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Francia

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En la escala del Pireo, Trotsky y Natalia se quedaron a bordo. En Catania, yo descendí a tierra con Natalia. Quizás también en Nápoles. Trotsky permaneció a bordo durante todo el viaje. Sufría de lumbago. Pasó, por así decir, todo el viaje en su cabina y la mayor parte del tiempo acostado. Escribió un breve artículo sobre el libro de Ignazio Silone, Fontamara. Agregó un toque de ironía al artículo fechándolo así: “A bordo del Bulgaria, 19 de julio de1933”, pues era un libro contra el fascismo y nosotros estábamos en un barco italiano.
El 24 de julio por la mañana nos acercábamos a Marsella. El capitán nos informó que había recibido instrucciones por radio según las cuales el barco debía detenerse en un determinado lugar en alta mar, a la altura de Marsella, y esperar allí una lancha de la policía. Pensamos que íbamos a bajar todo sen esa lancha y, en consecuencia, nos preparamos. De pronto, la lancha apareció y abordó el barco. La única persona que subió al buque fue Liova. Me entregó una carta que contenía instrucciones sobre lo que tenía que hacer y descendió rápidamente en la lancha con su padre y su madre, con algunas maletas de mano solamente. La lancha, donde también había policías franceses, desapareció rápidamente. El barco reanudó su marcha hacia el puerto. Todo sucedió tan velozmente que nos habíamos quedado con las pistolas, lo cual me ocasionó luego dificultades con la aduana francesa. Según las instrucciones de Liova yo debía partir de Marsella a Lyon por tren, con algunas valijas; de Lyon, después de haberme asegurado que ningún periodista seguía mis pasos, debía atravesar Francia y reunirme con Liova en la estación de Saintes, cerca de la costa atlántica, dos días después a una determinada hora de la mañana. Los otros miembros de nuestro grupo debían partir a París con la totalidad del equipaje y quedarse allí hasta nueva orden. Las medidas estaban destinadas a despistar a los periodistas y, en lo posible a la GPU. El 26 por la mañana me encontré entonces con Liova en la estación de Saintes y llegamos enseguida a la residencia donde estaba Trotsky. Era cerca de Saint-Palais, a unos diez kilómetros al norte de Royan. La casa se encontraba junto al mar, en un lugar donde la costa era rocosa y escarpada, a uno o dos kilómetros al norte del centro de Saint-Palais, no lejos de una playa llamada la Grande Cote. La residencia, Les Embruns (Las Brumas) estaba rodeada de un gran jardín y no había vecinos cercanos. Raymond Molinier la había descubierto y fue bien elegida. Además, eran las vacaciones; toda la costa era un lugar de veraneo y en las semanas siguientes nadie habría de prestar una particular atención a los habitantes de la casa, aun cuando su manera de vivir saliera un poco de lo común.
Me contaron el viaje de Marsella a Saint-Palais. La lancha había llegado a Cassis. Allí, un comisario especial de la Seguridad había hecho firmar a Trotsky una notificación que le acordaba el permiso de residir en Francia en las mismas condiciones que cualquier otro extranjero, sin ninguna restricción particular. De Cassis salieron en automóvil por Aix-en-Provence, Montpellier, Albi y Montauban. Pasaron la noche en Tonneins, un pueblito de Aquitania, y llegaron a Saint-Palais el 25 por la tarde. En el momento mismo en que llegaban, un incendio en unas malezas cerca de la casa retrasó un poco la instalación. En un momento dado se temió que, por la presencia de los bomberos y la multitud de curiosos, Trotsky hubiera podido ser reconocido. Pero no sucedió nada de eso. Trotsky se quedó en el automóvil, con su pañuelo en la parte inferior del rostro, como si estuviera resfriado, hasta que se pudo finalmente entrar en la casa. El viaje, en suma, había transcurrido bien.
El único punto negro era la salud de Trotsky. Sufría todavía de su lumbago y durante el viaje cada sacudida había sido muy penosa para él. Entre tanto, la prensa anunció que Trotsky se había dirigido a Royat, pequeña estación veraniega cerca de Clermont-Ferrand, a más de 300 kilómetros de Royan. Nunca supe cuál había sido la fuente de esa falsa noticia ¿Hubo acaso una verdadera filtración, seguida de una deformación del nombre? ¿La policía francesa, dio a algún periodista amigo un nombre de consonancia parecida pero falso para confundir? Durante la permanencia en Saint-Palais hubo, como habremos de ver, innumerables visitas. No obstante, el secreto de la casa de Las Brumas fue perfectamente mantenido.
Poco después de nuestra llegada fui a ver al prefecto en La Rochelle. Había sido informado, por supuesto, del arribo de Trotsky al departamento a su cargo. Los detalles de la estadía habían sido arreglados en París, entre los altos funcionarios de la Seguridad y Henry Molinier. Di al prefecto nuestra dirección exacta y me aseguró que nadie más la conocería en el departamento. Luego, la conversación tomó un giro menos oficial y me contó que había conocido a Rakovsky en Montpellier, donde los dos habían seguido sus estudios.
Fui también a ver al propietario de la casa, que vivía a pocos kilómetros de ahí. Era un coleccionista. Me habló largamente de las chimeneas Enrique IV. Durante nuestra permanencia en su casa, nunca vino y sólo supo, mucho más tarde, quién había vivido allí. La atmósfera de vacaciones facilitaba las cosas.
El 3 de agosto llegó Rudolf Klement de París. Pronto llegaría también Sara Jacobs. Las máquinas de escribir se pusieron a resonar en toda la casa. Ninguna persona ajena a nuestro grupo podía entrar. Jeanne Martin y Vera Lanis se encargaban de cocinar y de hacerla limpieza. Vera Lanis, de origen rumano, era entonces la compañera de Raymond Molinier. Jóvenes trotskistas de París vinieron para ayudarnos a mantener la guardia. Como en Prinkipo, durante la noche alguien montaba la guardia y hacía las rondas. Vinieron así, cada uno sólo por unas semanas, Yvan Craipeau, Jean Beaussier y Lastérade.
En toda nuestra estadía en Saint-Palais, Trotsky sólo salió de la casa para hacer esporádicos y breves paseos en automóvil, al anochecer, por el campo cubierto de viñas.
Pasaba en cambio mucho tiempo en el jardín que rodeaba la casa. Raymond Molinier había traído de París a dos pastores alemanes, Benno y Stella, el macho y la hembra, y Trotsky jugaba a menudo con ellos, lanzándoles palos que los perros le traían de vuelta.
A principio de agosto, Raymond trajo de París, en automóvil, a André Malraux. Debía ser el 7 de agosto. Los viajeros llegaron al final de la tarde. Después de una primera conversación con Trotsky, Malraux fue a pasar la noche en Saint-Palais o en Royan. A la mañana siguiente regresó. Hubo dos encuentros, a solas, entre Malraux y Trotsky, en el escritorio, y Malraux publicó en abril de 1934, un relato bastante detallado de esos encuentros. Los dos interlocutores hablaron del arte en Rusia después de la revolución, del problema del individualismo y del comunismo, de las causas de la derrota del Ejército Rojo en Polonia en 1920, de la estrategia de una guerra futura entre el Japón y Rusia. Hubo también conversaciones en el jardín, a las que nosotros nos mezclamos. En la primavera de ese año, en Prinkipo, Trotsky había leído Viaje al fin de la noche de Céline, y había escrito un artículo sobre el libro. Trotsky y Malraux se pusieron a hablar de Céline, Trotsky en la escalinata de la casa, Malraux un poco más abajo. Malraux, que conocía a Céline, se puso a remedarlo, imitando sus gestos y su manera de hablar.
A la noche, antes de despedirse, Trotsky y Malraux se fueron a caminar al campo. Yo los acompañé. Llegamos a un promontorio que dominaba el océano. El sol acababa de ocultarse. Los gestos vivaces de Malraux se perfilaban en el cielo que se iba cubriendo de sombras. Trotsky tenía los gestos precisos, controlados, didácticos de alguien que explica. Al pie del promontorio, el mar castigaba las rocas. El último tema de conversación fue el de la muerte. “Hay algo que el comunismo nunca podrá vencer: la muerte” dijo en sustancia Malraux. Trotsky le contestó: “Cuando un hombre ha cumplido la tarea que se le ha dado, cuando ha hecho lo que quería hacer, la muerte es sencilla”.
