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Boletín Especial (Noviembre 2007)

El derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos y la revolución proletaria

El derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos y la revolución proletaria

León Trotsky

 

Capítulo 9 del libro Entre el imperialismo y la revolución, 1973, México, Ediciones Roca S.A. Este ensayo fue escrito por León Trotsky en 1922.

 

"Las potencias aliadas no tienen la intención de apartarse del gran principio del derecho de los paí­ses pequeños a disponer de ellos mismos. Renuncia­rán a ello únicamente cuando se vean obligadas a reconocer que una nación, temporalmente indepen­diente, en su impotencia para mantener el orden, por su carácter belicoso, por sus actos agresivos y aun por la afirmación infantil e inútil de su propia dig­nidad, constituya un posible peligro para la paz del universo. Las grandes potencias no tolerarán una nación tal, porque están decididas a que la paz del mundo entero debe ser salvaguardada."

En estos enérgicos términos el general inglés Walker inculcaba a los mencheviques georgianos el concepto de la relatividad del derecho de las na­ciones a disponer de sí mismas. Políticamente, Henderson[1] está completamente de acuerdo con el general. Pero, en teoría, está enteramente de acuer­do en transformar el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos en un principio absoluto y a utilizarlo contra la República soviética. El dere­cho de las naciones a disponer de ellas mismas es la fórmula esencial de la democracia para las na­ciones oprimidas. Allí donde la opresión de las cla­ses y de las castas se complica con la esclavitud nacional, las reivindicaciones de la democracia revisten ante todo la forma de reivindicaciones para la igualdad, la autonomía o la completa indepen­dencia.

El programa de las democracias burguesas im­plicaba el derecho de las naciones a disponer de ellas mismas. Pero este principio democrático se puso en contradicción abierta, categórica, con los in­tereses de la burguesía de las naciones más pode­rosas. Pero resulta que la forma republicana de gobierno se conciliaba perfectamente con la domi­nación de la Bolsa. La dictadura del Capital se apo­deró fácilmente de la técnica del sufragio universal. Pero el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos revistió y reviste un carácter amenazador de peligro inmediato, porque implica, en muchos casos, el desmembramiento del Estado burgués o la separación de las colonias.

Las más poderosas democracias burguesas se han transformado en aristocracias imperialistas. Por in­termedio del pueblo de la metrópoli, que se maneja por el régimen "democrático", la oligarquía finan­ciera de la City extiende su dominio sobre una masa formidable de seres humanos en Asia y África. La República Francesa, cuya población es de 38 millo­nes de habitantes, no es más que una parte de un imperio colonial que cuenta con 60 millones de es­clavos de color. Las colonias francesas, pobladas de negros, deben abastecer los contingentes cada vez más numerosos del ejército destinado a mantener la esclavitud colonial y la dominación de los capita­listas sobre los trabajadores en la propia Francia. El imperialismo, es decir, la tendencia a extender por todos los medios su mercado en detrimento de los pueblos vecinos, la lucha por el desarrollo de la potencia colonial, por el dominio de los mares, se ha vuelto cada vez más incompatible con las ten­dencias nacionales separatistas de los pueblos opri­midos. Así pues, como la democracia pequeño burguesa, junto con la socialdemocracia, cayó bajo la dependencia política del imperialismo, el programa del derecho de los pueblos a disponer de ellos mis­mos ha sido, de hecho, reducido a la nada.

La gran carnicería imperialista[2] ha introducido cambios decisivos sobre este punto. Durante la gue­rra, todos los partidos burgueses y patriótico-sociales jugaron la baza —pero al revés— del principio del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos. Por todos los medios, los gobiernos beligerantes se esforzaron en acaparar esta fórmula, empezando por las guerras entre ellos, siguiendo después en su lu­cha contra la Rusia soviética. El imperialismo alemán explotó la independencia nacional de los pola­cos, de los ucranianos, de los lituanos, de los letones, de los estonianos, de los finlandeses, de los caucasia­nos primeramente contra el zarismo y después en más grande escala contra nosotros. Junto con el za­rismo, la Entente[3] reclamaba la "emancipación" de los pueblos de los confines de Rusia.

