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Clásicos de León Trotsky online

IV - La teoría fabiana del socialismo

IV - La teoría fabiana del socialismo

 

 

Hagámonos una violencia necesaria a nosotros mismos y leamos el artículo en el cual Ramsay Macdonald exponía sus opiniones unos días antes de abandonar el Poder[1]. Advertimos de antemano al lector que tendremos que penetrar en el almacén de ideas de un anticuario, en donde el olor sofocante de la naftalina estorba, sin embargo, el trabajo victorioso de los mitos.
 
“En el dominio del sentimiento y de la conciencia (así comienza Macdonald), en el dominio espiritual, el socialismo es la religión al servicio del pueblo.” El burgués bien intencionado, el liberal avanzado que “sirve” al pueblo yendo hacia él de soslayo, o más exactamente desde arriba, se traiciona en seguida en estas palabras. Esta manera de abordar el problema remonta a aquel pasado lejano en que los intelectuales radicales se establecían en los barrios obreros de Londres para dedicarse a la enseñanza y a la educación. ¡Qué monstruoso anacronismo en estas palabras, aplicadas al Labour Party actual, que tiene su base inmediata en las Trade-Unions!
 
La palabra religioso no debe entenderse aquí en un sentido simplemente patético. Se trata del cristianismo en su interpretación anglosajona. “El socialismo está fundado sobre el Evangelio (declara Macdonald) y representa una tentativa profundamente pensada (¡caramba!) y decisiva de cristianizar al gobierno y la sociedad.” Nuestra opinión es que en este camino se encuentran algunas dificultades. Primero: los pueblos que la estadística considera como cristianos forman un 37 por 100 aproximadamente de la humanidad. ¿Qué hacer del mundo no cristiano? Segundo: el ateísmo hace progresos considerables entre los pueblos cristianos, y señaladamente en los medios proletarios. En los países anglosajones esto no se advierte tanto como en ciertos otros pueblos. Pero la humanidad, aun la cristiana, no se compone sólo de anglosajones. En la Unión Soviética, poblada por 130 millones de almas, el ateísmo es una doctrina oficialmente propagada por el Estado. Tercero: Inglaterra domina desde hace varios siglos la India. Los pueblos europeos, Inglaterra a la cabeza, se han abierto desde hace tiempo caminos hacia la China. Sin embargo, el número de ateos aumenta más rápidamente en Europa que el de cristianos en la India y en China. ¿Por qué? Porque el cristianismo se les aparece a los chinos y a lo indios como una religión de opresores, de conquistadores, de esclavizadores, de temibles bandidos que se introducen con violencia en la casa ajena. Los chinos saben que los misioneros cristianos preparan el camino a los acorazados. He aquí lo que es el cristianismo real, histórico, auténtico. ¿Y este cristianismo sería el asiento del socialismo? ¿Para China y para la India? Cuarto: el cristianismo existe, según la cronología oficial, desde hace mil novecientos veinticinco años. Antes de llegar a ser la religión de Macdonald, fue la de los esclavos romanos, la de los bárbaros nómadas que se fijaron en Europa, la de los déspotas coronados y no coronados, de los feudales, de la Inquisición, de Carlos Estuardo y, bajo un nuevo aspecto, de Cromwell, que decapitó a Carlos Estuardo. Es finalmente ahora la religión de Lloyd George, de Churchill, del Times y, preciso es admitirlo, del piadoso cristiano que fabricó la falsa carta de Zinoviev, para gloria de las elecciones conservadoras de la más cristiana de las democracias. ¿Cómo es que el cristianismo, que penetró durante dos milenios, mediante la predicación, la coacción escolar, la amenaza de los suplicios del más allá, los fuegos del infierno y el brazo secular en la conciencia de los pueblos de Europa, convirtiéndose así en su religión oficial, ha conducido en el siglo XX de su existencia a la más sangrienta y espantosa guerra, después de haber sido, por otra parte, los restantes diez y nueve siglos de la historia cristiana siglos de crímenes y de atrocidades? ¿Dónde están las razones racionales para esperar que la “divina enseñanza” pueda establecer en el siglo XX, en el XXI o en el XXV de su historia, la igualdad y la fraternidad allí donde santificó la violencia y la esclavitud? Sería un error esperar de Macdonald respuesta a estas preguntas escolares. Nuestro sabio es evolucionista, es decir, cree que todo mejora “gradualmente”, con la ayuda de Dios. Macdonald es un evolucionista; no cree en el milagro, no cree en los saltos bruscos, un caso único exceptuado que se produjo hace mil novecientos veinticinco años: el Hijo de Dios intervino entonces en la evolución orgánica y puso en circulación un cierto número de verdades celestiales, de las cuales el clero extrae desde entonces una abundante renta territorial.
 
La justificación cristiana del socialismo la encontramos en dos frases decisivas: “¿Quién negará que la pobreza es un mal no solamente privado, sino social? ¿Quién no tiene compasión por la pobreza?” Se nos ofrece aquí como socialismo la filosofía de un burgués filántropo, dispuesto a interesarse por las cuestiones sociales, que compadece a los pobres y hace de su “compasión” la “religión de su conciencia”, una religión que altera poco, por lo demás, sus costumbres en los negocios.
 
¿Quién no siente compasión por la pobreza? Es sabido que toda la historia de Inglaterra es la de la compasión de las clases pudientes por la pobreza de sus masas laboriosas. Para no retroceder en lo lejano de los siglos, basta seguir esta historia a partir del siglo XVI, por ejemplo, a partir de la delimitación de las tierras de los campesinos, es decir, de la transformación de la mayoría de estos últimos en vagabundos sin asilo. En aquella época, la compasión hacia la pobreza se expresó por medio de las galeras, los patíbulos, la ablación de las orejas y multitud de otras medidas análogas, inspiradas por la caridad cristiana. La duquesa de Sutherland terminó a principios del siglo último la delimitación de las tierras de los campesinos en el Norte de Escocia, y Marx nos ha hecho el impresionante relato de esta hazaña de verdugo en líneas inmortales, en las que no encontramos por cierto nada de “compasión” babosa, pero en las que, en cambio, hallamos la apasionada indignación del revolucionario[2]. ¿Quién no siente compasión por la pobreza? Leed la historia del desarrollo industrial de Inglaterra y, en particular, de la explotación del trabajo infantil. La piedad inspirada a la riqueza por la pobreza jamás preservó a ésta de las humillaciones de la miseria. En Inglaterra menos que en parte alguna, la pobreza no consiguió algo nada más que cuando logró coger a la riqueza por el cuello. ¿Es necesario demostrarlo en un país que tiene un siglo de historia de lucha de clases y en que esta historia es la de las concesiones parsimoniosas y de las represiones sin piedad?
 