Después de la partida de Malraux, Trotsky no hizo a su respecto, en la conversación, ninguna observación que yo recuerde. Hay que decir que en esos días las preocupaciones políticas, e incluso organizativas, no faltaban. Ya he contado cómo Trotsky acababa de dirigir la proa hacia una nueva Internacional. Era un gran cambio para el movimiento trotskista. El 27 de julio, justo después de nuestra llegada a Saint-Palais, todos los habitantes de la casa participaron de una reunión sobre la nueva perspectiva. Para dar una idea del clima político de esos días, he aquí algunas frases de Trotsky durante esa entrevista: “Está también la cuestión secundaria y subordinada del nombre. ¿Cuarta Internacional? No es muy agradable. Cuando se rompió con la Segunda Internacional, se cambiaron los fundamentos teóricos. Aquí no; nosotros seguiremos sobre la base de los cuatro primeros congresos (de la Internacional Comunista). Podríamos también proclamar: La Internacional Comunista somos nosotros! Y llamarnos Internacional Comunista (bolcheviques-leninistas). Hay argumentos en favor y en contra. El título de Cuarta Internacional es más claro. Esa es tal vez una ventaja para las grandes masas. Si se trata de la selección más lenta de cuadros, probablemente la ventaja esté en el otro: Internacional Comunista (bolcheviques-leninistas)”.
He descrito ya las etapas que vivió Trotsky para pasar de la política de la reforma a la de la nueva Internacional. Vemos ahora sus últimas vacilaciones. No duraron mucho. Aunque la nueva organización habría de permanecer lejos de las “grandes masas” y ocuparse de “la selección más lenta de cuadros”, muy pronto adoptó el título de Cuarta Internacional.
La nueva orientación fue rápidamente aceptada por los trotskistas en el mundo entero. La política de la reforma verdaderamente había agotado todas sus posibilidades. Pero había más aún. De golpe se planteaba la cuestión de entrar en relación con numerosos grupos independientes. La llegada de Hitler al poder, la parálisis de las grandes organizaciones obreras, el cretinismo de los stalinistas alemanes, todo eso había, pese a todo, sacudido a la gente. Existían, a través de toda Europa occidental, grupos socialistas y comunistas que, durante mucho tiempo al margen de las dos grandes Internacionales o separados de ellas recientemente, buscaban caminos nuevos. El Independent Labour Party en Inglaterra, el partido de Sneevliet y el de Kadt en Holanda, el SAP en la emigración alemana y varias otras organizaciones aquí y allá estaban dispuestas de ahora en adelante a escuchar las ideas trotskistas. Trotsky mismo ya no estaba en Prinkipo, a miles de kilómetros; estaba ahora en Francia, listo para encontrarse con los jefes de esos grupos y discutir con ellos. Los visitantes llegaban a París y, de allí, Raymond Molinier los llevaba en automóvil a Saint-Palais, dos, tres o cuatro a la vez. O bien Liova les daba en París instrucciones confidenciales y yo iba a recibirlos a la estación de Saintes.
El encuentro con Sneevliet fue particularmente cálido. Trotsky y él se habían conocido en Moscú, volviéndose a ver en Copenhague en noviembre de1932, cuando el viaje de Trotsky a Dinamarca. Hablaban en alemán y se tuteaban. Caso único entre quienes no eran rusos. Entre los rusos, por lo que yo sé, Trotsky solamente tuteaba a Rakovsky.
Fue durante la permanencia de Trotsky en Saint-Palais cuando se produjo la primera fisura en sus relaciones con Raymond Molinier. Ya he dicho cuánta confianza Trotsky depositaba en él. En agosto de 1933 pudo observar, en el transcurso de diversas discusiones y negociaciones políticas, las maneras de actuar de Raymond Molinier más de cerca que en las condiciones un poco artificiales de Prinkipo. A fines de agosto, me dictaba casi cotidianamente, a la tarde, una pequeña esquela; más tarde, me iba a Royan para leerle por teléfono la nota a Raymond Molinier. Esas notas eran después destruidas. Una lucha de fracciones había estallado en el grupo trotskista francés. La oposición a la dirección, en la que Molinier desempeñaba el papel principal, emanaba del “grupo judío”, fracción compuesta de obreros peleteros del quatriéme arrondisemertt (distrito cuarto de París) al que se habían unido algunos estudiantes. Esta oposición habría de formar más tarde, después de la escisión, un nuevo grupo que tomó el nombre de Unión Comunista Unificada. En agosto, no estábamos todavía en eso. Raymond Molinier evidenciaba mucha impaciencia respecto de la oposición y quería deshacerse de ella lo más pronto posible. El contenido de las notas de Trotsky para Raymond era, en su conjunto, que había que llevar adelante la lucha en el plano de la discusión política, responder a los argumentos de la oposición, aclarar las divergencias, pero no precipitar medidas organizativas de escisión.
En Saint-Palais, en contacto con muchas personas, Trotsky no podía tampoco no darse cuenta de hasta qué punto los procedimientos de Raymond Molinier en las cuestiones financieras provocaban hostilidad y sospecha. Raymond y Henri Molinier estaban “en los negocios”. Compraban a precio vil pagarés que no habían sido pagados y trataban luego de cubrirlos por medios que, tal vez sin sobrepasar los límites de la legalidad, comportaban la brutalidad y el chantaje. Su firma se llamaba Instituí Frangais de Recouvrement, y eran conocidos en el mundo de los negocios de París por sus métodos. Recuerdo que más tarde, en la primavera de 1936, tuve que buscar trabajo. Respondí a un pequeño aviso y fui a entrevistarme con mi empleador eventual. Me pidió referencias. Evidentemente, yo no podía dar el nombre de Trotsky. Tomado de sorpresa, dije que había trabajado para Raymond Molinier. Al oír ese nombre, el rostro de mi interlocutor se llenó de terror y me gritó “¡Salga de aquí!” Por los medios que empleaban, Raymond y Henri Molinier se hacían de sumas que no eran enormes pero que, no obstante, en el estado de indigencia en que se encontraba la mayoría de los militantes trotskistas, parecían importantes.
En septiembre, Natalia fue a París y se quedó allí unas semanas para ver a algunos amigos. Era la primera vez que, desde Moscú, Trotsky y ella se separaban. La corriente de visitantes se agotaba. Las líneas de demarcación política comenzaban ahora a dibujarse. Aparecía claro que después de un período de curiosidad y aun de entusiasmo, cierto número de grupos querían conservar sus distancias con el trotskismo.
El Independent Labour Party inglés y el SAP alemán, no iban a formar parte del movimiento trotskista.
En los primeros días de septiembre, Trotsky tuvo entrevistas bastante largas con Fritz Sternberg, un economista alemán al que Trotsky pensaba convencer de que escribiera la parte económica del programa de la nueva Internacional. Nada se hizo pues Sternberg muy pronto se alejó del trotskismo. Cabe señalar que las tres oportunidades en que Trotsky pensó requerir una colaboración literaria, fue con economistas: Field en Prinkipo, Sternberg en Saint- Palais y, posteriormente, Otto Rühle en México. Tal vez haya que ver allí el signo de cierta falta de seguridad en Trotsky en el campo de la economía política.
El 10 de septiembre Trotsky recibió la visita de un trotskista francés, Louis Saufrignon, de Poitiers. La conversación giró en torno de la nueva orientación hacia la Cuarta Internacional. “¿En definitiva, usted propone recomenzar todo?” dijo Saufrignon a Trotsky, quien le respondió: “Eso mismo”. Al final de la entrevista, ya los dos de pie, Saufrignon preguntó a Trotsky a quemarropa: “Camarada Trotsky ¿qué piensa usted de Stalin?” Pregunta propia de un visitante. La respuesta de Trotsky, textual, fue: “Es un hombre de una voluntad prodigiosa”.