La República soviética, que había heredado el imperio zarista consolidado por la violencia y la opresión, proclamó abiertamente el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos y la libertad para constituirse en Estados independientes. Dán­dose cuenta que este principio era importante en el momento de la transición al socialismo, nuestro Par­tido, sin embargo, no lo transformó nunca en dogma absoluto, ni lo consideró superior a otras necesida­des y tareas históricas. El desarrollo económico de la humanidad actual tiene unas características pro­fundamente centralistas. El capitalismo ha creado las premisas esenciales para la constitución de un sistema económico mundial único. El imperialismo no es más que la expresión rapaz de esa necesidad de unidad y de dirección para toda la vida econó­mica del globo. Cada uno de los grandes países imperialistas está constreñido en los cuadros de su eco­nomía nacional y aspira a extender sus mercados

Su fin, más o menos ideal, es el monopolio de la economía universal. La rapacidad y el latrocinio ca­pitalistas son ahora expresión de la tarea esencial de nuestra época: la coordinación de la vida eco­nómica de todas las partes del mundo y la creación, en interés de toda la humanidad, de una producción mundial armónica, penetrada del principio de la economía de fuerzas y de medios. Ello también es la tarea del socialismo.

Es un hecho que el principio del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos no puede estar por encima de las tendencias de unificación características de la economía socialista. En este sentido, ocupa en el curso del desarrollo histórico el lugar subordinado que le cabe a la democracia. El centra­lismo socialista no puede, por lo tanto, ocupar inmediatamente el lugar del centralismo imperialista. Las naciones oprimidas deben, por lo tanto, tener la posibilidad de revitalizar sus miembros anquilosados bajo las cadenas de la sujeción capitalista. Cuánto tiempo durará el período en que Finlandia, Checos­lovaquia, Polonia, etc..., se sentirán satisfechas con su independencia nacional es un problema cuya so­lución depende ante todo del curso general del desarrollo de la revolución social. Pero la impoten­cia económica de esos compartimentos estancos que son los diferentes Estados nacionales se manifiesta en toda su extensión desde el nacimiento de cada nuevo Estado nacional.

La revolución del proletariado no podría tener como tarea o como método la supresión mecánica de las nacionalidades y la cimentación forzada de los pueblos. La lucha en el dominio del lenguaje, de la instrucción, de la literatura, de la cultura le es completamente ajena, porque su principio rector no es la satisfacción de los intereses profesionales de los intelectuales o los intereses nacionales de los comerciantes, sino la satisfacción de los intereses fundamentales de la clase obrera. La revolución social victoriosa dejará a cada grupo nacional la facultad de resolver como estime conveniente los problemas de su cultura nacional, pero la revolu­ción unificará —en provecho y con asentimiento de los trabajadores— las tareas económicas cuya solu­ción racional depende de las condiciones históricas y técnicas naturales, pero no de la naturaleza de los grupos nacionales. La Federación Soviética crea­rá una forma estatal extremadamente móvil y ágil, que unirá las necesidades nacionales y las económi­cas de la manera más armónica.

Entre el Occidente y el Oriente, la República so­viética surgió con dos lemas: dictadura del prole­tariado y derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos. En ciertos casos, esos dos estadios pueden quedar separados el uno del otro por algunos años o quizá por algunos meses. Para el inmenso Oriente, este intervalo de tiempo se medirá seguramente por decenas de años.

En las condiciones revolucionarias en que se en­contraba Rusia, se necesitaron nueve meses de régimen democrático de Kerensky[4]-Tsereteli[5] para pre­parar las condiciones de la victoria del proletariado. Comparado al régimen de Nicolás II y de Rasputín[6], el régimen Kerensky-Tsereteli era histórica­mente un paso adelante. El reconocimiento de este hecho, al cual nunca nos hemos negado, no es la apreciación formal, la de los profesores, de los popes o de Macdonald sobre la democracia, sino el con­cepto revolucionario, histórico, materialista del sig­nificado verdadero de la democracia. Nueve meses de revolución bastaron a la democracia para de­jar de ser un factor progresivo. Esto no quiere decir que se pudiera, en noviembre de 1917, por medio de un referéndum, obtener una respuesta exacta de la mayoría de los obreros y de los campesinos, si se les hubiera pedido que dijeran si estimaban ha­ber pasado por una escuela preparatoria suficiente de democracia. Lo que quiere decir es que, des­pués de nueve meses de régimen democrático, la conquista del poder por la vanguardia proletaria no se arriesgaba a chocar con la incomprensión y los prejuicios de la mayoría de los trabajadores. Por el contrario, contaba con la posibilidad de engran­decer y de consolidar sus posiciones atrayendo a una participación activa y ganando a su causa a masas trabajadoras cada vez más considerables. Es en esto, aunque les disguste a los cegados demócratas, en lo que consiste el significado del sistema soviético.