“El socialismo no cree en la violencia [continúa Macdonald]. El socialismo es la salud, no una enfermedad mental… Es por lo que, a causa de su naturaleza misma, rechaza con horror la violencia… Sólo usa de armas intelectuales y morales.” Todo esto es muy bonito, aunque no muy nuevo; las mismas ideas han sido expuestas en el Sermón de la montaña, y con un estilo mucho mejor. Hemos recordado ya más arriba a qué han conducido estas ideas. No vemos por qué motivo la repetición, desprovista de talento, del Sermón de la montaña por Macdonald daría mejores resultados. Tolstoi, que disponía de medios de persuasión mucho más poderosos, no logró ni aun conducir al Evangelio a los miembros de su propia familia, grandes terratenientes. Macdonald predicaba desde el poder la inadmisibilidad de la violencia. Recordaremos que bajo su gobierno la policía no fue licenciada, lo tribunales no fueron abolidos, las prisiones no fueron destruidas, los barcos de guerra no fueron echados a pique; por el contrario, se construyeron otros nuevos. Ahora bien, la policía, los tribunales, las cárceles, el ejército y la flota son, en cuanto nos es permitido juzgar, instrumentos de violencia. El reconocimiento de esta verdad, que “el socialismo es la salud y no una enfermedad mental”, no le impidió en modo alguno a Macdonald seguir en la India y Egipto las huellas sagradas del gran cristiano Curzon. En calidad de cristiano, Macdonald rechaza “con horror” la violencia; en calidad de Premier, aplica todos los métodos de la opresión capitalista y transmite intactos a su sucesor conservador los instrumentos de violencia. ¿Qué significa en la práctica, al fin de cuentas, está repudiación de la violencia? Solamente esto: que los oprimidos no deben recurrir a la violencia contra el Estado capitalista; los obreros contra la burguesía, los colonos contra los lores, los indos contra la administración británica y el capital inglés. El Estado, creado por la violencia de la monarquía sobre el pueblo, de la burguesía sobre los obreros, de los landlord sobre los colonos, de los oficiales sobre los soldados, de los esclavistas anglosajones sobre los pueblos coloniales, de los cristianos sobre los paganos; el Estado, ese aparato secular de violencia, amasado con sangre, inspira a Macdonald una piadosa veneración. Sólo siente “horror” por la violencia libertadora. Tal es la sacrosanta significación de su “religión del servicio del pueblo”.
 
“Hay, dice, en el socialismo la antigua y la nueva escuela. Nosotros pertenecemos a la nueva.” El ideal de Macdonald (porque tiene un ideal) es común a las dos escuelas, pero la nueva tiene un plan de realización “mejor”. ¿Qué plan es éste? Macdonald no nos deja sin respuesta: “No tenemos conciencia de clase. Nuestros adversarios están imbuidos de conciencia de clase. Nosotros, por el contrario, queremos, en lugar de la conciencia de clase, hacer resaltar el sentimiento de la solidaridad social.” E insistiendo en pasar del vacío al hueco, Macdonald concluye: “La guerra de clases no es obra nuestra. Es el fruto del capitalismo, que la producirá siempre, de igual modo que el cardo produce cardos.” Que Macdonald no tenga conciencia de clase en tanto que los jefes de la burguesía la tienen, es un hecho perfectamente innegable y significa en realidad que el Labour Party no tiene por el momento la cabeza sobre los hombros, mientras que el partido de la burguesía inglesa sí tiene una, por lo demás, dura de frente y de nuca. Y si Macdonald se limitara a reconocer que su cabeza es algo débil por lo que se refiere a dicha “conciencia”, no tendríamos razón de discutir. Pero Macdonald quiere hacer de una cabeza débil de “conciencia” un programa. Con lo cual no es posible transigir.
 
“La guerra de clases [dice Macdonald] es obra del capitalismo,” Naturalmente, esto es falso. La guerra de clases es anterior al capitalismo. Pero es cierto que la guerra contemporánea de clases (proletariado contra burguesía) es obra del capitalismo. Es asimismo verdad “que siempre será su fruto”, en otros términos, que continuará mientras dure el capitalismo. Pero en toda guerra es evidente que hay dos beligerantes. Nuestros enemigos, que, según Macdonald, “defienden y quieren mantener una clase privilegiada”, son uno de ellos. Desde el momento en que nos pronunciamos por la abolición de la clase privilegiada, que no quiere abandonar la escena, parece que éste sería justamente el contenido esencial de la lucha de clases. Pero no; Macdonald entiende que es preciso “hacer resaltar” la conciencia de la solidaridad social. ¿Con quién? La solidaridad de la clase obrera expresa su cohesión interior en la lucha contra la burguesía. La solidaridad social predicada por Macdonald es la de los explotados y de les explotadores, es decir, una defensa de la explotación. Macdonald se lamenta a este propósito de que sus ideas difieran de las de nuestros abuelos: es a Carlos Marx a quien hace alusión. En verdad, Macdonald difiere del “abuelo” en el sentido de que vuelve al bisabuelo. La embrollada ideología que nos sirve como la de la nueva escuela, significa un retorno (sobre una base histórica enteramente nueva) al socialismo sentimental de la pequeña burguesía, sometido por Marx ya en 1847, y bastante antes, a una crítica aplastante.
 