En el viaje de Estambul a Marsella Trotsky había tenido un ataque de lumbago. En Saint-Palais se había repuesto y en las tres primeras semanas de agosto, llenas de visitas y de conversaciones, se sentía con bastante buena salud. Hacia fines de agosto, tuvo una fiebre bastante fuerte, la misma que lo había atacado en diferentes épocas de su vida y que los médicos, para ocultar su ignorancia mediante el griego, llamaban fiebre criptogenética. Después, en las semanas siguientes, tuvo altas y bajas.
A mediados de septiembre el tiempo cambió. El viento soplaba tempestuosamente sobre el Atlántico. Ya no eran los días soleados del verano, sino días sombríos y nublados. La casa mereció su nombre, Las Brumas. El mar rugía al pie del acantilado rocoso que bordeaba el jardín. Trotsky solía pasar días enteros en cama. Yo le llevaba los diarios. Tenía los rasgos descompuestos y los cabellos en desorden. No obstante, si bien es cierto que había días malos, también los había buenos, en los que Trotsky escribía y recibía visitas.
Durante su estadía en Las Brumas, vinieron a verlo unas 45 personas para discutir con él de política. Gran parte de esos visitantes eran extranjeros. Henry Molinier no registró en París ninguna recriminación por parte de la Seguridad, lo cual parece indicar que, tal como lo había asegurado el prefecto de Charente-Inférieure, no había vigilancia policial alrededor de la casa. Pero nosotros, en cambio, sí habíamos organizado nuestra vigilancia en los alrededores. Habíamos reparado en algunos grupos de rusos blancos. Eran veraneantes, inofensivos. El secretario de la célula de Royan del Partido Comunista, Gourbil, tenía una pequeña bicicletería en Saint-Palais. Supimos que era opositor y que podíamos confiar en él. A partir de la segunda mitad de agosto, vino a la casa y tuvo algunos encuentros con Trotsky que lo pusieron muy contento.
Gourbil me indicó que un miembro del Partido Comunista, Marcel Cureaudau, tenía ideas opositoras, pero que no sabía hasta dónde llegaban. Llevarlo a la casa significaba algún riesgo. Podía llegar a hablar. Esperamos entonces hasta los últimos días de nuestra estadía en Saint-Palais, cuando el secreto de la residencia iba a dejar de ser importante. Cureaudau era chofer de taxi en Royan. Un día de octubre, me aproximé a su taxi y le pregunté si quería ver a Trotsky. Estupefacción. La entrevista fue de lo mejor. A Trotsky lo ponían muy contento esos contactos con trabajadores franceses. Al final del encuentro, Cureaudau tuvo inevitablemente que preguntar a Trotsky: “Camarada Trotsky ¿cómo perdió usted el poder?” “¡Ah, camarada Cureaudau, usted sabe, el poder no se pierde tan fácilmente como se pierde el portamonedas!” Y se lanzó a una descripción de todo lo que había sucedido en Rusia después de la muerte de Lenin.
(Si se me permite, sólo por esta vez hacer un paréntesis, yo diría que tal vez en cierto sentido, se pierde el poder como se pierde el portamonedas; se cree tenerlo; de pronto, uno tantea alrededor suyo, se pierde un voto en el Politburó, desaparece y ya no se lo puede volver a encontrar; habría que examinar también en qué sentido Trotsky tuvo alguna vez el poder.)
Natalia volvió de París el 8 de octubre con Henri y Raymond Molinier. Se decidió preparar un viaje de vacaciones: Trotsky tenía necesidad de descanso. El 9 de octubre, a las 11 de la mañana, Trotsky y Natalia partieron en automóvil de Saint-Palais, con Henri Molinier y Jean Meichler. Trotsky se había afeitado la barba para evitar ser reconocido. Por Burdeos y Mont-de-Marsan, llegaron a Bagnères-de-Bigorre, en los Pirineos, donde se instalaron en un hotel. Los otros habitantes de la casa partieron a París. Fin del episodio Saint-Palais.
Trotsky y Natalia, tomando como centro a Bagnères-de- Bigorre, hicieron excursiones en diversas direcciones. Fue así como llegaron a visitar Lourdes. Trotsky mismo dio más tarde sus impresiones sobre esa visita en su diario (en la fecha del 29 de abril): “Una feria de los milagros, un centro donde se venden gracias divinas [...] En verdad, el pensamiento humano está empantanado en sus propios excrementos.” Henry Molinier había dejado el grupo para regresar a París a fin de encontrar una nueva residencia para Trotsky. Creo que Jeanne Martin vino a pasar unos días con los “vacacionistas”. Fueron tres semanas de reposo, durante las cuales Trotsky no escribió una sola línea, contentándose con leer los diarios.
El 31 de octubre a las cinco de la tarde, los viajeros tomaron, de Bagnères-et-Bigorre, el autobús para Tarbes y allí, a las once de la noche, el tren para Orléans. Al día siguiente, en Orléans, Raymond Molinier los esperaba en un automóvil. Meichler regresó a París. Raymond condujo a Trotsky y a Natalia a Barbizon. Yo había llegado ese mismo día, el lo de noviembre, a Barbizon con Henry Molinier, de París.
Barbizon es una pequeña ciudad del departamento Seine- et-Marne, a unos cincuenta kilómetros al sudeste de París, a orillas del bosque de Fontainebleau. Algunos pintores habían hecho que se conociera, pero todavía era entonces un lugar extremadamente tranquilo. Henri Molinier había rentado una casa que se encontraba sobre un caminito que bordeaba el bosque. La casa Ker Monique tenía dos pisos; las habitaciones eran pequeñas, las escaleras y los pasillos estrechos. Nos sentíamos amontonados en esa casa, ya no era el espacio de Prinkipo o de Saint-Palais. La habitación y escritorio de Trotsky estaban en el primer piso. El jardín no era grande. La casa no era más que un chalet suburbano, pero el sitio era calmo. Volví a Barbizon en1973. El camino a orillas del bosque no ha cambiado, pero Ker Monique ha sido demolida y ha dado lugar a una residencia más espaciosa.
La instalación se hizo en pocos días. Además de Trotsky y Natalia, los habitantes permanentes de la casa eran Rudolf Kleinent, Sara Jacobs, Gabrielle Brausch, que era mi compañera y yo. Gaby y Natalia se ocupaban de la cocina Liova, Jeanne y Henri Molinier venían frecuentemente en automóvil. La mujer del trotskista italiano Blasco (Tresso) a quien llamábamos la Blascotte, venía una vez por semana a ayudar a Gaby y a Natalia aponer la casa en orden. Nadie más entraba allí. Aun en París, los trotskistas franceses, salvo raras excepciones, ignoraban dónde residía Trotsky.
Barbizon, por otro lado, está más cerca de París que Saint-Palais. Como ya dije, la visa francesa de Trotsky no contenía ninguna restricción explícita; pero su lugar de residencia tenía que ser, naturalmente, aprobado por las autoridades. No creo que hubieran permitido a Trotsky vivir en París. Las cosas habían andado tan bien en Saint- Palais, que Henry Molinier corrió el riesgo de presentar a las autoridades francesas el plan de una instalación en Barbizon, el cual fue aceptado. Barbizon parecía un compromiso razonable; no era París, pero no estábamos muy lejos de ella.
En Barbizon, las autoridades locales, en particular el alcalde, ignoraban la presencia de Trotsky. No hubo vigilancia policial directa y constante de Ker Monique durante mucho tiempo. Por nuestra parte, no hacíamos guardia nocturna porque solamente éramos dos hombres, Rudolf Klement y yo y, teniendo en cuenta las otras tareas, habría sido físicamente imposible. Confiábamos en el incógnito, en los perros y en la disposición de las habitaciones de la casa. Yo dormía muy cerca de la puerta.
He relatado ya cómo vacilaba Trotsky, en la primavera de 1933, entre diferentes proyectos de libros. En Saint-Palais, siempre pensaba en escribir uno sobre el Ejército Rojo. A fin de agosto, en una carta, describió su contenido a un representante editorial norteamericano. Pero, unos días después, un agente literario inglés le sugirió escribir un libro sobre Lenin. Después de algunos titubeos, el libro de Lenin fue el que ganó la partida.