La separación de Rusia de las regiones periféri­cas del Imperio zarista y su transformación en re­públicas independientes tuvo el mismo significado relativamente progresivo que la democracia en su conjunto. Solamente los imperialistas y los social-imperialistas pueden negar a los pueblos oprimidos el derecho de separarse del país al cual están li­gados. Solamente los fanáticos y los charlatanes del nacionalismo pueden ver en la independencia na­cional una meta. Para nosotros, la independencia nacional ha sido y sigue siendo todavía la etapa histórica, inevitable en muchos casos, hacia la dictadura de la clase obrera que, en virtud de las leyes de la estrategia revolucionaria, manifiesta, aun en el curso de la guerra civil, tendencias profunda­mente centralistas, opuestas al separatismo interna­cional y en concordancia con las necesidades de la economía socialista racional, metódica, del futuro.

¿Cuánto tiempo necesitará la clase obrera para liberarse de sus ilusiones de independencia nacional y dedicarse a la conquista del poder? He aquí una pregunta cuya solución depende de la rapidez del desarrollo revolucionario (que ya hemos señalado), así como de las condiciones internas y externas pe­culiares de cada país. En Georgia[7], la independencia nacional ficticia duró tres años. ¿Era verdaderamente necesario tres años o eran bastantes tres años para que las masas de trabajadores de Georgia se desembarazaran de sus ilusiones nacionales? Nos es imposible contestar a ello de una forma acadé­mica. Cuando el imperialismo y la revolución libran una lucha encarnizada sobre cada parcela de territo­rio del globo, el referéndum y el plebiscito se trans­forman en ficción: mejor preguntárselo a los señores a los señores Korfanty y Zeligovski o a las comisiones especiales de la Entente. Para nosotros, la cuestión no se re­suelve por los métodos de la estadística democrática, sino por los métodos de la dinámica revolucionaria. En suma, ¿de qué se trata en este caso?: de hecho, de que la revolución soviética georgiana, victoriosa con la indudable participación del Ejército Rojo (hubiese sido una traición el no ayudar a los obre­ros y a los campesinos de Georgia con la fuerza ar­mada, ya que disponíamos de esa fuerza a nuestra disposición), se produjo después de una experiencia política de tres años de independencia nacional, en unas condiciones que le aseguraban no sólo éxito militar temporal, sino el verdadero éxito político, es decir, la facultad de engrandecer y consolidar los fundamentos soviéticos en la misma Georgia. Y es precisamente en ello, aunque disguste a los pedantes de la democracia, en lo que consiste la tarea revo­lucionaria.

Tal como sus mentores en las cancillerías diplo­máticas burguesas, los políticos de la IIº Internacio­nal[8] hacen irónicas muecas cuando nos oyen hablar del derecho de los pueblos a disponer de ellos mis­mos. ¡Engañabobos, trampas del imperialismo rojo!, exclaman. En realidad, esas trampas las pone la historia misma, que no resuelve los problemas en línea recta. En todo caso, no somos nosotros los que transformamos en trampas los zigzag del desarrollo histórico, porque, reconociendo de hecho el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, enseña­mos siempre a las masas su significación histórica restringida y no le subordinamos, en ningún caso, los intereses de la revolución proletaria.

El reconocimiento por el Estado obrero del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos es por sí mismo el reconocimiento de que la violencia revolucionaria no es un factor histórico todopode­roso. La República soviética no se dispone a sustituir con sus fuerzas armadas los esfuerzos revolucionarios del proletariado de otros países. La conquista del poder del proletariado debe ser el fruto de su propia experiencia política. Esto no significa que los esfuerzos revolucionarios de los trabajadores —de Georgia, por ejemplo— no puedan encontrar ayuda armada del exterior. Esa ayuda debe llegar en el momento en que la necesidad se haya consolidado por el desarrollo anterior y haya madurado en la con­ ciencia de la vanguardia revolucionaria sostenida por la simpatía de la mayoría de los trabajadores. Es­tas son las normas de la estrategia revolucionaria y no el ritual democrático.

