándolo a la revolución. El ejército exige la exclusión del Parlamento de once presbiterianos, representantes de la derecha. Los presbiterianos, girondinos de la revolución inglesa, intentan organizar un levantamiento contra el Parlamento. El Parlamento amputado busca un refugio en el ejército, y de este modo se somete a él cada vez más. Bajo la presión del ejército, y sobre todo de su izquierda más enérgica, Cromwell se ve obligado a ejecutar a Carlos I. El hacha de la revolución fue extrañamente secundada por los salmos. Pero el hacha es más persuasiva. A continuación, el coronel Pride, del ejército de Cromwell, rodea el edificio del Parlamento y expulsa de él por la fuerza a 81 diputados presbiterianos. Solo que del Parlamento una rabadilla, formada por los Independientes, es decir, correligionarios de Cromwell y de su ejercito. Pero justamente por esto, el Parlamento, que ha sostenido contra la monarquía una lucha grandiosa, deja en el momento del triunfo de ser fuente de ninguna energía ni de ningún pensamiento propios. Cromwell, directamente apoyado en el ejército, pero extrayendo sus fuerzas, en fin de cuentas, del audaz cumplimiento de las tareas de la revolución, se convierte en el punto de concentración de todo pensamiento y de toda energía. Sólo un imbécil, un ignorante o un fabiano pueden no ver en Cromwell sino la dictadura personal. En realidad, la dictadura de una clase, de la única que era capaz de libertar al núcleo de la nación de las viejas ligaduras, de las viejas cadenas, revistió aquí, en el curso de una profunda transformación social, la forma de una dictadura personal. La crisis social de Inglaterra en el siglo XVII reunió los caracteres de la Reforma alemana del siglo XVI[9] con los de la Revolución francesa del XVIII. En Cromwell, Lutero tiende la mano a Robespierre. Los puritanos llamaban fácilmente “filisteos” a sus enemigos, pero no por eso dejaba de tratarse de una lucha de clase. La tarea de Cromwell consistía en asestar el golpe más terrible a la monarquía absoluta, a la nobleza palaciega y a la Iglesiala Cámara de los Comunes, con ayuda de sus soldados. Si la rabadilla del Parlamento Largo, disuelto en abril, había cometido el pecado de inclinarse a la derecha, hacia un acuerdo con los presbiterianos, el Parlamento de Barebona se inclinaba en ciertas cuestiones a caminar con excesiva rectitud por la vía de la honestidad puritana, y de este modo contrariaba a Cromwell, absorbido por la creación de un nuevo equilibrio social. El realista revolucionario Cromwell edificaba una sociedad nueva. El Parlamento no es un fin en sí, el derecho no es un fin en sí, y si Cromwell y sus “santos” consideraban el cumplimiento de las leyes divinas como el fin en sí, estas leyes no eran en realidad sino el material ideológico necesario para la construcción de la sociedad burguesa. Disolviendo un Parlamento tras otro, Cromwell manifestaba su poco respeto hacia el fetiche de la representación nacional, de igual modo que había manifestado, con la ejecución de Carlos I, un respeto insuficiente hacia la monarquía de derecho divino. Pero no es menos cierto que Cromwell abría los caminos al parlamentarismo y a la democracia de los dos últimos siglos. Vengando la ejecución de Carlos I, Carlos II izó en el patíbulo el cadáver de Cromwell. Pero ya no había restauración capaz de restablecer la sociedad anterior a Cromwell. La obra de Cromwell no podía ser liquidada por la legislatura de la restauración, porque la pluma no borra lo que el hacha ha escrito. Mucho más cierto es el proverbio, vueltos así los términos, por lo menos cuando se trata del hacha de una revolución. La historia del Parlamento Largo, que conoció durante veinte años todas las vicisitudes de los acontecimientos y tradujo todos los impulsos de las clases sociales, que fue amputado a derecha e izquierda, se alzó contra el rey, fue a continuación abofeteado por sus propios servidores armados, dos veces disuelto y otras dos restablecido, mandó y se sometió aun antes de tener la posibilidad de promulgar el acta de su propia disolución, conservará siempre un interés excepcional como ilustración de las relaciones entre el derecho y la fuerza en las épocas de gran conmoción social.
 
¿Tendrá la revolución proletaria su Parlamento Largo? No lo sabemos. Es muy probable que se limite a un Parlamento corto. Tanto más lo conseguirá cuanto mejor se haya asimilado las lecciones de la época de Cromwell.
 
Sólo dos palabras diremos aquí de la segunda tradición, auténticamente proletaria y revolucionaria.
 