Una vez instalado en Barbizon, Trotsky se puso a trabajar en ese libro. Liova le traía material de París, sobre todo libros rusos. Creo que era Boris Nikolaievsky quien ayudaba a Liova a conseguirlos. Al leerlos, Trotsky marcaba al margen algunos pasajes, con una ligera raya de lápiz. Esos pasajes eran pasados a continuación a máquina, en París. En Barbizon, los extractos eran clasificados en legajos, con los recortes de periódicos y documentos diversos. Durante el invierno, el trabajo avanzó regularmente y algunos capítulos del libro fueron escritos.
Trotsky y Natalia daban paseos a pie en el bosque de Fontainebleau, que empezaba justo enfrente de la casa. Pero pronto, con la llegada del invierno, el bosque dejó de ser acogedor. Las tardes de invierno Trotsky y yo salíamos para dar cortos paseos por las calles de Barbizon. Los habitantes de la pequeña ciudad que detrás de sus ventanas nos veían pasar, no imaginaban que ese hombre de edad, pero con el paso todavía firme, era Trotsky. “Vestirse, comer, todas esas miserables pequeñas cosas que hay que repetir todos los días”, me dijo un día que caminábamos por la calle principal de Barbizon. Otro día: “La política es la ciencia de las perspectivas. Es lo que los franceses quieren decir cuando hablan de la ciencia de la medida. Pero, para ellos, la medida es la pequeña medida.” Fue igualmente durante uno de esos paseos por las calles de Barbizon que me habló de su autobiografía. Rieder, el editor francés, le había propuesto publicar una edición abreviada de su autobiografía, alrededor de un tercio del texto original. Trotsky había releído su libro y marcado con lápiz, al margen, los pasajes que deberían constituir esa edición abreviada. Esa había sido para él una ocasión de releerse, algo que jamás hacía. Se quejó mucho de su libro. “Está mal escrito, hay muchas cosas que habría que haber dicho y que no están. Por otro lado, hay cosas que no deberían estar”.
Trotsky se quejaba siempre mucho de las erratas. Las publicaciones trotskistas, impresas en condiciones muy difíciles, hormigueaban de erratas. Trotsky enviaba cartas de reproche a los responsables, y ése era un punto que a menudo se repetía en sus conversaciones. Pero él mismo no releía las pruebas de sus escritos, libros o artículos, que se imprimían en ruso. Liova era el encargado de hacerlo. Es así que algunas indicaciones para la dactilógrafa rusa, escritas por Trotsky con lápiz fino en el manuscrito final de la Historia, fueron incorporadas al texto impreso. Trotsky me habló de ello en uno de esos paseos por Barbizon y se mostró muy irritado. Pero la Historia seguía siendo evidentemente, la obra que él ponía por encima de todas las demás y, aparte de ciertas observaciones de impresión, no le achacaba crítica alguna.
Benno y Stella habían sido instalados en dos casillas en el jardín de la casa. Trotsky se dedicó a cuidarlos. Les llevaba la comida. Una noche, Benno se puso a aullar sin fin y sin razón aparente, como a veces suelen hacer los perros. Salí a calmarlo, pero sin éxito. Los vecinos llamaron por teléfono para quejarse del ruido, amenazando con llamar a la policía. La situación se volvió engorrosa. Súbitamente, en medio de la noche, Trotsky bajó de su cuarto, tomó una correa de cuero, salió afuera y avanzó hacia Benno, gritando y golpeando con la cuerda. El perro se refugió en su casa. Durante un buen momento, Trotsky siguió golpeando sobre la casilla con la correa, lanzando a Benno insultos en ruso. El ladrido cesó.
Pronto se organizaron viajes a París. Eso sucedía el domingo, cada dos o tres semanas, en algunos momentos todas las semanas. Al comienzo, Liova y Henry Molinier venían a buscar a Trotsky en automóvil el domingo por la mañana. Pero pronto, la salida se simplificó. Yo me iba con él, caminábamos hasta la carretera principal de Fontainebleau y allí tomábamos el autobús que iba a París. En él, Trotsky se ponía un pañuelo en la boca, como si estuviera resfriado, para disimular su barbita, que se había vuelto a dejar crecer de regreso de su viaje a Los Pirineos. Al cabo de un tiempo, alternamos Rudolf Klement y yo. En París, unos amigos habían puesto a disposición de Liova cinco o seis departamentos que utilizábamos uno tras otro. Entre las personas que Trotsky veía de este modo, había dirigentes trotskistas, franceses o extranjeros, que vivían en París o que venían especialmente para verlo. Durante un tiempo Trotsky participó incluso, más o menos regularmente, de las sesiones del Secretariado Internacional. Pudo encontrarse así con refugiados políticos alemanes o austríacos, Willi Schlamm, en particular. Fue entonces cuando reanudó las relaciones personales y políticas con Ruth Fischer y Maslov. Se reunió con Simone Weil, con quien tuvo una viva discusión sobre la naturaleza del Estado soviético.
A la noche, cuando terminaban las conversaciones, Trotsky a veces paseaba un poco por las calles de París antes de regresar a Barbizon. Me acuerdo de haber descendido con él por el boulevard Saint-Michel. Liova iba a su derecha, yo a su izquierda. Llevaba el pañuelo en el mentón. Se detenía en los escaparates de las librerías.
El 7 de noviembre de 1933, Liova y Jeanne vinieron a cenar a Barbizon. Hubo una botella de vino, esta vez francés, en la mesa. Estábamos en el pequeño comedor de esa casona de extramuros, con muebles de un gusto espantoso, pero Trotsky y Natalia, con su hijo cerca, con amigos en París, se sentían menos aislados que en Turquía y vivían sin duda, en ese momento, las horas menos difíciles de su exilio.
A fines de enero, Sara Jacobs decidió bastante bruscamente volver a Nueva York, donde vivía su marido. Partió antes de que hubiera sido posible encontrar una solución para reemplazarla. El 20 de febrero, tres semanas después de que Sara había dejado de trabajar, Trotsky todavía escribía a Liova (en alemán): “Meine Arbeit ist sehr desorgariisiert.” [1]
Luego de los desórdenes provocados por la derecha contra el gobierno Daladier el 6 de febrero en la Plaza de la Concordia y de la respuesta de la izquierda el 12 de febrero, Francia se polarizó políticamente. En París, el grupo trotskista intentaba ir más allá de la simple propaganda; se abrían ante él algunas posibilidades de acción. Se decidió que yo fuera a militar a París pero que vendría a Barbizon uno o dos días por semana, para ocuparme de la correspondencia en francés. Gaby se vino a vivir conmigo y fue reemplazada por Trude, la mujer de Otto Schüssler, que entonces vivía en París. Rudolf Klement se quedó en Barbizon. Max Gawenski (Segrave), un trotskista polaco cuyo ruso estaba lejos de ser perfecto, venía por momentos a Barbizon a escribir a máquina en ese idioma. La situación no era nada satisfactoria desde el punto de vista del trabajo para Trotsky. No duró, por otro lado, mucho tiempo, como veremos pronto.
Había en Trotsky cierto tono didáctico, a veces un poco pedante y yo diría casi conservador. Desconfiaba de cualquier innovación en el campo de la teoría marxista. Tenía una expresión para esas innovaciones: “Recortarle la barba a Marx.” En febrero de 1933, en Prinkipo, nos había pedido a Pierre Frank y a mí, que reuniéramos todas las tesis y resoluciones adoptadas por los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista. Quería juntarlos tal como eran y hacer de ellos una especie de carta de la organización trotskista internacional. Cuando los textos estuvieron reunidos, percibimos que trataban, junto a las grandes perspectivas políticas, una gran cantidad de problemas episódicos y caducos que era imposible revivirlos tal cual para hacer con ellos un programa. El proyecto tuvo que ser abandonado. El 13 de marzo de 1934, Trotsky terminó un artículo sobre las cuestiones militares y la guerra futura, en el cual decía: “No obstante, a pesar de la motorización de los transportes y de los artefactos militares, la necesidad de tener caballos para el ejército casi no ha cambiado: como en tiempos de Napoleón, hace falta un caballo para cada tres soldados.” En el mismo momento en que Trotsky escribía esas líneas, un comandante francés predecía el papel de los tanques en la guerra futura.