A la lucha de clases, Macdonald opone la idea de la solidaridad de todos los buenos ciudadanos que aspiran a transformar la sociedad mediante reformas democráticas. La lucha de clases, en esta concepción, queda sustituida por la actividad “constructiva” de un partido político edificado, no sobre una base de clase, sino sobre los fundamentos de la solidaridad social. Estas magníficas ideas de nuestros bisabuelos (Robert Owen, Weitling y otros), convenientemente endulzadas y adaptadas al uso parlamentario, revisten un aire particularmente absurdo en la Inglaterra contemporánea, en la que existe un partido obrero, poderoso por sí mismo, apoyado en las Trade-Unions. En ningún otro país del mundo el carácter de clase del socialismo ha sido tan objetivamente revelado por la historia, de una manera evidente, indiscutible, empírica, puesto que el partido obrero nació allí del grupo parlamentario de las Trade-Unions, es decir, de una organización de clase de los asalariados. Cuando los conservadores, como, por lo demás, lo liberales, intentan impedir a las Trade-Unions la cotización política, oponen, no sin éxito, la concepción idealista del partido de un Macdonald al carácter empírico de clase que el partido obrero ha revestido en Inglaterra. Es verdad que en las esferas superiores del Labour Party hay un cierto número de intelectuales fabianos y de liberales desesperados, pero cabe desde luego abrigar la firme esperanza de que los obreros barrerán más pronto o más tarde esa escoria; por lo demás, los cuatro y medio millones de votos reunidos en el Labour Party son, con un número insignificante de excepciones, votos obreros. Todos los obreros están lejos aún de votar por su partido; pero los obreros son casi los únicos que votan por el Labour Party.
 
De ningún modo queremos decir que los fabianos, los “Independientes” y los oriundos del liberalismo no tengan influencia sobre la política de la clase obrera. Su influencia es; por el contrario, muy grande, pero no tiene carácter propio Los reformistas en lucha contra la conciencia de clase del proletariado son, en último análisis, un instrumento de la clase directora.
 
Toda la historia del movimiento obrero inglés está señalada por la presión de la burguesía sobre el proletariado, presión ejercida por intermedio de los radicales, de los intelectuales, de los socialistas de salón y de Iglesia, de los Owenistas, quienes niegan la lucha de clases, hacen resaltar el principio de la solidaridad social, predican la colaboración con la burguesía, decapitan, debilitan y disminuyen políticamente al proletariado. De pleno acuerdo con esta tradición, el programa del Independent Labour Party (Partido obrero independiente) especifica que el partido “se esfuerza en reunir, al mismo tiempo que a los obreros organizados, a los hombres pertenecientes a todas las clases que creen en el socialismo”. Esta fórmula, conscientemente difusa, tiene por objeto velar el carácter de clase del socialismo. Nadie exige, naturalmente, que se cierren en absoluto las puertas del partido a los tránsfugas probados de las demás clases. Pero el número de éstos es en este momento muy insignificante si, en lugar de limitarse a componer la estadística de los medios directores, se toma al partido en su totalidad; y en el porvenir, cuando el partido se lance por el camino de la revolución, este número será todavía menor Los “Independientes” tienen necesidad de su fórmula “sobre los hombres de todas las clases” para engañar aun a los mismos obreros sobre las fuentes verdaderas de las clases, de sus fuerzas, sustituyéndolas por la ficción de una solidaridad superior a las clases.
 
Hemos recordado que muchos obreros votan aún por lo candidatos burgueses. Macdonald se ingenia en interpretar este hecho conforme a los intereses políticos de la burguesía. Es preciso considerar al obrero, no como un obrero sino como un hombre, enseña, y agrega: aun el torismo ha aprendido, en cierta medida, a tratar a los hombres como hombres. De este modo la mayoría de los obreros ha votado por el torismo. En otros términos, los conservadores, asustados por la presión de los obreros, han aprendido a adaptarse a los más atrasados de entre éstos, a desmoralizarlos, a engañarlos, a especular con sus más retrógrados prejuicios y a intimidarlos con ayuda de documentos falsos; así comprobamos que los tories facilitan con ello la prueba de que saben tratar a los hombres como hombres.
 
Las organizaciones obreras inglesas menos mezcladas en lo que se refiere a la composición de clase, las Trade-Unions, han sostenido al Labour Party sobre sus hombros. Los profundos cambios de la situación de Inglaterra (su debilitamiento en el mercado mundial, la modificación de su estructura económica, la caída de sus clases medias, el hundimiento del liberalismo) han hallado su expresión en este hecho. El proletariado tiene necesidad de un partido de clase; tiende a crearlo con todas sus fuerzas, ejerce presión sobre las Trade-Unions, paga cotizaciones políticas. Pero a esta creciente presión desde abajo, que sube de los talleres y de las fábricas, de los puertos y de 1a minas, se le opone la presión desde arriba, la de la política oficial, con sus tradiciones nacionales de “amor a la libertad”, de superioridad pacífica, de primacía cultural, de democracia y de piedad protestante. Todos estos elementos constitutivos; fundidos en una sola mixtura política (para el debilitamiento de la conciencia de clase del proletariado inglés), producen el programa fabiano.
 