La época del chartismo es imperecedera porque nos da a lo largo de varias decenas de años una especie de esquemático resumen de toda la escala de la lucha proletaria, partiendo de las peticiones al Parlamento, hasta la insurrección armada. Todas las cuestiones esenciales del movimiento de clase del proletariado (relaciones entre la acción parlamentaria y extraparlamentaria, papel del sufragio universal, trade-unions y cooperativas, alcance de la huelga general y relación entre ésta y la insurrección armada, y aun las recíprocas relaciones entre el proletariado y los campesinos) no sólo cristalizaron prácticamente en el curso del movimiento de masas del chartismo, sino que fueron resueltas en principio. Desde el punto de vista teórico, estas soluciones estuvieron lejos de tener siempre un fundamento irreprochable: no siempre se unieron los dos cabos; el movimiento entero y su contrapartida en el dominio de la teoría reunieron bastantes elementos inacabados, de insuficiente madurez. Sin embargo, aun hoy, si la crítica los depura, los temas revolucionarios y los métodos del chartismo aparecen infinitamente superiores al almibarado eclecticismo de los Macdonald y la estupidez economista de los Webb. Puede decirse, permitiéndonos recurrir a una comparación algo arriesgada, que el movimiento chartista se asemeja al preludio que da sin desenvolvimiento el tema musical de toda una ópera. En este sentido, la clase obrera inglesa puede y debe ver en el chartismo, además de su pasado, su porvenir. Del mismo modo que los chartistas separaron a los predicadores sentimentales de la “acción moral” y congregaron a las masas bajo la bandera de la revolución, el proletariado inglés tendrá que arrojar de su seno a los reformistas, a los demócratas, a los pacifistas, y reunirse bajo la bandera de la transformación revolucionaria. El chartismo no venció porque sus métodos eran en muchos casos erróneos y porque apareció demasiado pronto. No era más que una anticipación histórica La revolución rusa de 1905 también sufrió una derrota. Pero sus tradiciones han renacido diez años más tarde y sus métodos vencieron en octubre de 1917. El chartismo no está liquidado. La historia liquida el liberalismo y prepara la liquidación del pacifismo seudo-obrero, justamente para resucitar el chartismo sobre nuevas bases históricas infinitamente más amplias. ¡Ahí reside la verdadera tradición nacional del movimiento obrero inglés! cuasicatólica, adaptada a las necesidades de la monarquía y de la nobleza. Auténtico representante de una clase nueva, Cromwell a este fin necesitaba la fuerza y la pasión de las masas populares. Bajo su dirección, la revolución adquirió la impetuosidad que le era necesaria. Al rebasar, encarnada en los Levellers (niveladores), los límites que le estaban asignados por las exigencias de la sociedad burguesa en vías de renovación, Cromwell se mostró implacable con esos “insensatos”. Victorioso, Cromwell, conjugando los textos bíblicos con las picas de sus “santos” guerreros (siempre pertenece la palabra decisiva a las picas), emprende la creación del nuevo derecho del Estado. El 19 de abril de 1653, Cromwell aventa los restos del Parlamento Largo. Consciente de su misión histórica, de dictador puritano arroja al rostro de los diputados que expulsa las injurias bíblicas: “¡Borracho!” grita a uno; “¡Adúltero1”, recuerda a otro. Luego creó un Parlamento de hombres inspirados por el temor de Dios; es decir, realmente un Parlamento de clase, porque la clase media, que, ayudándose con una severa moralidad, procedía a la acumulación de las riquezas y empezaba, con los textos de las Santas Escrituras en los labios, el saqueo del universo, estaba compuesta de hombres que temían a Dios. Pero este inhábil Parlamento estorbaba al dictador, privándole de una libertad de movimientos necesaria en una situación nacional e internacional difícil. A fines del año 1653, Cromwell depura una vez más


[1] Nota León Trotsky. Citado por Beer en su Historia del socialismo en Inglaterra.

[2]Nota Editorial. Guizot (1787-1874). Político e historiador francés. Líder de grupo de los “doctrinarios”; partidario del sistema inglés de monarquía constitucional. Después de la revolución de julio de 1830, que dio el poder a la burguesía financiera, Guizot, uno de sus ideólogos, dirige momentáneamente el ministerio de Instrucción pública, recibe después la cartera de Negocios extranjeros. Guizot defendió el censo electoral, en virtud del cual sólo había en toda la población de Francia 200.000 electores. Al formarse el Ministerio liberal del banquero Lafitte, Guizot se retiró. En 1832 formó con Thiers y el duque de Broglie un Ministerio reaccionario, presidido por el mariscal Soult, dirigiendo en él la instrucción pública. En 1837 perteneció al Gabinete de derecha de Molé, y dimitió al cabo de un año por no parecerle la política de Molé bastante conservadora. Embajador en Londres en 1839 y ministro de Asuntos extranjeros en el nuevo Gabinete de Soult, constituido en 1840. En sus funciones, Guizot se consagró a combatir el movimiento revolucionario del continente, esforzándose en unir a los dos Gobiernos reaccionarios, austriaco y francés. En 1847, bajo Luís Felipe, presidió el último Ministerio monárquico. La revolución de 1848 le obligó a trasladarse a Inglaterra. Desde entonces empezó a disminuir su influencia política. En sus numerosos trabajos históricos, Guizot se inspiró por primera vez en la lucha de clases, en la que veía el resorte secreto de la historia. Este punto de vista, aunque no siempre lo haya aplicado con un espíritu consecuente, representaba en la época un gran progreso en el desarrollo de los estudios históricos.

