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Libros y compilaciones

Introducción a la edición de The case of Leon Trotsky (1969)

Introducción a la edición de The case of Leon Trotsky (1969)

Este libro contiene la trascripción textual de las audiencias realizadas por la Comisión Preliminar de Investigación sobre los Cargos Hechos Contra León Trotsky en los Procesos de Moscú. La Comisión Dewey, tal como se la conoce, fue un organismo independiente e imparcial puesto en marcha en marzo de 1937 por el Comité Norteamericano de Defensa de León Trotsky. Su único propósito era el de constatar toda la información disponible sobre los Procesos de Moscú en los cuales Trotsky y su hijo, León Sedov, fueron los principales acusados, y emitir un juicio sobre la base de esa información. La Subcomisión condujo trece audiencias en la casa del revolucionario exiliado en Coyoacán, México, D.F., entre el 10 y el 17 de abril de 1937. Durante estas sesiones recibió el testimonio de Trotsky y el de su secretario, Jan Frankel, interrogó a ambos testigos, escuchó la respuesta de Trotsky a las acusaciones contra él y su descargo contra el gobierno soviético. La Subcomisión aceptó, sujetas a verificación, las pruebas documentales presentadas por él.
Los motivos de la creación de la Comisión y su trabajo estuvieron vinculados a uno de los acontecimientos políticos más cruciales y trágicos de la década de 1930: las prolongadas y sangrientas purgas y los juicios fraguados a través de los cuales Stalin consolidó su tiranía terrorista personal sobre la Unión Soviética.

Sus secuaces montaron cuatro juicios clave entre 1936 y 1938. El primero fue “el juicio de los dieciséis”, con Zinoviev, Kamenev, Smirnov, Mrachkovsky y otros como acusados; el segundo, “el juicio de los diecisiete”, que incluía a Pyatakov, Radek, Sokolnikov, Muralov, Serebryakov y otros, tuvo lugar en enero de 1937. Luego siguió el juicio secreto al Mariscal Tujachevsky y un grupo de generales de alto rango del Ejército Rojo en junio de 1937; y, finalmente, “el juicio de los veintiuno” (Rykov, Bujarin, Krestinsky, Rakovsky, Yagoda y otros) en marzo de 1938.

Los hombres en el banquillo incluían a todos los miembros del Politburó de Lenin, excepto el mismo Stalin. Trotsky, a pesar de su ausencia, fue el principal acusado en estos procesos. Él y la vieja guardia bolchevique estaban acusados de complotar para asesinar a Stalin y otros dirigentes soviéticos, de conspirar para desbaratar el poder económico y militar del país, y de matar a masas de trabajadores rusos. También fueron acusados de trabajar, desde los primeros días de la Revolución Rusa, para los servicios de espionaje de Gran Bretaña, Francia, Japón y Alemania, y de hacer acuerdos secretos con agentes de Hitler y el Mikado con el objetivo de ceder vastas porciones del territorio soviético a los imperialismos alemán y japonés. Los acusados en Moscú confesaron abyectamente su culpabilidad; sólo Trotsky no lo hizo.

Los juicios de estos notables fueron acompañados y seguidos de una purga espantosa de personas de todas las esferas de la vida soviética: miembros del partido, oficiales militares, dirigentes de la Comintern, intelectuales, funcionarios, trabajadores comunes y campesinos. Aún no se sabe cuántos fueron atrapados en esta red sangrienta, ya que los regímenes posestalinistas aún se niegan a divulgar los hechos. Pero el número de víctimas rondaba los millones. Stalin no perdonó ni a sus colaboradores más cercanos ni a los miembros de su propia familia. Hasta los jefes de la policía secreta, Yagoda y Yezhov, quienes organizaron los primeros juicios, fueron masacrados más tarde.