La política real de la hora actual exige que ajus­temos por todos los medios en nuestro haber, los intereses del Estado obrero con las condiciones de­rivadas del hecho de que este Estado está rodeado por todas partes por Estados burgueses nacional democráticos, grandes y pequeños. Son precisamente estas consideraciones derivadas de la apreciación de las fuerzas reales las que han determinado nuestra política de concesión, de paciencia, de expectativas frente a Georgia. Pero cuando esta política de con­ciliación, después de haber producido políticamente todos sus frutos, no dio las garantías más elementales de seguridad; cuando el principio del derecho de las nacionalidades, en manos del general Walker y del almirante Dumenil, se convirtió en una garantía jurídica para la contrarrevolución, que preparaba un nuevo golpe contra nosotros, no encontramos y no pudimos ver ningún obstáculo de principio para res­ponder a la llamada de la vanguardia revoluciona­ria de Georgia, hacer penetrar las tropas rojas en ese país para ayudar a los obreros y a los campesinos pobres a derribar, en el plazo más breve posible y con el mínimo de sacrificio, esa miserable demo­cracia que se había hundido a sí misma por su políti­ca. No solamente reconocemos, sino que sostenemos con todas nuestras fuerzas el principio del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos allí donde está dirigido contra los Estados feudales, capitalistas e imperialistas. Pero allí donde la ficción de la au­tonomía nacional se transforma en manos de la burguesía en un arma dirigida contra la revolución del proletariado, no vemos ninguna razón para compor­tarnos respecto a ese principio de otra forma que hacia los otros principios de la democracia, converti­dos en su contrario por el Capital. Respecto al Cáucaso, la política soviética se encontró igualmente con esta relación nacional; lo que demuestra, me­jor que nada, las relaciones recíprocas de los pue­blos transcaucásicos actuales.

La época del zarismo fue una época de pogroms[9] bárbaros en el Cáucaso. Armenios y tártaros se asesinaban periódicamente. Estas sanguinarias explosiones de nacionalismo bajo el yugo de hierro del zarismo era la continuación de la lucha secular de los pueblos de la Transcaucasia[10] entre sí.

La época "democrática" dio a la lucha nacional un carácter mucho más nítido y mucho más orga­nizado. Desde el primer momento, se formaron ejércitos nacionales hostiles que combatían frecuentemente unos con otros. La tentativa de crear una República Transcaucásica burguesa sobre las bases del federalismo democrático fracasó lamentable, vergonzosamente. Cinco semanas después de su crea­ción, la Federación se disgregaba. Algunos meses más tarde, las repúblicas "democráticas" se enfrentaban abiertamente unas con otras. Sólo esto basta para comprender el mal camino emprendido. Por­que desde el momento en que la democracia, des­pués de derrocado el zarismo, se sentía impotente de crear para los pueblos de Transcaucasia normas de vecindad pacíficas, era evidentemente necesa­rio iniciar una nueva ruta. Solamente el poder so­viético pudo establecer la concordia entre las na­ciones caucásicas. En las elecciones a los soviets, los obreros de Bakú y de Tiflis eligen un tártaro, un armenio o un georgiano sin importarles de su nacionalidad. En la Transcaucasia, los regimientos rojos musulmanes, armenios, georgianos y rusos con­viven sin problemas. Cada uno por su parte siente y comprende que forma parte de una unidad. Nin­guna fuerza conseguirá provocarlos contra los de­más; por el contrario, todos juntos defenderán la Transcaucasia soviética de cualquier agresión exterior o interior.

La paz nacional de la Transcaucasia, obtenida gracias a la revolución soviética, es por sí misma un hecho de una inmensa importancia desde el punto de vista político, así como desde el punto de vis­ta de la civilización. En esta forma es como se crea y se desarrolla el internacionalismo verdadero, vivo, que podemos oponer sin miedo a las disertaciones vacías y pacifistas con las que los caballeros de la IIº Internacional complementan el patrioterismo de sus distintas naciones.

La retirada de las tropas soviéticas de Georgia, después de un referéndum bajo el control de una comisión mixta compuesta de socialistas y de co­munistas, no es más que una vulgar trampa impe­rialista que nos quieren tender bajo el lema demo­crático del derecho de las naciones.