Si Macdonald se esfuerza en presentar a un partido obrero abiertamente apoyado sobre las Trade-Unions como una organización extraña a las clases, ¿cuánto más el Estado democrático del capital inglés tendrá para él un carácter extraño a las clases? El Estado actual, gobernado por los terratenientes, los banqueros, los armadores y los magnates del carbón, no es una democracia “completa”. Subsisten en él ciertas lagunas: “La democracia y, por ejemplo [¡!], el sistema industrial sustraído a la administración del pueblo, son nociones incompatibles.” En otros términos, hay ahí una pequeña derogación de la democracia: la riqueza creada por la nación no le pertenece a ella, sino que pertenece a una ínfima minoría. ¿Tal vez sucede así por azar? No; la democracia burguesa es un sistema de instituciones y de medidas con ayuda de las cuales las necesidades y exigencias de las masas obreras van siendo, en el curso de su crecimiento, neutralizadas, deformadas, reducida a la imposibilidad de perjudicar o simplemente borradas. Quienquiera que diga que en Inglaterra, en Francia, en los Estados Unidos y demás democracias la propiedad privada està sostenida por la voluntad del pueblo, miente. Nadie ha consultado al pueblo sobre este punto. Los trabajadores nacen y son educados en condiciones que no han sido creadas por ellos. La escuela y la iglesia del Estado les inculcan nociones exclusivamente encaminadas al mantenimiento del orden existente. La democracia parlamentaria no hace sino resumir este estado de cosas. El partido de Macdonald entra en este sistema como una pieza indispensable. Cuando el curso de los acontecimientos (de un carácter habitualmente catastrófico, como los grandes desmoronamientos económicos, las crisis, las guerras) llega a hacer intolerable a los trabajadores el sistema social, éstos no tienen ni la posibilidad ni el deseo de canalizar su indignación revolucionaria por las vías de la democracia capitalista. Dicho de otro modo: cuando las masas comprenden hasta qué punto han sido engañadas, hacen la revolución. La revolución victoriosa les da el poder, y la posesión del poder les permite construir un mecanismo gubernamental en conformidad con sus intereses.
 
Pero es esto justamente lo que no admite Macdonald. “La revolución rusa, dice, nos ha dado una gran lección. Nos ha enseñado que la revolución sólo es devastación y calamidad.” El fabiano reaccionario se nos aparece aquí en toda su repugnante desnudez. ¡Las revoluciones sólo traen calamidades! Pero la democracia inglesa ha conducido a la guerra imperialista, y no sólo en el sentido general de la responsabilidad de todos los Estados capitalistas, sino también en el sentido directo, inmediato, de la responsabilidad de la diplomacia inglesa, que empujó a Europa conscientemente, calculadamente; hacia la guerra. Si la “democracia” inglesa hubiera anunciado su intervención en el conflicto al lado de la Entente, Alemania y Austria hubieran retrocedido probablemente. Si Inglaterra hubiese declarado de antemano su neutralidad, Francia y Rusia hubieran probablemente retrocedido. El Gobierno británico se condujo de otro modo: prometió en secreto su apoyo a la Entente y engañó deliberadamente a Alemania, permitiéndole esperar su neutralidad. La democracia inglesa premeditó así una guerra con cuyas destrucciones no pueden ser evidentemente comparadas en lo más mínimo las calamidades de la revolución. Fuera de esto, ¿qué oídos, qué frente son menester para afirmar de una revolución que ha derribado el zarismo, la nobleza y la burguesía, quebrantando a la Iglesia y despertado a una vida nueva a un pueblo de 150 millones de hombres, toda una familia de nacionalidades, qué la revolución es una calamidad, y nada más? Macdonald no hace otra cosa que repetir a Baldwin. Ni conoce ni comprende ni la revolución rusa ni la historia de Inglaterra. Nos vernos precisados a recordarle lo que recordábamos al Premier conservador. Si en el terreno económico la iniciativa perteneció hasta el último cuarto de siglo transcurrido a Inglaterra, en el terreno político Inglaterra se ha desarrollado, en el curso de los ciento cincuenta años últimos, a remolque, en ancha medida, de las revoluciones de Europa y de América. La gran revolución francesa, la revolución de julio de 1830, la de 1848, la guerra civil de los Estados Unidos (1850-1860), la revolución rusa dé 1905 y la de 1917 han estimulado el desenvolvimiento social de Inglaterra y jalonan su historia con las más importantes reformas legislativas. Sin la revolución rusa de 1917, Macdonald no hubiera sido Premier en 1924. Se entiende que no querernos decir que el Ministerio Macdonald haya sido la conquista más alta de la revolución de octubre. Pero fue, en todo caso, un producto derivado.
 
¡Y qué insensato orgullo fabiano: habiéndonos (¿quiénes nos?) la revolución rusa dado una lección, nosotros (¿quiénes?) prescindiremos de la revolución! Pero ¿por qué la lección de todas las guerras precedentes no os ha permitido prescindir de la guerra imperialista? Lo mismo que la burguesía califica cada guerra de “la última guerra”, Macdonald quisiera llamar a la revolución rusa la última. ¿Para qué tendría que hacer la burguesía inglesa concesiones al proletariado y renunciar pacíficamente, sin lucha, a su situación, si recibe por anticipado de Macdonald la firme seguridad de que, después de la experiencia de la revolución rusa, los socialistas ingleses no entrarán jamás en el terreno de la violencia? ¿Dónde y cuándo una clase dominante cedió jamás el poder y la propiedad a consecuencia de un apacible escrutinio? ¡Y se trata de una clase como la burguesía inglesa, que tiene tras de sí varios siglos de bandidaje mundial!
 
Macdonald se pronuncia contra la revolución a favor de la evolución orgánica. Y aplica a la sociedad nociones biológicas mal digeridas. La revolución, a sus ojos, es comparable, como una suma de modificaciones parciales, al desarrollo de los organismos vivos, a la metamorfosis de la crisálida en mariposa, etc., y en este último proceso ignora precisamente las fases críticas decisivas, aquellas en que el nuevo ser desgarra revolucionariamente su envoltura. Vemos unas líneas más adelante que Macdonald es “partidario de una revolución semejante a la que se realizó en las entrañas de la sociedad feudal cuando en ellas maduraba la revolución industrial”. Macdonald parece imaginar, en su escandalosa ignorancia, que la revolución industrial se realizó molecularmente, sin sacudidas, sin calamidades, sin devastaciones. Ignora sencillamente la historia de Inglaterra (y con mucha más razón la de los demás países), y no comprende que la revolución industrial, que maduró en las entrañas de la sociedad feudal bajo la forma del capital comercial, condujo a la reforma, puso a los Estuardos enfrente del Parlamento, engendró la guerra civil, arruinó y devastó a Inglaterra, para enriquecerla después.
 
