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“El partido internacional de la subversión”: 100 años de la fundación de la Internacional Comunista

“El partido internacional de la subversión”: 100 años de la fundación de la Internacional Comunista

El 2 de marzo de 1919, en Moscú, se fundaba la III Internacional, en medio del bloqueo impuesto por los ejércitos imperialistas a la URSS y la guerra civil.

“Hoy este congreso se reúne dentro de los muros del Kremlin. Somos testigos y participantes de uno de los más grandes hechos de la historia universal. La clase obrera ha tomado la más inexpugnable fortaleza enemiga, el ex imperio zarista. Con este baluarte como base, está unificando sus fuerzas para la decisiva batalla final. ¡Qué alegría vivir y luchar en tiempos como estos!” (León Trotsky, discurso en el congreso fundacional de la Internacional Comunista).

Por Guillermo Iturbide
3 de marzo de 2019

El 2 de marzo de 1919, en Moscú, se inauguraba la “Conferencia Comunista Internacional”, con 51 delegados: 35 representando a 17 países, con voto resolutivo, y 16 representando a 16 países, con voto consultivo. Muchos delegados no consiguieron llegar nunca, debido al bloqueo impuesto por los ejércitos imperialistas y la guerra civil. Luego de arduas discusiones, especialmente con el delegado alemán, se decidió declarar a la conferencia como congreso fundacional de la III Internacional, o Internacional Comunista.

El punto histórico más alto en lo que hace a la confluencia del marxismo revolucionario con una porción importante del movimiento obrero mundial, es sin dudas el período que va de 1919 a 1923, el de los primeros cinco años de esta organización, cuando estaba dirigida por Lenin y Trotsky.

Esta organización fue la primera del movimiento obrero que funcionó efectivamente como un partido internacional centralizado. El marxismo, hasta ese momento, se había extendido mayormente como una corriente de las metrópolis del mundo capitalista, con poco arraigo en la periferia y en países coloniales y semicoloniales. La III Internacional, frente a esto, va a ser la primera que va a extender no solo geográficamente su alcance sino también, podríamos decir, “teóricamente”, incorporando en sus perspectivas, en su táctica y estrategia, particularmente a los pueblos asiáticos.

Fue una organización que estuvo cruzada por la amplia experiencia internacional de vastos sectores del movimiento obrero, en una época de migraciones masivas y también exilios, que llevaban las experiencias de la Comuna de París, de la lucha clandestina de los socialistas contra la persecución de Bismarck en Alemania, de las revoluciones rusas, la alemana y la húngara, muchas veces mediante la migración de sus protagonistas hacia América (influyendo en los partidos comunistas de Argentina o Brasil, por ejemplo) o Asia (donde, por ejemplo, comunistas holandeses emigrados contribuyeron a poner en pie las primeras organizaciones revolucionarias en países como Indonesia), y también mediante las comunidades de trabajadores y estudiantes provenientes de los países coloniales que vivían en sus metrópolis, donde se ligaban al movimiento comunista porque apoyaba la liberación de sus países de origen. Esta realidad forjó una organización de combate que, al mismo tiempo, tenía aires “babélicos”, donde en sus congresos un ejército de traductores en vivo se esforzaban por transmitir en una gran cantidad de idiomas las intervenciones de los distintos delegados, con el alemán como lengua principal, por ser el movimiento obrero más antiguo y organizado (idioma que dominaban los principales dirigentes bolcheviques, forjados en la escuela del exilio y de la socialdemocracia germana), así como el ruso, el francés, pero también idiomas como el chino, el ucraniano o las lenguas túrquicas de Asia Central. Como dice John Riddell al mismo tiempo, se buscaba que la Internacional Comunista, como organización obrera, fuera accesible para todo tipo de trabajadores que no necesariamente tuvieran una amplia experiencia internacional, sin dejar de transmitir la sensación de una “anticipación” de lo que sería un futuro comunista de una humanidad redimida allende las fronteras.

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Ruptura radical

Lenin y Trotsky comienzan, ya durante la Primera Guerra Mundial, un quiebre fundamental con una pretendida “ortodoxia” marxista: el tipo de internacionalismo que era sentido común en la II Internacional.