Dejamos de lado toda una serie de cuestiones fundamentales. ¿En virtud de qué derecho quieren imponernos los demócratas la forma democrática de consulta a las naciones, en lugar de la forma sovié­tica, más correcta según nuestro punto de vista? ¿Por qué la aplicación del referéndum se limita só­lo a Georgia? ¿Por qué se obliga a ello solamente a la República soviética? ¿Por qué los socialdemócratas quieren hacer un referéndum en nuestra casa cuando ellos no lo hacen en la suya?

Adoptemos, por unos instantes, el punto de vista de nuestros adversarios, si acaso lo tienen. Veamos el problema de la Georgia y examinémoslo aislada­mente. El problema planteado es éste: creación de condiciones que permitan al pueblo georgiano ex­presar libremente (democráticamente, pero no so­viéticamente) su voluntad.

1. ¿Cuáles son las partes en litigio? ¿Quién asegura la ejecución efectiva de las condiciones del acuerdo? Por una parte, verosímilmente, las repúblicas soviéticas aliadas. ¿Y por la otra? ¿No será la IIº Internacional? ¿Pero dónde está la fuerza material de que dispone para asegurar la ejecución de estas condiciones?

2. Aun si admitimos que el Estado obrero acep­te un acuerdo con... Henderson y Vandervelde[11] y que, conforme a las cláusulas de este acuerdo, se creen comisiones de control compuestas de comunistas y de socialdemócratas, ¿qué hacer con la "tercera" fuerza, con los gobiernos imperialistas? ¿No intervendrán? ¿Acaso los vasallos socialdemócratas responden por sus amos? ¿Pero dónde están esas garantías materiales?

3. Las tropas soviéticas deben de retirarse de Georgia. Pero la frontera occidental de Georgia está formada por el mar Negro. Ahora bien, los barcos de guerra de la Entente dominan incontroladamente este mar. Los desembarcos de los guardias blancos realizados por los barcos de Inglaterra y Francia son de sobra conocidos por la población del Cáucaso. Las tropas soviéticas se marcharán, pero la flo­ta imperialista se quedará. Para la población de Georgia, esto significa que debe buscar a cualquier precio un acuerdo con el verdadero amo de la si­tuación —con la Entente—. El campesino Georgia­ no se dirá que aunque prefiera al poder soviético, desde el momento en que este poder se ve forzado, por ciertas razones (evidentemente, por su debili­dad), a evacuar Georgia, a pesar de la amenaza per­manente que representa el imperialismo para el país, no le queda a él, campesino georgiano, más que una cosa por hacer: buscar intermediarios en­tre él y ese imperialismo. ¿No es así como se quie­re violentar la voluntad del pueblo georgiano e imponerle los mencheviques?

4. ¿O más bien nos van a proponer hacer partir del mar Negro a los barcos de guerra de la Entente? ¿Quién lo propondrá, los gobiernos de la misma Entente o Mrs. Snowden? Esta pregunta reviste cierta importancia. Pedimos esclarecerla.

5. ¿Adonde se dirigirán los barcos de guerra: al mar de Mármara o al Mediterráneo? Pero, siendo Inglaterra dueña de los Estrechos, esta diferencia carece de importancia. ¿Cuál es la salida?¿Se podría echar la llave a los Estrechos? ¿Y, tal vez, aprovechar la ocasión y entregarle la llave a Turquía?

Porque el principio del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, no implica, sin embargo, que la Gran Bretaña tenga en sus manos los Estrechos, Constantinopla, el mar Negro y, por añadidura, todo el litoral, sobre todo si consi­deramos que nuestra flota del mar Negro nos ha sido robada por los blancos y se halla en manos de la Entente.

Y así sucesivamente, y así sucesivamente.

Hemos formulado estas preguntas de la misma forma en que lo hubieran hecho nuestros adversarios, es decir, en el terreno de los principios y de las garantías democráticas. Y resulta de ello que tratan de engañarnos de la manera más desvergon­zada: se nos exige el desarme material del terri­torio soviético, y como garantía contra las usurpa­ciones y los golpes de Estado de los imperialistas y de los guardias blancos, se nos propone... una re­solución de la IIº Internacional.