Stalin arrestó y ejecutó a casi todos los bolcheviques importantes que habían participado en la Revolución. De los 1.966 delegados ante el XVII Congreso del Partido en 1934, 1.108 fueron arrestados. De los 139 miembros del Comité Central, 98 fueron arrestados. Junto con los tres mariscales soviéticos, entre un tercio y la mitad de los 75.000 oficiales del Ejército Rojo fueron arrestados y ejecutados.
Las purgas de la década de 1930 fueron tan extendidas que ninguna figura destacada de la Revolución de Octubre, que le había dado el poder a los bolcheviques, sobrevivió para festejar el 50° aniversario del acontecimiento, salvo el lugarteniente leal de Stalin, Vyacheslav Molotov, quien fue retirado deshonrosamente en 1958. El terror ha dejado cicatrices duraderas en la sociedad soviética. Hoy en día existen allí pocas familias que no hayan padecido sus efectos de una forma u otra.

* * *
Las audiencias de la Subcomisión en México tuvieron lugar en abril de 1937, entre el segundo y el tercer Proceso de Moscú. En los juicios de agosto de 1936 y enero de 1937, Trotsky y Sedov habían sido declarados culpables sin oportunidad alguna de que se escucharan sus defensas. Ellos habían negado su culpabilidad a través de la prensa internacional y, a su vez, habían acusado al gobierno soviético de basar sus “condenas” sobre pruebas falsas. De hecho, las confesiones forzadas de los acusados durante los juicios públicos fueron la única base de los veredictos.

Trotsky fue el único de los dirigentes bolcheviques acusados que estaba más allá del puño de Stalin. Cuando Zinoviev y Kamenev fueron procesados, Trotsky había desafiado a Moscú a que pidiera su extradición de Noruega, donde vivía en aquel entonces como exiliado de la Unión Soviética. Este procedimiento hubiera llevado su caso ante un tribunal noruego. En lugar de esto, el gobierno noruego, bajo gran presión económica y diplomática por parte del embajador del Kremlin, mantuvo aislados a Trotsky y a su esposa. Durante seis meses fue silenciado, y se le negó la posibilidad de responder las acusaciones monstruosas que se le imputaban.
En cuanto obtuvo el asilo en México en enero de 1937, Trotsky exigió públicamente la creación de una comisión internacional de investigación, ya que se le había negado toda oportunidad de responder a las acusaciones ante un tribunal legalmente constituido. Pidió que tal organismo fuera constituido por personalidades irreprochables que tomaran su testimonio y consideraran las pruebas documentales de su inocencia y la de Sedov.

En un discurso preparado para ser transmitido telefónicamente desde la Ciudad de México ante una gran reunión en el Hipódromo de Nueva York, el 9 de febrero, Trotsky hizo la siguiente dramática declaración: “Si esta Comisión decide que soy culpable en el más mínimo grado de los crímenes que me imputa Stalin, me comprometo de antemano a entregarme voluntariamente a las manos de los ejecutores de la GPU [policía secreta soviética-NdE]”.

Esta investigación estaba justificada categóricamente en vistas de la controversia y la consternación suscitadas por los juicios, la sospecha generalizada de su autenticidad, las numerosas vidas en riesgo y la gravedad de los problemas que planteaban. Trotsky tenía derecho a comparecer ante los tribunales y establecer la credibilidad de los cargos, no sólo para defender su honor y reputación como revolucionario, sino también para impedir más juicios y ejecuciones.