La Seguridad no había informado a ninguna autoridad local sobre la presencia de Trotsky en Barbizon. Sin embargo, quienes vivían en la residencia Ker Monique eran algo tan diferente a una familia francesa como para haber atraído, a partir de febrero, la atención de la gendarmería de Ponthierry, alertada sin duda por los chismes de Barbizon. Más tarde supe, por ejemplo, que algunos pobladores del lugar habían sospechado que la residencia albergaba un equipo de monederos falsos. ¿Por qué? Porque comprábamos mucha leche: al parecer, los impresores clandestinos de moneda beben mucha leche para prevenir los efectos tóxicos del plomo. En Barbizon, por lo tanto, las malas lenguas marchaban a buen ritmo. Los gendarmes no habían encontrado nada preciso que reprochar a los habitantes de la casa, pero no dejaban de preguntarse quiénes eran y qué hacían.
El 12 de abril de 1934, a las 11 de la noche, Rudolf Klement regresaba a Barbizon en una bicicleta a motor. Había ido a pasar el día a París, había visto a Liova y ahora traía el correo. Dos gendarmes lo interpelaron bajo el pretexto de que sus luces no estaban en regla. Le pidieron la licencia de circulación de la bicicleta a motor. No estaba a su nombre, sino, me parece, al mío. Lo acusaron de andar en una bicicleta robada. Klement transportaba cartas venidas de todo el mundo, periódicos en lenguas extranjeras. No pudo explicar claramente quién era y a dónde iba y además hablaba francés con acento alemán. Todo eso era más que suficiente para volverlo sospechoso; los gendarmes lo detuvieron.
El 13, el procurador de Melun y el prefecto de Seine-et- Marne se pusieron de acuerdo sobre el trámite a seguir. Estaba claro, por las cartas interceptadas, que el asunto concernía a Trotsky. Antes de ir más lejos, el procurador de Melun preguntó, por teléfono, al Ministerio del Interior cuáles eran las condiciones de la estadía de Trotsky en Francia. Le respondieron que su visa era perfectamente legal, pero que en ese momento debería encontrarse en Córcega. ¿Por qué? Es difícil decirlo. Después de los acontecimientos de febrero, el gobierno Daladier había dejado el lugar al gobierno de Doumergue, mucho más a la derecha. Con el cambio de gobierno, muchos altos funcionarios habían sido trasladados, cosa que ocurrió sobre todo en el Ministerio del Interior. Es posible que un funcionario nuevo, que jamás había tenido el expediente de Trotsky en sus manos, tomado de sorpresa por la llamada telefónica y teniendo presentes los artículos de la prensa de julio de 1933, hubiera podido responder que Trotsky tenía que encontrarse en Córcega. Henry Molinier sólo trataba en la Seguridad con un restringido número de personas y el lugar de residencia de Trotsky no era una información que circulaba por muchos expedientes. Uno o dos altos funcionarios lo conocían y, seguramente, un tercero era el que había respondido a la llamada telefónica. El 14 de abril, a la mañana, el procurador de Melun llegó a la residencia Ker Monique, acompañado por gendarmes, con Klement esposado y con un escribano, para interrogar a Trotsky sobre el asunto de la bicicleta a motor. La acusación de robo evidentemente no se sostenía. Trotsky mismo ha contado esa visita en su diario, en las fechas 18 y 21 de marzo de 1935. Cualesquiera hubieran podido ser los móviles exactos del funcionario que había respondido a la llamada telefónica, el gobierno francés se aprovechó de la ocasión. Se valió de ese incidente local, que quizás hubiera preferido que no se produjera, pero que ahora le venía muy bien aprovechar para modificar las condiciones de la estadía de Trotsky en Francia. El gobierno de Daladier, después que le concedió la visa a Trotsky, pareció no haberse inquietado por él. Con el ministerio Doumergue, mucho más a la derecha, esa actitud se volvía anacrónica. Una campaña de prensa se desencadenó: los diarios pedían que Trotsky “volviera” a Córcega, donde jamás había estado, o que en su defecto se tomaran medidas más severas contra él.
Mucho antes del asunto de Barbizon, Liova había arrendado en Lagny, en Seine-et-Marne, a unos 25 kilómetros al este de París, una casa a la que iba raramente y que tenía en reserva. Sólo dos o tres personas de su proximidad conocían su existencia. El 15 por la noche, Henri Molinier y él llevaron rápidamente a Trotsky y a Natalia de Barbizon a Lagny. Yo me instalé en Ker Monique. Los periodistas llegaron. Pronto hubo una buena docena que durante el día montaba guardia alrededor de la casa. Se alojaban en un hotel de Barbizon. También venían curiosos y la pequeña ciudad gozó de una animación desacostumbrada. Yo hacía teatro, fingiendo que Trotsky y Natalia estaban todavía en la casa. Por la mañana, abría los postigos de las habitaciones del primer piso, donde habían vivido; por la noche las cerraba. Para mi gran sorpresa, la farsa resultó.
Los periodistas nunca vieron a nadie, salvo a mí, salir de la casa, lo cual debía parecerles un poco extraño; pero como nadie había señalado la presencia de Trotsky en otra parte, nada podía conmover su certeza de que Trotsky seguía estando en Ker Monique. Al leer en los diarios de la mañana ciertos detalles que yo había dado telefónicamente a Liova o a Raymond Molinier la víspera, me di cuenta de que los periodistas habían conectado, a cierta distancia de la casa, un teléfono de campaña a nuestra línea telefónica. Era entonces muy fácil engañarlos. Simplemente daba por teléfono, en un tono falsamente confidencial, detalles ficticios. Había adoptado el nombre de Marcel y la prensa pronto hablaba de hechos y gestos de Marcel.
En la semana sólo estaban alrededor de la casa los periodistas. Pero el domingo se juntaba una multitud. Creo recordar que alguien había organizado en París viajes especiales en autobús. Un domingo por la tarde llegó a formarse una masa de varios centenares de personas alrededor de la casa.
El bosque de atrás había sido invadido. Se oían gritos, insultos, una verdadera muchedumbre de ociosos de domingo por la tarde, dispuestos a todo. Yo estaba solo en la casa, con Benno y Stella. Los dos gendarmes presentes no hubieran podido hacer gran cosa contra una multitud semejante. Un mocetón se puso a subir la barda. Me acerqué con Benno. Me gritó que estaba en su casa, en Francia, en su país, y que podía hacer lo que se le diera la gana. Le respondí que yo también estaba en el mío. Se sorprendió de oírme hablar sin acento, esperaba seguramente encontrarse con un extranjero y se detuvo, desconcertado, a caballo sobre la barda. Al ver a Benno que gruñía junto a mí, probablemente recuperó el juicio y bajó del otro lado.
Durante todos los años que pasé junto a Trotsky, solamente en esos días supe lo que era el miedo. La prensa sostenía una campaña desenfrenada contra Trotsky. Las pasiones se encendían. Todo el mundo creía todavía que estaba en Ker Monique y tuve que pasar las noches, solo, en esa casa.
Después de un sitio de una docena de días, una mañana me aproximé al grupo de periodistas y les anuncié que Trotsky estaba lejos de Barbizon. No me odiaron demasiado por haberlos engañado. Había sido en buena ley.
Entre tanto, después de pasar unos días en Lagny, Trotsky partió a Chamonix con Meichler. Allí vivió en un hotel, sin saber muy bien qué iba a pasar al día siguiente. Natalia se quedó en París. Henri Molinier continuaba sus tratos con las autoridades francesas. Se hablaba de enviar a Trotsky a Madagascar o a la Reunión. El gobierno turco, al que se sondeó discretamente, hizo saber que no permitiría el regreso de Trotsky a Turquía. Era el planeta sin visa.