El fenómeno del imperialismo, que se empieza a estudiar a comienzos del siglo XX, es visto por la mayoría de la II Internacional como un fenómeno ajeno al Estado nacional, ligado únicamente al militarismo, que en todo caso era visto como una presión del lobby de intereses de un sector particular, minoritario y “parasitario” de la burguesía: la dedicada a la industria armamentística. En un clima en el que el capitalismo desarrollaba impetuosamente sus fuerzas productivas sin conflictos militares importantes y sin grandes convulsiones dentro de Europa, el internacionalismo socialista se había vuelto más bien platónico, y la existencia de la propia Internacional era más bien la de una federación de partidos nacionales, donde las resoluciones mundiales no eran vinculantes, y cada sección llevaba a cabo sus asuntos en forma relativamente independiente de las demás, y en las cuales se terminaron desarrollando fuertes lazos de adaptación y luego colaboración con los Estados capitalistas nacionales, como ocurrió cuando los partidos socialistas de distintos países votaron apoyar los esfuerzos de guerra de sus respectivos Estados.

El nuevo internacionalismo comunista partía del capitalismo imperialista como una realidad mundial, algo que fue corroborado con la guerra mundial como conflicto interimperialista, y con el comienzo de la revolución socialista en uno de los países considerado a priori como de los más “inmaduros” para tal tarea: Rusia. Así, en la visión de la III Internacional, las revoluciones en los países atrasados no son solo “revoluciones nacionales”, en el sentido de que solo socavarían el poder de las burguesías nativas, sino que, debido a la existencia del imperialismo, adquieren una dimensión internacional, porque también minan el poder de la burguesía de los países centrales de la cual dependen. Este proceso demuestra que el proletariado de los países imperialistas por un lado, y los trabajadores y pueblos oprimidos de los países atrasados por el otro, objetivamente se necesitan y deben ser aliados. La Internacional Comunista tiene que hacer consciente esta necesidad en los países donde actúa, en el centro y en la periferia.

Al ampliar el horizonte de acción del marxismo revolucionario, la Internacional Comunista también se propuso transformarse en un factor que permitiera que la clase trabajadora hegemonizara a los pueblos y naciones oprimidas de las colonias y semicolonias en una lucha mundial contra el imperialismo, como ocurrió con el Congreso de los pueblos de Oriente, que tuvo lugar en 1920 en Bakú, en el Cáucaso soviético, donde acudieron centralmente representantes de los pueblos asiáticos. El grito de guerra del Manifiesto Comunista se extendió a “¡Proletarios y pueblos oprimidos del mundo, uníos!”

También, logró atraer a sus filas a grandes partidos socialdemócratas de masas, como el francés, la mayoría del Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, el de Checoslovaquia y, por un corto período de tiempo, el italiano. Muchos dirigentes y luchadores de todo el mundo provenientes del sindicalismo revolucionario y el anarquismo (por ejemplo, en Francia, España y Brasil) que tuvieron una actuación revolucionaria durante la Primera Guerra Mundial, encontraron en la Internacional Comunista una continuidad de esa pelea y, a la vez, una superación de sus propios límites teóricos y políticos, lo que también vale para los luchadores de movimientos anticolonialistas de la periferia que se sumaron a sus filas.

Una escuela de estrategia revolucionaria

El punto clave de la historia de los primeros años de la Tercera Internacional es el Tercer Congreso, de 1921. La discusión que lo atravesó fue el balance del desastre de la llamada “Acción de Marzo” de ese año en Alemania: el gobierno había decidido militarizar fuertemente el bastión comunista de la región minera de Sajonia-Anhalt, en el centro del país, a lo cual el Partido Comunista alemán (KPD), con una dirección ultraizquierdista, respondió lanzando una huelga general y una insurrección allí y en la lejana y norteña ciudad de Hamburgo, sin tener en cuenta el estado de apatía y derrota de las masas luego de los sucesivos reveses desde enero de 1919, autonomizándose de ellas. Esto culminó en una derrota aplastante de los comunistas, con más de un centenar de muertos y miles de despidos. El KPD pasó en pocos días, producto de la desmoralización, de contar con cerca de medio millón de militantes a poco menos de 200 mil. La dirección del partido opinaba que se había actuado correctamente, siguiendo la llamada “táctica de la ofensiva”, acuñada por Bujarin y otros dirigentes ultraizquierdistas de la Internacional, según la cual la única forma de lucha adecuada a la época revolucionaria sería la “ofensiva permanente”. La mayoría de los delegados del Tercer Congreso estaba de acuerdo con esta “teoría”, que fue combatida duramente por Lenin y Trotsky, quienes veían que, de seguir con esa orientación, en poco tiempo solo quedarían ruinas de la Internacional Comunista, para lo cual, provocativamente, para dar esa pelea política se autodenominaron como “fracción de derecha”. Para combatir estas seudoteorías y vulgarizaciones, en sus intervenciones en el Tercer Congreso, León Trotsky buscó captar la dinámica del capitalismo como una unidad en continuo movimiento que contempla sus factores económicos, que incluyen elementos periódicos (sus ciclos económicos e industriales como había descripto Marx) pero también sus tendencias básicas, es decir, en qué medida en determinado momento el capitalismo desarrolla, detiene o estanca sus fuerzas productivas, así como los factores políticos en una época de decadencia capitalista. Estas reflexiones cobraron, en el contexto de 1921, una importancia fundamental.