Sería harto fastidioso interpretar aquí el proceso histórico de la metamorfosis de la crisálida en mariposa, a fin de deducir indispensables analogías sociales. Es más sencillo y más breve recomendar a Macdonald que reflexione en la antigua comparación de la revolución con un parto. ¿No se podría como en el caso de la revolución rusa, deducir una “lección”? No produciendo los dolores del alumbramiento “nada más” que angustias y sufrimientos (¡puesto que el niño no cuenta!), sería cosa de recomendar a los pueblos que se multiplicaran en el porvenir por los procedimientos indoloros del fabianismo, recurriendo a los talentos de comadrona de Mrs. Snowden.
 
Advertimos, no obstante, que esto no es tan fácil. El polluelo, aun ya formado en el huevo, tiene que ejercer la violencia para salir de su prisión calcárea; el polluelo fabiano que por sentimiento cristiano o por otras razones decidiera abstenerse de toda violencia, quedaría infaliblemente asfixiado por su cáscara. Los aficionados ingleses a las palomas consiguen por selección artificial crear una variedad de picos cada vez más cortos. Pero llega un momento en que el pico del pichonzuelo es ya tan corto, que el pobre animal no se halla en estado de romper la cáscara del huevo y perece víctima de la abstención forzada de toda violencia, quedando detenido el progreso ulterior de la variedad de picos cortos. Si nuestra memoria no nos es infiel, Macdonald puede leer este ejemplo en Darwin. Siguiendo el camino, tan agradable a Macdonald, de las analogías con el mundo orgánico, se puede decir que la habilidad política de la burguesía inglesa consiste en acortar el pico revolucionario del proletariado a fin de no permitirle agujerear la envoltura del Estado capitalista. El pico del proletariado es su partido. Teniendo en cuenta a Macdonald, Thomas, Mr. y Mrs. Snowden, hay que convenir en que el trabajo de selección de los picos cortos y de las cabezas blandas ha tenido un éxito brillante para la burguesía inglesa, ya que esos señores y esa dama no son ni buenos para horadar la envoltura del capitalismo ni buenos para nada.
 
Aquí termina la analogía, dejando de relieve cuanto hay de convencional en los datos incidentalmente tomados del manual de biología para reemplazar el estudio de las condiciones y de los caminos del desenvolvimiento histórico. La sociedad humana, aun cuando nacida del mundo orgánico e inorgánico, constituye una tan compleja conjugación, que requiere ser estudiada por separado. El organismo social difiere del organismo biológico, entre otras cosas, por una flexibilidad mucho más grande, por la capacidad de reagrupar sus elementos, por la elección consciente (hasta cierto punto) de sus instrumentos y de sus procedimientos, por la consciente utilización (en cierta medida) de la experiencia del pasado, etc. El pichón en su huevo no puede reemplazar su pico demasiado corto, y perece. La clase obrera (colocada ante el dilema de ser o no ser) puede muy bien arrojar a Macdonald y Mrs. Snowden y armarse para la destrucción del sistema capitalista con el pico de un partido revolucionario.
 
Una teoría groseramente biológica de la sociedad se reúne muy curiosamente en Macdonald al odio idealista cristiano hacia el materialismo. ¡Habláis de revolución y de saltos catastróficos, pero ved la naturaleza, ved cuán razonablemente se conduce el gusano cuando va a transformarse en crisálida, ved esa venerable tortuga, y descubriréis en sus movimientos el ritmo natural de la transformación social! ¡Id a la escuela de la naturaleza! Y Macdonald condena con este mismo espíritu el materialismo, “triste lugar común, alegato insensato desprovisto de finura espiritual e intelectual…” ¡Macdonald y la “finura”! ¿No es, en efecto, una “finura” extraordinaria pedir datos al gusano respecto de la actividad social del hombre y exigir a mismo tiempo para su uso personal un alma inmortal, asegurada en el más allá de una existencia confortable?
 
“Se acusa a los socialistas de ser poetas. Es verdad [explica Macdonald]: somos poetas. Imposible una buena política sin poesía. De manera general, nada hay bueno sin poesía.” El resto, por el estilo. Como conclusión: “El mundo necesita sobre todo un Shakespeare político y social.” Este charlatanismo sobre la poesía no es quizá en política tan corruptor como las declaraciones sobre la inadmisibilidad de la violencia. Pero en él se expresa la total impotencia espiritual de Macdonald de manera más convincente aún, si esto es posible. ¡Cobarde y apocado abstinente, tan poeta como un pedazo de trapo, que quisiera maravillar al mundo con sus gesticulaciones shakespirianas! He aquí dónde empiezan los “gestos de simio”, que Macdonald atribuía en otro tiempo a los bolcheviques.
 
¡Macdonald “poeta” del fabianismo! ¡La política de Sidney Webb, obra de arte! ¡El ministerio Thomas, poesía colonial! ¡Y, en fin, el presupuesto de Mr. Snowden, canto de amor triunfal de la City londinense!
 
En sus charlatanerías sobre el Shakespeare social, Macdonald no advierte a Lenin. ¡Qué dicha (si no para Shakespeare, para Macdonald) que el más grande poeta inglés haya vivido hace más de tres siglos: Macdonald ha tenido tiempo de descubrir a Shakespeare en Shakespeare! Jamás le hubiera reconocido si Shakespeare hubiese sido su contemporáneo. Macdonald ha omitido (completamente omitido) a Lenin. Su ceguera de filisteo se expresa así de dos modos: en sus vanos suspiros dirigidos a Shakespeare y en su ignorancia del más gran contemporáneo.
 