¿Será que ningún peligro imperialista amenaza al Cáucaso? ¿Mrs. Snowden no ha oído hablar del petróleo de Bakú? Tal vez no. En todo caso, podemos informarle que la vía de Bakú pasa por Tifus. Este último punto es el centro estratégico de la Transcaucasia, cosa que no ignoran los generales franceses e ingleses. En el Cáucaso, existen actualmente organizaciones conspirativas de los guardias blancos bajo la solemne denominación de "Comi­tés de liberación" y otros muchos, lo que no les im­pide recibir subvenciones de los propietarios ingle­ses del petróleo, de los propietarios de las minas de manganeso italianos, etc. Las bandas blancas re­ciben por mar los armamentos. La lucha está pro­vocada por el petróleo y el manganeso. ¿Cómo lle­gar al petróleo? ¿Mediante Denikin[12], mediante el partido musulmán de los musavat o por las puer­tas de la "independencia nacional" cuyas llaves es­tán en manos de la IIº Internacional? Esto es lo que les tiene sin cuidado a los propietarios del petróleo, con tal que consigan su objetivo. Denikin no ha conseguido vencer al Ejército Rojo; Macdonald, se dice, conseguirá tal vez que se retire pacíficamente: el resultado es el mismo.

Pero Macdonald no tendrá éxito. Problemas como éste no se resuelven mediante las resoluciones de la II Internacional, ¡aunque estas resoluciones no sean tan lamentables, tan contradictorias, tan bribonas y tan balbuceantes como las resoluciones adoptadas para Georgia!



[1] Henderson, Arthur (1863-1935): secretario del Partido Laborista Británico y presidente de la Segunda Internacional (1923-1924 y 1925-1929).
[2] Aquí el autor se refiere a la Primera Guerra Mundial. (N. de C.)
[3] Fue una alianza formada por Inglaterra, Francia y Rusia durante la Primera Guerra Mundial.
[4] Aleksandr Fyodorovich Kerensky (1881-1970) fue el último Primer Ministro del Gobierno Provisional derrocado por la revolución bolchevique. (N.de C.)
[5] Irakli Georgevich Tsereteli (1881-1960) fue un destacado menchevique y miembro del Gobierno Provisional. (N.de C.)
[6] Efímovich, Grígori o Yefímovich, Novikh Rasputín, conocido como El Monje Loco (1872-1916): monje, aventurero y cortesano ruso. A principios de la Primera Guerra Mundial, Rusia atravesaba un momento crítico. El zar Nicolás II asumió el mando del ejército y Rasputín se hizo con el control absoluto del gobierno. Su profunda influencia en la corte imperial escandalizaba a la opinión pública.
[7] Georgia fue proclamada república independiente el 26 de mayo de 1919, siendo su presidente el menchevique Noé Jordania. Fue sacudida por levantamientos campesinos, y le permitió transitar por su territorio a ejércitos que combatían a los bolcheviques durante la guerra civil rusa. Fue reconquistada por el Ejército Rojo en 1921.
[8] IIº Internacional: fundada en 1889 como sucesora de la Iº Internacional. En sus inicios fue una asociación libre de partidos nacionales laboristas y socialdemócratas, en la que se nucleaban elementos revolucionarios y reformistas. En 1914, sus secciones principales, violando los más elementales principios socialistas, apoyaron a sus respectivos gobiernos imperialistas en la Primera Guerra Mundial. Quedó aislada durante la guerra pero resurgió en 1923 como una organización completamente reformista.

[9] Pogrom es una palabra rusa que significa ataque o disturbio. Las connotaciones históricas del término incluyen ataques violentos por las fuerzas represivas y sectores de las poblaciones locales incitados por el zarismo y los gobiernos de turno contra judíos y revolucionarios en el imperio ruso y en todo el mundo.

[10] Es una región del Cáucaso que comprende las Repúblicas de Armenia, Georgia y Azerbaiyán. Conformó en dos ocasiones un solo Estado nacional. Durante la guerra civil rusa, República Federal de Transcaucasia (9 de abril a 26 de mayo de 1918) y durante la URSS como la República Federativa Socialista Soviética de Transcaucasia (del 12 de marzo de 1922 al 5 de diciembre de 1939).

[11] Vandervelde, Emile (1866-1938): abogado, fue dirigente del Partido Socialista Belga y de la IIº Internacional. Fue uno de los primeros socialistas en entrar a un gobierno burgués. Durante la Revolución Rusa tomó partido por los mencheviques.
[12] A.I. Denikin (1872-1947) fue un general zarista que encabezó las fuerzas de la contrarrevolución Blanca en el sur de Rusia después de 1917. Emigró al ser derrotado por las tropas soviéticas en marzo de 1920.