[3]Nota León Trotsky. Guizot, Histoire de Charles Ier, 1882, t. I, págs. 347-349.

[4]Nota Editorial. Juan Camden (1595-1643). Uno de los jefes de la oposición moderada del Corto y del Largo Parlamento en vísperas de la gran revolución inglesa (véase la nota 17). Camden se hizo particularmente popular entre la media burguesía comerciante, negándose en diversas ocasiones a pagar las gabelas reales y los impuestos. Durante la lucha entre el Parlamento Largo y el rey Carlos I, este último ordenó el arresto de Camden y de otros cuatro líderes de la oposición. Partidario hasta entonces de la oposición legal, Camden fue llevado por este motivo a unirse al ejército revolucionario, donde formó uno de los mejores regimientos. Poco tiempo después fue mortalmente herido en un combate entre las tropas reales y las del Parlamento.

[5]Nota León Trotsky. Guizot, obra citada, pág. 216..

[6]Nota León Trotsky. Guizot, ídem, págs. 216-217.

[7]Nota León Trotsky. Demagogos. Macaulay quería decir: como agitadores revolucionarios.

[8]Nota León Trotsky. Macaulay, Obras Completas, t. VI. Pág. 120. Edición rusa, San Petersburgo, 1861.

[9]Nota Editorial. La reforma alemana del siglo XVI. La reforma alemana fue precedida por la dominación absoluta de la Iglesia católica romana, dominación que se hizo sentir particularmente en Alemania. El poderoso desarrollo del comercio y la importancia que adquirió en este país la plata indujeron a la Iglesia romana a imponerle numerosas cargas. Esto provocó el descontento de los artesanos, los campesinos y la pequeña burguesía, cuya necesidad de plata había sido aumentada por el desenvolvimiento comercial. Los inventos y descubrimientos (descubrimiento de América, progreso de la navegación y de la artillería, imprenta) prepararon el desarrollo del comercio exterior de Alemania y afianzaron a la burguesía comerciante. La lucha del capital con los señores feudales no podía revestir en ese momento sino la forma de una protesta religiosa. Engels dice de las causas de la Reforma: “Al salir Europa de la Edad Media, la burguesía ascendente de las ciudades fue su elemento revolucionario. La situación oficialmente reconocida que había conquistado en el seno del sistema feudal llegó a ser demasiado estrecha para su desenvolvimiento ulterior. El libre desarrollo de la burguesía se mostró incompatible con el sistema feudal y éste fue condenado. Pero la Iglesia católica romana era el gran centro internacional del sistema feudal. A pesar de todas sus disensiones intestinas, la Iglesia unía a toda la Europa occidental en un vasto sistema político opuesto al mundo griego ortodoxo y al mundo mahometano. La Iglesia extendía sobre la sociedad feudal la bendición divina. Su jerarquía estaba constituida sobre el modelo feudal; ella misma era el señor más poderoso, puesto que por lo menos el tercio de todas las tierras católicas le pertenecían. Era necesario, pues, antes de atacar al feudalismo secular, minar la organización central de la Iglesia.” (Engels, El materialismo histórico.) La excomunión mayor lanzada por el papa contra el monje Martín Lutero, que se había alzado en 1517 contra el comercio de las indulgencias, fue el pretexto de la Reforma. Lutero quemó solemnemente la bula del papa. A partir de este momento su nombre encarnó la protesta religiosa y política creciente. El movimiento de reforma de la Iglesia encontró una viva resistencia por parte del alto clero y de la alta nobleza. Empezó en Sajonia en 1521 y se extendió por toda Alemania. Engels habla en estos términos de los acontecimientos que siguieron a los comienzos de la Reforma: “Dos levantamientos políticos respondieron al llamamiento de revuelta contra la Iglesia lanzado por Lutero: primero se alzó, en 1523, la pequeña nobleza, dirigida por Franz von Sickingen; siguió después la gran guerra de los campesinos. La derrota de estos movimientos se debió particularmente a las vacilaciones de la parte interesada, la burguesía de las ciudades, vacilaciones que no explicaremos aquí. A partir de este momento, la lucha degeneró en duelo incesante entre los príncipes y el poder central del emperador, y Alemania quedó durante doscientos años borrada del número de las naciones europeas políticamente activas. La Reforma luterana se convirtió naturalmente en una nueva religión, y una religión adecuada a la monarquía absoluta. En cuanto los campesinos del Nordeste de Alemania aceptaron el luteranismo, se convirtieron en siervos.” (Obra citada) De Alemania la Reforma se extendió a todos los países europeos, provocando por todas partes profundas modificaciones en la estructura de la Iglesia y contribuyendo a fortalecer a la burguesía comerciante y a libertarla de los lazos del feudalismo. La Reforma alemana ejerció igualmente una gran influencia en la gran revolución inglesa, en la que se vio a menudo a las tendencias políticas revestir formas religiosas. Los rasgos principales de la Reforma (religiosidad, misticismo, exaltación) dejaron su sello en la revolución inglesa. Los cuadros del ejército revolucionario de Cromwell estaban formados por puritanos, enemigos mortales de la Iglesia católica.