“El socialismo tiene interés por el arte y por los clásicos.” Este “poeta” posee en grado sorprendente el arte de transformar en vulgaridades ideas que por sí mismas no tienen nada de estúpidamente indigente. Basta para convencerse leer la deducción siguiente: “Aun en los países afligidos de una gran pobreza y de gran número de obreros sin trabajo, como desgraciadamente es el caso del nuestro, los ciudadanos no deben regatear tratándose de la compra de cuadros, y, en general, de todo aquello que suscita la admiración y eleva el espíritu así de los jóvenes como de los viejos.” No se distingue bien en este consejo si la compra de cuadros se recomienda también a los obreros sin trabajo y si se supone que les será concedida una ayuda suplementaria para satisfacer esa necesidad, o si Macdonald aconseja a los nobles gentlemen y a las ladies la adquisición de cuadros “a pesar del paro”, a fin “de elevar su espíritu”. Por fuerza tenemos que suponer que la segunda hipótesis se aproxima más a la verdad. Pero ¿no nos hallamos entonces en presencia de un pastor protestante, liberal de salón, que empieza hablando con un tono lacrimoso de la pobreza y de la “religión de la conciencia”, para decir después a sus mundanas ovejas que no se aflijan excesivamente y sigan llevando su tren de vida habitual? ¡Admítase, después de esto, que el materialismo es una simpleza y Macdonald un poeta social, con nostalgia de Shakespeare! En cuanto a nosotros, pensamos que si en el mundo físico hay un grado de frío absoluto, en el espiritual debe haber un grado de pedantería absoluta, y que tal es la temperatura ideológica de Macdonald.
 
Sidney y Beatriz Webb representan otra variedad de fabianismo. Están acostumbrados al trabajo sedentario, conocen el precio de las cifras y de los hechos, resultando de ahí ciertas limitaciones a su pensamiento amorfo. No son menos fastidiosos que Macdonald, pero suelen ser más edificantes cuando no salen del dominio de los hechos. En el de las generalizaciones, se sitúan un poco más arriba que Macdonald. En el Congreso de 1923 del Labour Party, Sidney Webb recordaba que el fundador del socialismo británico fue Robert Owen (y no Marx), que preconizó, no la lucha de clases, sino la doctrina, santificada por el tiempo, de la fraternidad humana. Sidney Webb considera hasta el presente a John Stuart Mill[3] como un autor clásico en economía política, y enseña, de acuerdo con éste, que la lucha debe poner frente a frente, no al capital y el trabajo, sino la aplastante mayoría de la nación y los que se apropian la renta territorial. Este solo rasgo caracteriza bastante el nivel de inteligencia teórica del más eminente de los economistas del Labour Party. El proceso histórico se desarrolla en
Inglaterra, como se sabe, de modo muy diferente a los deseos de Webb. Las Trade-Unions constituyen una organización del trabajo asalariado contra el capital. El Labour Party se ha desarrollado sobre la base de las Tade-Unions y ha hecho de Sidney Webb un ministro. Sidney Webb no ha realizado su programa más que en un sentido: se ha abstenido de combatir a los que se apropian la plusvalía. Pero tampoco ha combatido mucho más a los que se apropian la renta territorial.
 
Los esposos Webb han publicado en 1923 un libro titulado El crepúsculo del capitalismo. En el fondo, este libro no representa más que una repetición parcialmente corregida de los viejos comentarios de Kautsky al programa de Erfurt[4]. En cambio, la tendencia política del fabianismo está expresada en él con toda su desesperanza, esta vez semiconsciente. Que el sistema capitalista debe ser modificado, dicen los esposos Webb, no tiene duda (¿para quién no tiene duda?). Toda la cuestión es saber cómo será modificado. “Se le puede obligar a pasar gradualmente, pacíficamente, por adaptaciones prudentes y reflexivas, a una forma nueva.” Poca cosa se necesita para ello: buena voluntad por ambas partes. “Por desgracia”, relatan nuestros honorables autores, no se llega a un acuerdo respecto a las maneras de modificar el sistema capitalista por haber “gran número de gentes” que consideran que la abolición de la propiedad privada equivaldría a detener la rotación de la tierra alrededor de su eje. “Comprenden mal la esencia de las cosas.” Tal es, desgraciadamente, la situación. Todo podría arreglarse con general satisfacción, gracias a “reflexivas adaptaciones”, si los obreros y los capitalistas comprendieran igualmente lo que hay que hacer y de qué manera. Pero como este resultado, “por el momento”, no ha sido alcanzado, los capitalistas votan por los conservadores. ¿Conclusión? En cuanto a la conclusión, nuestros pobres fabianos pierden completamente el norte, y el “crepúsculo del capitalismo” se convierte en un lamentable “crepúsculo del fabianismo”. “Hasta la guerra mundial, escriben los Webb, parecía casi generalmente admitido que el orden social debía irse transformando poco a poco” en el sentido de una gran igualdad, etc. ¿Por quién estaba admitido? ¿Dónde estaba admitido? Nuestros hombres toman su pequeño hormiguero fabiano por el universo. “Pensábamos, tal vez equivocándonos (¡!), que el reconocimiento, característico para las islas Británicas (¡!), por parte de una estrecha clase directora de la justicia (¡!) de las reivindicaciones crecientes de las masas populares proseguiría y traería una transformación pacífica de la sociedad. Pero después de la guerra todo ha cambiado: las condiciones de existencia de las masas obreras han empeorado, estamos amenazados del restablecimiento del veto de una segunda Cámara (la Cámara de los Lores), especialmente reforzada a fin de oponerse a ulteriores concesiones a los obreros”, etc. ¿Qué conclusión podemos sacar de esto? Los esposos Webb han consagrado precisamente su libro a la rebusca desesperada de una conclusión. He aquí su frase final: “Ofrecemos este pequeño libro… como una tentativa, quizás vana, de incitación a las dos partes enemigas a comprender mejor el problema que se les plantea y también a mejor comprenderse mutuamente.” ¿No es una cosa magnífica? ¡Un librito instrumento de conciliación entre el proletariado y la burguesía! Resumamos: antes de la guerra parecía generalmente admitido que la sociedad actual está necesitada de mejoramiento; sin embargo, no había un acuerdo completo respecto de los cambios a efectuar; los capitalistas estaban por la propiedad privada, los obreros contra ella; después de la guerra la situación objetiva ha empeorado y se han acentuado las divergencias políticas; por consiguiente, los esposos Webb escriben un pequeño libro con la esperanza de incitar a las dos partes a una reconciliación; pero “es posible que esta esperanza sea vana”. Sí, es posible, muy posible. Estos honorables esposos Webb, tan convencidos del poder de la persuasión, debían, en nuestra opinión, proponerse al principio, en interés de la “evolución gradual”, un objetivo más simple: por ejemplo, conducir por la persuasión a unos cuantos criminales de cristianos de las altas esferas a renunciar al monopolio del comercio del opio y al envenenamiento en Oriente de millones de hombres.
 