A comienzos de mayo, partimos de París en automóvil, una mañana, Natalia, Raymond Molinier y yo. Nos reunimos con Trotsky y Meichler en Chamonix. Siguieron unos días bastante confusos. Como no estábamos lejos de la frontera, la Seguridad imaginó que intentaríamos pasar a Suiza. Entregó el número de nuestro automóvil a un periodista, que lo publicó. Era una advertencia para que respetáramos ciertas condiciones, una de las cuales era no aproximarnos demasiado a las fronteras. Finalmente, el 10 de mayo, con el acuerdo de la Seguridad, nos instalamos, Trotsky, Natalia y yo, en una pensión familiar, la pensión Gombault, en La Tronche, pequeña ciudad cerca de Grenoble. Di mi nombre a la dueña. Trotsky y Natalia eran mis tíos. Mi nombre era lo bastante extranjero como para explicar el acento y las maneras de Trotsky y Natalia. Para evitar las comidas en común en la mesa con los demás huéspedes, Trotsky y Natalia simulaban un duelo reciente. Natalia se vestía de negro y había cosido un brazalete del mismo color en la manga de la chaqueta de Trotsky. Los dos comían en su habitación y, cuando salían, los habitantes de la casa guardaban a su alrededor un silencio conmovedor. Era verdaderamente una pequeña pensión, bastante más familiar que un hotel, y sin ese tipo de astucias hubiera sido muy difícil no verse arrastrado por conversaciones siempre susceptibles de despertar sospechas.
Yo comía en la mesa del comedor común, observando lo mejor que podía lo que sucedía a mi alrededor. Casi al mismo tiempo que nosotros había llegado a la pensión un “agente de seguros”. Era, en realidad, un inspector de la policía, Gagneux. Habíamos sido informados oficialmente de su presencia. La Seguridad estaba en ese momento también interesada en que no se descubriera el incógnito. Gagneux y yo fingimos hacernos amigos. Así podíamos encontrarnos en cualquier momento sin despertar sospechas. En su mayoría, los pensionistas eran jóvenes de América Latina que estudiaban en la Universidad de Grenoble y no se metían en lo que no les interesaba directamente. El peligro estaba en otra parte, como pronto veremos.
El tiempo era bueno. Trotsky y Natalia se sentaban a veces, separados de los demás, en el parque de la casa. Trotsky leía los diarios y me dictaba un poco en francés. A la tarde a menudo dábamos un paseo por el campo, entonces relativamente poco edificado y muy bello. Un día, en uno de esos paseos, nos encontramos, de pronto, en medio de un cementerio. Era un cementerio de emigrados rusos. Las lápidas, en ruso, tenían nombres de coroneles, de generales. Trotsky pasó rápidamente, sin decir nada.
Pronto descubrimos que la propietaria de la pensión era católica practicante y, además, monárquica. Gagneux cumplía su oficio de policía y reunía informaciones que luego me comunicaba. Se planteó la cuestión de la misa del domingo. Cuando llegaba el domingo, Gagneux, que era masón, salía como si fuera a la misa; todo eso para proteger el incógnito de León Trotsky en una pensión de familia monárquica. Una comedia a lo Feydeau. Nosotros, por nuestra parte, juzgábamos más prudente dar un paseo el domingo por la mañana, a la hora de la misa. Un domingo por la mañana, entramos incluso en una iglesia; era, creo, la iglesia Saint-André, cerca de la plaza Grenette, muy conocida por Stendhal. Era el momento del sermón. Trotsky se quedó unos minutos a escuchar al sacerdote. Cuando salió me preguntó: “¿Usted cree que habla tan bien como Gérard?” Gérard Rosenthal era, de los trotskistas parisinos, uno de los que tenía más dotes oratorias.
En la sala de la pensión había diarios y revistas a disposición de todos. Un buen día descubrí, recientemente llegado, un número de L’Illustration con un hermoso grabado: un retrato de Trotsky y de Natalia. El tema era de actualidad. En el grabado Trotsky tenía su barbita y sus cabellos estaban peinados hacia atrás, mientras que en la pensión se había afeitado y peinado al costado. Natalia era más o menos la misma en el grabado y en la realidad. Aun cuando se tuvieran dudas sobre uno y otro, la proximidad confirmaba la certeza. Alerté a Gagneux. Sustrajo la revista. Creo que la dueña se la reclamó. La conservó hasta que nos fuimos, pretextando que leía un artículo.
Trotsky da un cuadro vivo de la estadía en esa pensión en su diario, con fecha 8 de mayo de 1935.
Dejamos La Tronche el 28 de mayo. Raymond Molinier había alquilado una casa en Saint-Pierre-de-Chartreuse, un pueblo perdido de los Alpes, a unos treinta kilómetros al norte de Grenoble. Yo regresé a París para volver a ocupar mi lugar en el grupo trotskista. Trotsky y Natalia se instalaron en Saint-Pierre, con Raymond Molinier y Vera Lanis. La única persona que estuvo con ellos cierto tiempo fue Max Gawenski, que escribía a máquina en ruso. Esa iba a ser, pensábamos, una residencia de una duración indefinida.
Hice un viaje de París a Saint-Pierre a mediados de junio, para llevar el correo. No tuve una buena impresión de la instalación. El pueblo era verdaderamente muy pequeño y una casa habitada por desconocidos, recién llegados al pueblo, no podía dejar de llamar la atención. Por añadidura, las cualidades de Raymond Molinier no eran de aquéllas que hubieran permitido adaptarse a la vida cotidiana con Trotsky, en una casa pequeña. Gawenski no era un excelente dactilógrafo en ruso y tenía más bien mal carácter. De todos modos este arreglo no duró mucho.
Mientras Trotsky estaba en Saint-Pierre-de-Chartreuse, yo hice un viaje a Holanda y otro a Bélgica. En las inmediaciones de Trotsky había dos planes que se llamaban, en código, el plan Parijanine y el plan Marguerite. El primero era que Trotsky pasara a otro país de una manera perfectamente legal. El segundo, era hacer la misma operación, pero ilegalmente. En junio de 1934, con las dificultades que presentaba la permanencia de Trotsky en Francia y los peligros de toda clase que entrañaba, Liova se puso de acuerdo conmigo para poner en marcha el plan Marguerite. Me fui a Holanda a ver a Sneevliet. Se trataba de encontrar, en el partido de Sneevliet, un holandés del tamaño y de la edad de Trotsky que se le pareciera más o menos vagamente, hacerlo venir a Francia y que luego saliera ilegalmente, para que la policía francesa no marcara esa salida en su pasaporte. Toda la operación se hizo sin dificultades, y dispusimos entonces de un pasaporte en reserva, en París. Al poco tiempo, fui a ver a Henri Spaak, en Bruselas. Era el jefe de una oposición en el Partido Socialista y manifestaba simpatías por el trotskismo, simpatías que, por otro lado, no habrían de durar (Trotsky habla de él en su diario, con fecha 26 de marzo de 1935). Georges Vereeken, uno de los dirigentes del grupo trotskista belga, me acompañó y Spaak nos recibió en su despacho. Nos habló en primer lugar, en términos groseros de los jefes del Partido Socialista: “Yo, en principio, me cago en ellos”. La frase me pareció pobre, políticamente. Le hice entonces la pregunta acerca de cómo Trotsky podría pasar la frontera franco-belga en caso de necesidad. “Ningún problema -respondió-, iré a buscarlo en mi automóvil y, en la frontera, mostraré mi credencial de diputado”.
Cuando vivía en Saint-Pierre Trotsky sugirió que el grupo trotskista francés entrara en el Partido Socialista. Después de la llegada de Hitler al poder, las calumnias stalinistas contra los trotskistas se habían vuelto cada vez más violentas. Los miembros del Partido Comunista francés o de la Juventud Comunista estaban entonces tan intoxicados de propaganda antitrotskista que era imposible tener una discusión con ellos. Se iban inmediatamente a las manos. Trotsky pensaba que si los trotskistas entraban en el Partido y en las juventudes socialistas, encontrarían allí un medio en el que podrían trabajar. La sugerencia, que muy pronto llamaríamos “el giro francés”, provocó una viva discusión en el grupo trotskista francés y también en todo el movimiento trotskista a través del mundo. No hacía todavía demasiado tiempo que los trotskistas se habían considerado como parte de la Internacional Comunista. Entrar en el Partido Socialista era, para muchos de ellos, un choque psicológico. Raymond Molinier y Naville se separaron por esa cuestión: Molinier estaba por el ingreso, Naville en contra. Cuando llegó el otoño, la mayor parte del grupo trotskista francés estaba dentro del Partido Socialista.