Los miembros de la Comisión en Pleno eran John Dewey, su presidente, el filósofo y liberal más destacado de los Estados Unidos; Otto Ruehle, biógrafo de Karl Marx y antiguo miembro del Reichstag quien, junto con Liebknecht, fue el único que votó contra la guerra en 1914-15; Benjamin Stolberg y Suzanne LaFollette, periodistas norteamericanos; Carleton Beals, experto en asuntos latinoamericanos; Alfred Rosmer, quien en 1920-21 había sido miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista; Wendelin Thomas, dirigente de la revuelta de los marineros de Wilhelmshaven en noviembre de 1918 y luego miembro comunista del Reichstag alemán; Edward A. Ross, profesor de Sociología en la Universidad de Wisconsin; John Chamberlain, ex crítico literario del New York Times; Carlo Tresca, reconocido dirigente anarquista ítalo-norteamericano; y Francisco Zamora, periodista mexicano.
Los primeros cinco integraron la Subcomisión que viajó a Coyoacán. John Finerty, famoso como abogado defensor en juicios políticos norteamericanos de la magnitud de los de Tom Mooney y Sacco y Vanzetti, se desempeñó como asesor legal de la Comisión. Albert Goldman de Chicago fue el abogado defensor de Trotsky.

Los miembros de la Comisión tenían opiniones políticas e ideológicas ampliamente divergentes, y ninguno de ellos era seguidor de Trotsky. Estaban interesados en la verdad histórica y deseaban verificar los hechos del caso. Habían sido mandatados por comités similares en Francia, Inglaterra y Checoslovaquia para cumplir con esta responsabilidad.

La toma del testimonio en México fue seguida de meses de una minuciosa investigación. La Comisión hizo públicas sus conclusiones en Nueva York el 21 de septiembre de 1937. Declaró:

(1) Los Procesos de Moscú se condujeron de tal forma que convencerían a cualquier persona imparcial de que no se hizo ningún esfuerzo por descubrir la verdad. (2) Aunque las confesiones merecen la más seria consideración, en sí mismas contienen improbabilidades intrínsecas tales que convencen a la Comisión de que no representan la verdad, independientemente de los medios empleados para obtenerlas.

La Comisión, por consiguiente, concluyó que los Procesos de Moscú fueron fraguados y que Trotsky y Sedov no eran culpables de los dieciocho cargos que les imputaba acusación (el informe completo de las conclusiones fue publicado por Harper & Brothers en 1938 bajo el título de Not Guilty1 en un volumen que acompañaba a este).

* * *

El veredicto fue pronunciado hace treinta años. Desde entonces, la opinión pública progresista del mundo entero, no sólo en países capitalistas sino también en la mayoría de los países comunistas, ha llegado a reconocer las falsificaciones monstruosas perpetradas por Stalin contra sus oponentes políticos.

Los sucesores de Stalin, al frente del gobierno soviético, han reconocido también a su modo esta verdad, mediante la acusación del dictador fallecido y la rehabilitación póstuma de algunas de sus víctimas (Trotsky no está aún entre ellas). En su famoso discurso secreto ante el XX Congreso del Partido Comunista Soviético en febrero de 1956, Khrushchev expuso parcialmente las atrocidades de los pogromos de Stalin, y los medios por los cuales sus agentes arrancaban confesiones falsas de las víctimas autoinculpadas bajo extorsión. Stalin emergió claramente entonces como el verdadero criminal detrás de estos procesos, la figura siniestra que escaló a una supremacía irrestricta pasando por encima de la montaña de cadáveres de aquellos que había difamado. Por ende, la historia ya ha reivindicado el trabajo y las conclusiones de la Comisión Dewey. Una explicación plena y definitiva de estos crímenes deberá esperar muy probablemente hasta que los discípulos burocráticos de Stalin sean reemplazados a su vez por representantes honestos del pueblo soviético, quienes lleven adelante una revisión minuciosa de los juicios y las purgas para así restaurar el honor de todas sus víctimas. Este volumen facilitará esa tarea.

Tiene aún otro valor. En el transcurso de los trece días del Contraproceso, Trotsky fue sujeto a un interrogatorio muy minucioso por parte de su abogado y un contrainterrogatorio por parte de los miembros de la Comisión y sus asesores. Tuvo que hacer más que denunciar la falsedad de las acusaciones de Moscú. Tuvo que relatar los principales eventos de su carrera, explayarse sobre sus ideas, describir y explicar los desconcertantes cambios que habían ocurrido en la Unión Soviética desde Lenin a Stalin. Tuvo que analizar los debates de las disputas fraccionales dentro del comunismo ruso y mundial, retratar las personalidades destacadas de las luchas, y abordar cada fase de la terrible pugna que lo opuso a Stalin y que condujo a los juicios.