¡Pobre fabianismo mezquino y limitado, vergonzoso en su pesadez intelectual!
 
Sería un intento completamente desesperado enumerar las otras variedades filosóficas del fabianismo, puesto que entre sus adeptos impera la “libertad de opinión”, en el sentido de que cada líder tiene su propia filosofía, que se reduce, en fin de cuentas, a los mismos elementos reaccionarios de conservadurismo, de liberalismo, de protestantismo, pero combinados de manera un tanto diferente. No nos quedamos excesivamente sorprendidos antes de ahora al ser informados por Bernard Shaw[5], autor tan espiritual, al parecer, y de un espíritu tan crítico, de que Marx ha sido superado desde hace bastante tiempo por el gran trabajo de Wells[6] sobre la historia universal. Los descubrimientos de este calibre, inesperados para la humanidad entera, se explican por el hecho de que los fabianos constituyen, desde el punto de vista teórico, un pequeño mundo extremadamente cerrado, profundamente provinciano, aunque vivan en Londres. Ni los conservadores ni los liberales tienen necesidad de sus concepciones filosóficas. La clase obrera, a la cual nada dan ni explican nada, tiene menos necesidad aún de ellas. Sus obras no sirven, en suma, sino para explicar a los fabianos mismos por qué existe el fabianismo. Al lado de la literatura pía, la suya es tal vez la más inútil y, en todo caso, la más aburrida de todas las formas de las obras del verbo.

Actualmente se habla en Inglaterra, en diversas esferas, con cierto desprecio de las gentes de la era victorina, es decir, de los hombres de acción de la época de la reina Victoria[7]. Desde entonces, todo se ha transformado en Inglaterra, pero el tipo del fabianismo es probablemente el que mejor se ha conservado. La época trivialmente optimista de la reina Victoria, en la que parecía que mañana sería un poco mejor que hoy y pasado mañana todavía mejor, ha encontrado su expresión más acabada en los Webb, los Snowden, los Macdonald y otros fabianos. Así parecen éstos los rústicos e inútiles supervivientes de una época definitivamente, irremediablemente naufragada. Se puede decir sin exageración que la Sociedad Fabiana, formada en 1884 con el fin de “despertar la conciencia social” es actualmente la agrupación más reaccionaria de la Gran Bretaña. Ni los clubs conservadores, ni la Universidad de Oxford, ni el episcopado inglés, ni otras instituciones clericales pueden, en grado alguno, entrar en competencia con los fabianos. Son éstas instituciones de clases enemigas, y el movimiento revolucionario del proletariado romperá inevitablemente sus diques. Pero el proletariado se ve contenido por sus propios medios directores, es decir, por los políticos fabianos y sus ayudantes. Estas autoridades infatuadas, pedantes, estos poltrones orgullosos y engreídos, envenenan sistemáticamente el movimiento obrero, oscurecen la conciencia del proletariado, paralizan su voluntad. Precisamente gracias a ellos el torismo, el liberalismo, la Iglesia, la Monarquía, la aristocracia y la burguesía siguen resistiendo y hasta se sienten bien montados. Los fabianos, los “Independientes”, los burócratas conservadores de las Trade-Unions constituyen actualmente en la Gran Bretaña, y tal vez en el desenvolvimiento mundial, la fuerza más contrarrevolucionaria que exista. Abatir a los fabianos es libertar la energía revolucionaria del proletariado de la Gran Bretaña, es decir, conquistar para el socialismo la muralla británica de la reacción, esto es, libertar a la India, a Egipto, y dar un poderoso impulso al movimiento y al desarrollo de los pueblos de Oriente. Repudiando la violencia, los fabianos sólo creen en el poder de las “ideas”. Si hubiera que desprender de esta filosofía hipócrita y vulgar el grano de verdad que contiene, todo quedaría reducido a comprobar que ningún régimen puede sostenerse únicamente por la violencia. Verdad que también se relaciona con el imperialismo británico. En un país en el que la inmensa mayoría de la población está formada por proletarios, la camarilla gobernante, imperialista, conservadora y liberal, no podría sostenerse ni un solo día si los medios de coacción de que dispone no estuvieran reforzados, completados, revestidos con ideas falsamente socialistas que engañan y desmoralizan al proletariado.

En el siglo XVIII, los propugnadores franceses de la “filosofía de las luces” veían en el catolicismo, en el clericalismo, en los curas, el principal enemigo, y pensaban que era necesario aplastar ante todo al “infame” para poder marchar adelante. Tenían razón, en el sentido de que el clero, el régimen de las supersticiones organizadas, la policía espiritual del catolicismo cerraban el camino a la sociedad burguesa, entorpeciendo el desarrollo de las ciencias, de las artes, de las ideas políticas y económicas. El fabianismo, la triste filosofía de Macdonald, el pacifismo juegan en este momento el mismo papel respecto al movimiento histórico del proletariado. Constituyen el apoyo principal del imperialismo británico y europeo, si no de la burguesía mundial. Es necesario a todo trance mostrar a los obreros la verdadera cara de estos pedantes satisfechos, de estos charlatanes eclécticos, de estos arrivistas sentimentales, de estos lacayos de la burguesía. Mostrarlos tales como son, es desacreditarlos para siempre. Desacreditarlos es hacer el mayor servicio al progreso histórico. El día en que el proletariado inglés se haya librado de la tara espiritual del fabianismo, la humanidad, la humanidad europea ante todo, crecerá de golpe una cabeza entera.