Lejos de todo esquematismo, para Lenin y Trotsky había que pensar los problemas concretos de cada situación de cada país. Por eso, el congreso examinó ante todo la situación de la economía mundial y abordó luego el problema de la táctica requerida para la nueva situación. Trotsky demostró cómo no hay una relación mecánica entre la crisis económica y el derrumbe del capitalismo como sistema social. Las esferas económica y política, si bien están relacionadas y la primera determina a la segunda, en el capitalismo tienen una autonomía relativa, la más grande de la historia. El ejemplo más claro que daba Trotsky de esto son los años 1919 y 1920, posteriores al fin de la Primera Guerra Mundial. En 1919 la economía de las naciones que perdieron la guerra, como Alemania, estaba devastada. A pesar de esto, la burguesía dio importantes concesiones, implementó por primera vez la jornada de ocho horas de trabajo, otorgó subsidios, rebajas de impuestos y alquileres y reducción de los precios de artículos de primera necesidad. ¿Cómo se explica esto? En 1919 la burguesía tenía pánico a la revolución y se encontraba más débil que nunca. Debido a las circunstancias, se vio imposibilitada políticamente de imponer una salida contrarrevolucionaria represiva, y decidió otorgar esas concesiones, aun al precio de seguir arruinando más la economía, pero apostando a que estas reformas, sumado a la debilidad o prácticamente la inexistencia de partidos comunistas, y a la fortaleza de sus aliados socialdemócratas, lograría calmar y frenar el ascenso obrero mediante engaños. No obstante, como no se pueden posponer indefinidamente las leyes de funcionamiento de la economía, la burguesía esperó a que el fantasma de la revolución se alejara para luego descargar, en 1920, una brutal crisis económica sobre las espaldas de los trabajadores, y de esta manera, en cuestión de meses, logró arrebatarle al proletariado con la mano derecha la mayoría de las reformas que le había concedido un año antes con la mano izquierda.

Gracias a este respiro y a esta crisis económica, la burguesía recuperó la confianza en sí misma y se fortaleció. Por eso mientras se esperaban nuevos combates revolucionarios, había que reconstruir y fortalecer los partidos comunistas y quitarles posiciones a los reformistas mediante un trabajo tenaz en las organizaciones obreras. Aun cuando en la oleada previa al Tercer Congreso, los partidos comunistas combatieron manifiestamente por los intereses de todo el proletariado, no pudieron derrotar a las fuerzas unidas de la burguesía y de la socialdemocracia por no contar tras de sí con la mayoría de la clase obrera, ni con las simpatías de las grandes masas del pueblo pobre.

Por eso el Congreso lanzó la consigna: “¡Hacia las masas!, es decir, hacia la conquista del poder, por la conquista previa de las masas, en su lucha y en su vida cotidiana”.

La consecuencia de estos análisis en el terreno de la táctica fue agregar al arsenal del marxismo conceptos clave como la táctica del frente único (que había sido planteada por primera vez en la carta abierta que el KPD había dirigido a todas las organizaciones obreras alemanas en enero de 1921 para luchar por reivindicaciones obreras inmediatas, en uno de los breves interludios en esos años en que el partido no estuvo dirigido por los ultraizquierdistas) y la necesidad de un programa transicional. Tanto Lenin como Trotsky planteaban que, sin perder de vista el objetivo de los partidos comunistas de dirigir la revolución proletaria, la tarea de ese momento era lograr ganar a la mayoría de la clase obrera para conquistar las fuerzas necesarias para derrotar a la burguesía y su Estado y tomar el poder. Los comunistas debían apoyar la consigna de la mayor unidad posible de todas las organizaciones obreras que tuviesen incidencia en las masas en cada acción de lucha por sus intereses contra la burguesía. Los partidos comunistas debían demostrar, sobre la base de la experiencia, que eran los únicos que harían todo lo posible para ganar esas luchas aunque fuesen parciales, y de esta forma ganarse la confianza de los obreros que pertenecían a las organizaciones reformistas. El frente único suponía llamar a acciones, dentro de determinados límites, con las organizaciones reformistas, ya que estas representaban aún la voluntad de fracciones importantes de los trabajadores en lucha. Esta era la mejor manera de mostrar que los reformistas sabotearían la lucha y así ganar a sectores de masas, en pos de preparar al partido para cuando la toma del poder estuviese planteada nuevamente. La vanguardia obrera y los partidos comunistas debían combinar el frente único con un programa de acción transicional para movilizar a los trabajadores a la altura de las circunstancias de los desafíos que presentaban los cambios violentos de la economía, con la alternancia de cortas bonanzas y profundas crisis que ocurrían en esa época.