La instalación en Saint Pierre-de-Chartreuse se hizo con el acuerdo de la Seguridad. De hecho, las autoridades francesas habían dado a Trotsky y a Natalia papeles de identidad ficticios. Su nombre, de ahora en adelante, era Lanis y eran de nacionalidad rumana. Trotsky era profesor. “Lanis” era el nombre verdadero de la compañera de Raymond Molinier, Vera. Pero el prefecto de Isére tenía sus razones para no estar satisfecho con la presencia de Trotsky en su departamento y sobre todo en Saint-Pierre, un pueblo cuyo alcalde, católico ferviente, era enemigo personal del prefecto. Si se descubría la presencia de Trotsky, se produciría un escándalo que recaería sobre el prefecto. Se las arregló entonces para difundir el secreto. La prensa local publicó informaciones que, sin dar la dirección exacta del refugio, indicaban bastante bien la región. Era una especie de chantaje. Si no se cedía a él, las informaciones serían más precisas.
A fines de junio, por consiguiente, fue necesario abandonar bruscamente Saint-Pierre. Trotsky, Natalia y Raymond Molinier partieron a Grenoble, donde yo, que venía de París, me reuní con ellos. No teníamos ningún plan para una nueva instalación y la situación parecía sin salida. Había que empezar de nuevo desde cero. Raymond se fue a París para encontrar una solución. A fin de hacer menos difíciles los problemas del incógnito, Natalia partió con él. Trotsky y yo tomamos el autobús para Lyon, donde nos instalamos en un hotel. Comíamos en el restaurante. Durante el día, Trotsky leía los diarios y nos paseábamos por la ciudad. Compramos algunos libros. Trotsky tomó la costumbre de ir por las noches al cine. Una tarde entramos en una biblioteca pública. Trotsky pidió un libro de Fourier. Nos quedamos dos o tres horas leyendo. Tiempo después, en Nueva York, durante la guerra, conté ese episodio a André Bretón. Se interesó mucho por el relato de esa lectura de Trotsky, que quizás contribuyó a que escribiera su Oda a Fourier. Un día, cuando paseábamos Trotsky y yo por las calles de Lyon, un mendigo nos tendió la mano. “Déle algo”, me dijo. Le di una moneda de dos francos (de entonces). “Déle más”, me dijo Trotsky. Entonces le di un billete de cinco francos. Trotsky nunca llevaba dinero consigo. Vivió en varios países sin saber de qué color era su dinero. Nos sentábamos a menudo en los bancos de los parques. Un día, en uno de ellos, estábamos mirando jugar a los niños. Una madre dio una bofetada a su hijo. “La dialéctica del amor y del odio”, dijo Trotsky. Posteriormente, en México, cuando salíamos un día del dentista, me dijo: “Debería haber, una manera sintética de curar un diente”. Eran esas sus maneras de reencontrar la dialéctica marxista en la vida cotidiana. En los parques de Lyon, Trotsky me dictó algunas cartas y notas. Raymond vino a vernos, trayéndonos un paquete de cartas. Había que responderlas, el trabajo continuaba. Pero, en general, Trotsky estaba, en esos días, taciturno e inquieto. La inseguridad de su situación comenzaba a pesarle.
Mientras Trotsky y yo estábamos en Lyon, Henry y Raymond Molinier se afanaban: Henry tratando de negociar con las autoridades francesas, Raymond buscando un lugar conveniente.
Pronto se dibujó una solución. Después del problema de Barbizon, yo había ido a ver a Maurice Dommanget, uno de los líderes del sindicato de docentes, en el pequeño pueblo de Oise, donde era maestro. Al igual que cierto número de colegas suyos en el sindicato docente, aunque no era trotskista, tenía simpatía por Trotsky. Yo le había preguntado si no podía encontrar un maestro que tuviera una casa lo suficientemente grande en una aldea o en una pequeña ciudad lejos de París, que pudiera albergar a Trotsky, mediante el pago de una renta. Dommanget dijo que iba a buscar. Es así como, a comienzos de julio, vino a proponerme la casa de Laurent Beau, maestro en Domeñe, pequeña ciudad a una decena de kilómetros al este de Grenoble. Raymond Molinier fue a ver el lugar. Todo estaba bien. La casa de Beau, de tres pisos, rodeada de un gran jardín, se encontraba en la carretera de Savoie, un poco apartada de la ruta, quizás a unos dos kilómetros del centro de Doméne. Beau no era trotskista; era un maestro de izquierda, y estaba decidido a alquilar una parte de su casa a Trotsky.
Llegamos a Doméne Trotsky, Natalia y yo, justo antes de mediados de julio de 1934. Henri Molinier nos llevó en automóvil. Los primeros arreglos de la casa se hicieron un poco al azar. Trotsky se instaló, creo, en la pieza de trabajo de Beau, en la planta baja. No era cuestión de tener una dactilógrafa rusa y Trotsky se puso a escribir a mano. Después de un período en el cual comíamos con los Beau, Natalia comenzó a preparar algunos platillos, para Trotsky y ella, ayudada un poco por la señora Beau. Yo comía muy seguido fuera. Tenía una bicicleta y era fácil ir al centro de Doméne. Gagneux, el inspector judicial, se había instalado en Doméne y vigilaba la casa. Era una vigilancia de doble filo; por un lado, velaba para que nadie viniera a perturbar la clandestinidad de Trotsky; por el otro, observaba quién venía a ver a Trotsky.
La casa no tenía vecinos cerca. En la parte de atrás, el jardín subía en pendiente directamente al contrafuerte de los Alpes. Trotsky y Natalia podían ir a pasear en esa dirección, seguros de que no encontrarían a nadie. A veces, por la noche, Beau nos llevaba en su autito a hacer un paseo de una media hora o una hora al campo, sin paradas. Trotsky y Natalia se sentaban detrás, yo al lado de Beau. La conversación con Beau era más bien pobre.
Había en Grenoble un joven profesor, Alexis Bardin, cuyos dos hermanos eran miembros del grupo trotskista en París; uno de ellos (Boitel) desempeñaba incluso un papel importante. Alexis Bardin y su mujer, Violette, fueron autorizados por el prefecto de Isére a visitar a Trotsky y a Natalia. Bardin era miembro del Partido Socialista y participaba en la vida política y sindical. Las conversaciones entre Trotsky y él pronto giraron en torno a la política local de Grenoble. Trotsky se interesaba por los menores detalles: le gustaba volver a sumergirse en una actividad concreta y cotidiana. Bardin era un trotskista ferviente y desplegaba una actividad cada vez mayor. Algunos de sus discursos, en los congresos sindicales, fueron escritos por Trotsky. Unos años antes, previamente a la llegada de Hitler al poder en Alemania, Trotsky había escrito también los discursos que pronunciaba en el Landtag de Prusia un trotskista alemán, Oskar Seipold.