[1] Nota León Trotsky. Nos serviremos aquí de la traducción rusa de este artículo, publicada en Praga por el periódico socialista-revolucionario ruso Volia Navota.
[2] Nota Editorial. Las sangrientas hazañas de la duquesa de Sutherland son mencionadas por Marx como ejemplo de expropiación de las tierras de los labriegos, uno de los procedimientos de la acumulación primitiva. (El Capital, t. 1, cap. XXIV.) Marx había citado anteriormente el mismo ejemplo en una de sus correspondencias a la New-York Tribune de 1853. Citamos aquí el pasaje de El Capital donde se habla de la duquesa de Sutherland: “El mejor ejemplo del método seguido en el siglo XIX nos lo proporcionan los “esclarecimientos” de la duquesa de Sutherland. Tan pronto como esta dama, versada en la economía, llegó al poder, resolvió operar una radical cura económica y transformar en campos de pastoreo todo el condado, cuya población ya había sido reducida con operaciones similares a 15.000 habitantes. Estos 15.000 habitantes, formando unas 3.000 familias, fueron perseguidos sistemáticamente de 1814 a 1820 y expulsados. Todos sus pueblos fueron destruidos por el pico y el fuego y todas sus tierras fueron transformadas en campos de pastoreo. La ejecución estuvo a cargo de los soldados británicos, que llegaron a las manos con los indígenas. Una anciana pereció en el incendio de su choza por haberse negado a abandonarla. De este modo se apoderó la duquesa de 794.000 fanegas de tierra que pertenecían desde tiempo inmemorial al clan. A los indígenas expulsados les asignó en las orillas del mar unas 6.000 fanegas, es decir, dos fanegas por familia. Incultas hasta entonces, esas 6.000 fanegas no habían producido nada a sus propietarios. La duquesa llevó su bondad hasta arrendar la fanega a dos chelines y seis peniques por término medio a los miembros del clan que habían vertido durante siglos su sangre por su familia. Todas las tierras robadas fueron repartidas en 29 grandes cortijos, con una sola familia cada uno, en la mayor parte de los casos criados de granjas ingleses. En 1925, los 15.000 celtas habían sido reemplazados por 131.000 carneros. Los aborígenes, arrojados a la costa, intentaron vivir de la pesca. Se convirtieron en anfibios; vivieron, según la expresión de un escritor inglés, mitad en el agua, mitad en la tierra firme, y casi todos murieron de hambre. Pero les estaba reservado a los bravos celtas pagar más cara aún su idolatría montañesa y romántica por sus “grandes hombres”. El olor del pescado llegó hasta éstos. Descubrieron ahí una fuente de beneficios y arrendaron sus costas a los grandes pescaderos de Londres. Y los celtas fueron arrojados por segunda vez.”
[3] Nota Editorial. Juan Stuart Mill (1806-1873). Filósofo y economista inglés. En economía política, Mill estudió particularmente la teoría de la renta territorial, preconizando la imposición de impuestos elevados sobre todos los ingresos con ella relacionados. La doctrina de Mill ha ejercido una gran influencia sobre los socialistas fabianos ingleses, Webb y otros. Poderosamente influido él mismo por los utopistas franceses Fourier y Saint-Simon, Mill relaciona estrechamente en todas sus obras las cuestiones económicas a las cuestiones sociales y políticas. La obra más importante de Mill, sus Principios de Economía política, es profundamente ecléctica.
[4] Nota Traductor. Programa de Erfurt. Programa constitutivo, teórico-práctico, de la Socialdemocracia alemana, adoptado en el Congreso de su fundación, en Erfurt, y redactado en su mayor parte por el mismo Kautsky.
[5] Nota Editorial. Bernard Shaw, escritor y dramaturgo inglés, uno de los fundadores de la Sociedad Fabiana (véase la nota 25). Pacifista y socialista pequeñoburgués. Autor de varios dramas satíricos. En diciembre de 1924 dirigió una carta a las Izvestia de Moscú invitando al Gobierno de los Soviets a separarse de la III Internacional, y haciendo notar, entre otras cosas, que el “Señor Trotsky” se había permitido hablar de Mr. H. G. Wells en términos desdeñosos, “demostrando así que no había leído el Esquema de la Historia del Mundo de Wells y, por consiguiente, no podía concebir el inmenso progreso que esta obra representa respecto de El Capital de Carlos Marx”
[6] Nota León Trotsky. Hasta la carta de Bernard Shaw, juro que ignoraba aun la existencia de ese libro. Lo he conocido después; no puedo decir en conciencia que lo haya leído, porque he tenido suficiente con recorrer dos o tres capítulos para detener esa pérdida de tiempo. Imaginad una completa ausencia de método, de perspectiva histórica, de comprensión de la recíproca dependencia de los diversos aspectos de la vida social y, en general, de toda disciplina científica, cualquiera que fuese, e imaginad, además, que el historiador, cargado con esas cualidades, se pasea de arriba abajo, a través de la historia de varios milenios, con el despreocupado aspecto de un señor que da su paseo dominical. Esto es todo el libro de WeIs, destinado a reemplazar a la escuela marxista.
[7] Nota Editorial. La reina Victoria y su tiempo. Alude aquí el autor al largo reinado de la reina Victoria, que duró desde 1837 hasta 1901. El parlamentarismo inglés alcanzó su apogeo en el curso de este período. La gran burguesía industrial se colocó en la sociedad en primer término y ocupó en el Estado una situación predominante. En el curso de los sesenta y cuatro años de reinado de la reina Victoria se sucedieron alternativamente los Ministerios liberales y conservadores. La política interior y exterior de Inglaterra cambió a menudo. Los primeros años del reinado fueron los del régimen liberal, que se señaló por la abolición de los derechos de aduana sobre los trigos en 1846, la libertad de comercio y de concurrencia y diferentes reformas. Fueron éstas grandes victorias de la burguesía liberal. A partir de 1880, durante toda la vejez de la reina, el partido conservador se afianzó y persiguió su política imperialista, con el apoyo sin reservas de la vieja soberana.