Asistí a las audiencias como secretario nacional del Comité Norteamericano para la Defensa de León Trotsky, y recuerdo vívidamente la tensión que se respiraba en la larga y estrecha sala atrincherada, donde Trotsky se esforzaba día a día por responder a todas las preguntas que se le hacían en un idioma, el inglés, que le era ajeno. Fue un logro intelectual prodigioso.
“Hacia el final de las audiencias ninguna pregunta había quedado sin respuesta, ninguna cuestión importante permanecía confusa y ningún acontecimiento histórico significativo requería mayor aclaración”, escribió Isaac Deutscher en El profeta desterrado.

Trece años más tarde, Dewey, que había dedicado gran parte de su vida al debate académico y seguía tan opuesto como siempre a la Weltanschauung2 de Trotsky, recordó con entusiasta admiración “el vigor intelectual con que Trotsky recogió y organizó todas sus pruebas y argumentos y nos transmitió el significado de cada dato pertinente”. La fuerza de la lógica de Trotsky se impuso sobre sus oraciones mal construidas, y la claridad de sus ideas brilló a través de todos sus errores verbales. Ni siquiera su ingenio flaqueó y, al contrario, despejó a menudo lo sombrío del tema. La integridad de su posición, sobre todo, le permitió vencer toda restricción y constricción externa. Se mantuvo erguido como la verdad misma, desaliñado y sin adornos, sin coraza y sin escudo, y sin embargo magnífico e invencible [The Prophet Outcast, Oxford, 1963, pp.381/2–NdE]3.

Las actas de las audiencias son por ende un compendio extenso y valioso de información sobre los acontecimientos, las personalidades y los problemas de la Revolución Rusa y la Unión Soviética. Presenta las ideas y las posiciones del marxismo, del bolchevismo y del trotskismo sobre una amplia variedad de cuestiones.
Trotsky hizo su discurso final el último día de las sesiones. Concluyó con la reafirmación de su confianza en el triunfo último de la causa del socialismo a la cual le había dedicado su vida. Las trágicas circunstancias que sirvieron de telón de fondo a sus palabras, las hacían aún más conmovedoras e impactantes. ¡Estimados miembros de la Comisión! La experiencia de mi vida, en la que no han escaseado ni los triunfos ni los fracasos, no sólo no ha destruido mi fe en el claro y luminoso futuro de la humanidad, sino que, por el contrario, me ha dado un temple indestructible. Esta fe en la razón, en la verdad, en la solidaridad humana que a la edad de dieciocho años me llevó a las barriadas obreras de la ciudad provinciana rusa de Nikolaief, la he conservado plena y completamente. Se ha vuelto más madura, pero no menos ardiente. En el hecho mismo de la formación de esta Comisión –en el hecho de que a su cabeza esté un hombre de una autoridad moral inquebrantable, un hombre que en virtud de su edad debería tener el derecho a permanecer por fuera de las escaramuzas de la arena política– en este hecho veo un refuerzo nuevo y verdaderamente magnífico del optimismo revolucionario que constituye el elemento fundamental de mi vida. Se hizo silencio en el auditorio mientras el revolucionario prometeico concluía su prolongada y apasionada exposición. Las sombras del ocaso de la tarde se extendían afuera sobre el patio. “Cualquier cosa que yo diga está de más”, remarcó un John Dewey de pelo blanco, y dio cierre a las audiencias. Su contenido ha quedado preservado en las páginas siguientes.

GEORGE NOVACK, 1ro. de marzo de 1968.