La situación política en Francia era cada vez más febril y había mucho que hacer en el grupo trotskista de París. Pronto se decidió que yo dividiría mi tiempo entre Doméne y París. Pasaba tres o cuatro semanas en París, luego me iba a Doméne por dos o tres semanas, y así regularmente. Todo eso carecía de estabilidad y dependía más que nada de las necesidades del momento. Estuve en Doméne en octubre, para traducir la primera parte de ¿A dónde va Francia?. Traducía el manuscrito a medida que Trotsky escribía. El folleto era un análisis de la situación política en Francia y, por supuesto, no podía ser publicado con el nombre de Trotsky sin comprometer más su situación ante las autoridades francesas. Mi traducción tenía algunos arreglos como para que no se advirtieran las marcas más notorias de su estilo. El texto fue publicado en La Vérité como si hubiera sido escrito colectivamente por un grupo de trotskistas franceses. No obstante, el manuscrito ruso debía ser puesto en un sitio seguro. Natalia lo cosió en la valenciana de mi chaqueta cuando tuve que volver a París. En Doméne estuve todo el mes de enero de 1935. El primero de diciembre de 1934, Kirov, secretario del Partido Comunista en Leningrado, había sido asesinado, en circunstancias bastante misteriosas, por un joven terrorista, Nikolaiev, cuyos móviles eran todavía desconocidos. Stalin lanzó una nueva campaña de calumnias contra los trotskistas y se entregó a sangrientas represiones e incluso hizo fusilar a docenas de funcionarios de la GPU. Trotsky trataba de demostrar, con las informaciones que entonces tenía a su disposición, el mecanismo del asunto. Yo traducía al francés lo que él escribía, que se publicó finalmente poco después en París, en forma de un folleto sobre el asunto Kirov. En la conversación, Trotsky me esbozó una teoría de lo que él llamaba “el socialismo coronado”. “Ya verá usted, Stalin se va hacer coronar”. Pensaba que después del asesinato de Kirov, Stalin habría de adoptar un título majestuoso, a la manera de Bonaparte cuando se convirtió en Napoleón. En cierto modo, eso fue lo que ocurrió. Stalin se convirtió en el Padre de los pueblos y se rodeó de esa aureola de adulación bizantina que más tarde habría de llamarse el “culto a la personalidad”. El asesinato de Kirov y sus secuelas marcaron una etapa importante en la construcción del mito. Trotsky tal vez esperaba un regreso a algo más tradicional, más formal.
Yo estaba en Doméne cuando nació mi hijo, a fin de enero. Raymond Molinier me dio la noticia en una de esas conversaciones telefónicas que yo tenía con él desde Grenoble casi todos los días. Creyó que me hacía una buena broma anunciándome que habían nacido gemelos. Yo no tenía por qué no creerle y le pasé la noticia a Trotsky. “La mezcla de razas siempre es muy fértil”, dijo inmediatamente. Gaby era pequeña y morena, yo soy alto y rubio. Trotsky no necesitó más para construir una teoría.
Yo estaba de nuevo en Doméne en febrero, cuando Trotsky escribió la segunda parte de ¿Ou va la France?. El 7 de febrero empezó a escribir su diario. Ese diario, muy conocido hoy en día, es un documento precioso para el estudio de su personalidad y quiero decir sobre él algunas palabras. Fue escrito durante un período particularmente difícil del exilio y sería tal vez abusivo extrapolar, sin reservas ni modificaciones, la atmósfera que evoca ese diario y proyectarla a todo el exilio de Trotsky. Además, las proporciones entre los diferentes intereses de Trotsky se encuentran, en el diario, deformadas. El sabía que ese diario podía caer en manos de las autoridades francesas si se producía de nuevo cualquier otro incidente. El texto, en consecuencia, está lleno de pequeñas astucias. Con fecha de abril, Trotsky escribe que “no sabe” quién escribió ¿Ou va la France?. Tengo incluso la impresión de que Trotsky, que unos meses antes, cuando el asunto de Barbizon, se había calificado a sí mismo de “viejo conspirador”, escribió en alguna medida su diario para tener algo que mostrar a la policía francesa. “¡Miren ustedes de lo que me ocupo!”. Por lo tanto toda una parte de su actividad política no aparece. Sus constantes intervenciones en las luchas de fracciones de los diferentes grupos trotskistas, su correspondencia política, las visitas mismas que recibía, de todo eso no quedan huellas. Liova, Jeanne, Raymond Molinier a menudo iban de París a Doméne. Aparte de ellos, hubo varios visitantes que vinieron para mantener discusiones políticas con Trotsky. Vinieron, por ejemplo, Henryk Sneevliet, Pierre Naville, Jean Rous y Marceau Pivert. A fin de escapar de la vigilancia de Gagneux, Raymond Molinier ocultó a Yvan Craipeau en la cajuela posterior de su automóvil mientras atravesaban el pueblo.
Dos o tres meses después de la llegada de Trotsky a Doméne, se pensó en organizar un poco mejor el interior de la casa. Beau puso a disposición de Trotsky y de Natalia todo un piso. Una habitación servía de dormitorio, otra de estudio. En un pasillo se instalaron estantes que se llenaron de libros. Cuando yo estaba, trabajaba y dormía en un cuarto pequeño, en el mismo piso. Hubo que instalar en ese piso un baño. Eso significó un gasto muy importante. Ni Beau ni Trotsky tenían mucho dinero. En realidad, Trotsky atravesaba entonces por una situación financiera muy difícil. En medio de sus tribulaciones no podía escribir artículos para que se los pagaran. Se regateó la parte que cada uno tenía que pagar. Durante cierto tiempo las relaciones fueron muy tensas. Trotsky y Beau no se hablaban. Posteriormente, un poco antes de su partida, las cosas se arreglaron en alguna medida. El episodio llevó a Trotsky a escribir en su diario, con fecha 12 de febrero de 1935: “No hay criatura más repugnante que un pequeñoburgués comprometido en la acumulación primitiva. Nunca había tenido la ocasión de observar un tipo semejante tan de cerca como ahora”. La cólera se adivina en el texto. Hablar de acumulación primitiva es abusar de una categoría de la economía marxista. Beau ciertamente no iba a transformarse en capitalista en virtud de la renta que le pagaba Trotsky. Natalia hace sonar la campana de otro modo cuando habla en sus recuerdos de los Beau como de “gente excelente”.
En mayo tomé en París el tren de Grenoble, para ir a Doméne. El viaje era largo, la tarde era calurosa. Me dirigí al vagón restaurante a beber una botellita de soda Perrier. El mesero me trajo un recibo que deslicé entre las páginas del libro que estaba leyendo, uno de los que tenía que entregar a Trotsky. Al día siguiente de mi llegada, yo estaba en el jardín, cerca de la casa. Trotsky apareció en la ventana de su estudio y, blandiendo el pedacito de papel, me gritó: “¡Eh! ¡Eh! ¡Así que tirando la casa por la ventana en el restaurante del tren!” Sabía algunas expresiones del argot y le gustaba usarlas. Felizmente yo no había bebido más que agua mineral!
En Noruega se había formado un gobierno socialista. Un trotskista alemán refugiado allí, Walter Held, movilizó a unos amigos noruegos para que solicitaran al gobierno una visa para Trotsky. El 8 de junio de 1935 llegaba yo a Domene, de París, con la noticia de que el gobierno noruego había concedido a Trotsky un permiso de residencia. Las visas no habían sido materialmente asentadas en los pasaportes de Trotsky y de Natalia, pues sus documentos estaban en Domene, pero la autorización había sido otorgada. Había que partir a París lo antes posible. En dos días, Natalia y yo empaquetamos la ropa, manuscritos, algunos libros. La despedida de los Beau fue breve. El 10 por la noche tomamos el tren hacia París en la estación de Grenoble. El director de la Seguridad de Grenoble nos acompañaba. Cuando íbamos a subir al tren me hizo notar que el prefecto de Isére se encontraba en el otro andén, vigilando de lejos la partida de Trotsky. Trotsky y Natalia ocuparon un compartimiento ellos solos y durmieron en los asientos. Yo me quedé toda la noche junto a la puerta, en el pasillo, y llegamos a París a la madrugada. Liova nos esperaba en la estación. Trotsky y Natalia se dirigieron inmediatamente al departamento de Gérard Rosenthal o, mejor dicho, de su padre, un médico parisino muy conocido.
Se supo entonces que el gobierno noruego vacilaba y hubo varias jornadas de negociaciones febriles. Las autoridades francesas querían que Trotsky abandonara el país lo más pronto posible y ciertamente no estaban dispuestas a permitir un retorno a Domene. Por otra parte, en ese momento se llevaba a cabo el Congreso Nacional del Partido Socialista, en Mulhouse; los trotskistas franceses estaban a punto de ser excluidos de ese partido. Gran cantidad de cuestiones de táctica política se planteaban. Miembros del grupo trotskista de París venían a menudo a ver a Trotsky. Esos días han sido descritos en detalle por Trotsky en su diario, con fecha 20 de junio de 1935, en páginas escritas por lo tanto poco tiempo después de los acontecimientos. El 13 de junio todo se arregló finalmente. La visa noruega fue acordada por seis meses. Estábamos listos para partir.



Con Trotsky en el exilio: De Prinkipo a Coyoacán