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Entre las presiones reformistas y la impaciencia

Entre el 5 de noviembre y el 5 de diciembre de 1922 se realizó el último congreso “leninista” de la III Internacional. Lenin venía sufriendo secuelas de los problemas de salud que, finalmente lo llevarían a la muerte poco más de un año después. Participó del congreso aunque con algunas dificultades, por lo cual se apoyó mucho en su sociedad política con Trotsky. Pocos meses después de este congreso padecerá su último ataque cerebral que lo alejará de la política activa casi hasta su muerte, en enero de 1924.

La revolución en Europa occidental se seguía retrasando, sumado a la leve recuperación económica de la burguesía. Ante este escenario, en el Cuarto Congreso se planteó la importancia de las cuestiones en torno a las alianzas tácticas. Entre otras discusiones importantes, se profundiza la del frente único, para las situaciones de luchas más defensivas, como condición para evitar perder conquistas obreras y que sirva para que los revolucionarios se preparen, ganándose la confianza de sectores de masas, para poder pasar a la ofensiva en una coyuntura más favorable. Esta tiene su continuidad que en la táctica de “gobierno obrero”, incorporada como consigna de propaganda y, en los casos que estuviera planteado, como parte del programa de acción [1].

El Cuarto Congreso, en gran medida, desarrolló a un nivel superior varios de los problemas que se habían tratado en el Tercer Congreso y que solo se habían zanjado formalmente.
La adquisición del concepto de “frente único”, y luego en el Cuarto Congreso el comienzo de la discusión sobre la necesidad de que los partidos comunistas adoptaran un programa transicional, superador de la vieja división entre programa mínimo y máximo, implicó una verdadera “traducción” del bolchevismo a las condiciones de lucha de los trabajadores en sociedades con instituciones democráticas más desarrolladas. Mediante esta adquisición teórica, los comunistas podían salir de la trampa de quedar condenados solo a la propaganda y/o la espera pasiva hasta que llegara la revolución, o a la tentación blanquista o anarquizante de resumir toda la política a “pelear hasta las demandas parciales con los métodos de la guerra civil”.

Epílogo de la etapa revolucionaria

El punto de inflexión que clausura toda esta rica etapa de una gran escuela internacional de lo mejor de un marxismo “de combate”, sobreviene con la derrota de la revolución alemana de 1923 y la primera derrota de la Oposición de Izquierda de Trotsky que se forma ese mismo año.
A partir de entonces, las lecciones de los cuatro primeros congresos de la III Internacional empiezan a ser tiradas por la borda, abandonadas y remplazadas por un crudo empirismo propio de una burocracia estalinista cada vez menos preocupada por la revolución internacional y más por su propia sobrevivencia como casta privilegiada separada de los trabajadores. En 1924, con el Quinto Congreso de la IC, comienza otra etapa. Las ideas de Lenin (muerto a comienzo de ese año) y de aquellos primeros cinco años, vuelven a ser patrimonio de una minoría que pelea completamente a contracorriente, y que finalmente en 1938, funda la IV Internacional.

Conocer la experiencia de los primeros años de la Internacional Comunista es un antídoto fundamental contra cierto “espíritu de época” actual, propio de algunas modas como las corrientes llamadas “posmarxistas”, que menosprecian los debates estratégicos fundacionales de la Internacional Comunista, pero recaen más bien en una nostalgia de la política de los partidos “eurocomunistas” (los neorreformismos en decadencia estilo Podemos o Syriza en Europa) o, como en la actualidad ocurre con un sector de la corriente de los “socialistas democráticos” (DSA) de EE. UU., en un “redescubrimiento” de la socialdemocracia de izquierda al estilo de Kautsky. Volver a poner en pie un nuevo estado mayor de la revolución socialista internacional, continuando la tradición de los primeros años de la Tercera y luego de la Cuarta Internacional es una tarea pendiente a la que apostamos.

Como lectura de referencia en castellano, recomendamos al respecto Los primeros 5 años de la Internacional Comunista, de León Trotsky y, en inglés, los nueve volúmenes publicados por John Riddell.



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