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Carta a Trotsky

Carta a Trotsky

Siempre he creído que el político debe saber retirarse a su debido tiempo, como el actor que abandona la escena, y que más vale hacerlo demasiado pronto que demasiado tarde.

Hace más de treinta años, me adherí a la teoría filosófica de que la vida humana solamente tiene sentido en la medida en que se vive y en tanto se viva al servicio de algo infinito. Para nosotros, la humanidad es infinita. Lo demás es finito, y trabajar por ello carece, por lo tanto, de sentido. Aun en el caso de que la humanidad tuviera también una finalidad externa, esta finalidad correspondería a un futuro tan remoto que podemos considerar la humanidad como un infinito absoluto. En esto y sólo en esto he visto siempre el sentido de la vida. Y ahora, al arrojar una mirada retrospectiva a todo mi pasado, del que pasé veintisiete años en las filas de nuestro partido, me creo con derecho a decir que durante toda mi vida consciente he permanecido fiel a esta filosofía. He vivido conforme a esta interpretación de la vida: trabajar y luchar por el bien de la humanidad. Creo poder afirmar que ni un solo día de mi existencia ha carecido de sentido.

Pero ahora parece ser que llega el momento en que mi vida pierde todo su valor y, por consiguiente, me considero obligado a abandonarla, a ponerle fin.

Desde hace varios años, los actuales directores de nuestro partido, de acuerdo con su sistema general de no encargar ninguna labor a los comunistas de la Oposición, no me han encomendado tareas políticas ni soviéticas cuyo carácter e importancia pudieran permitirme ser todo lo útil que mis facultades consintieran. El año pasado, como ya sabe usted, el Politburó me eliminó por completo, como oposicionista, de toda labor política.

Mi salud ha seguido empeorando. Hacia el 20 de septiembre, por motivos que ignoro, la Comisión Médica del Comité Central me sometió a un reconocimiento de especialistas, los cuales me informaron categóricamente de que el estado de mi salud era mucho peor de lo que yo me imaginaba. Y que no debía permanecer un día más en Moscú sin hacer nada ni continuar una hora más sin tratamiento, sino que debía marcharme inmediatamente al extranjero e ingresar en un sanatorio adecuado.

A mi pregunta directa: «¿Qué probabilidades tengo de curarme en el extranjero, podría cuidarme en Rusia sin abandonar mi labor?”. Los médicos y sus ayudantes, el facultativo del Comité Central, camarada Abrossov, otro médico comunista y el director del hospital del Kremlin, me respondieron simplemente que los sanatorios rusos no podrían ayudarme en nada, que sólo debía confiar en un tratamiento en Occidente. Añadieron que si seguía sus instrucciones no dudaban que aún podría trabajar durante un período prolongado.

Durante el espacio de unos dos meses, la Comisión Médica del Comité Central (a pesar de haber ordenado por su propia iniciativa la consulta) no hizo ninguna gestión conducente a mi viaje al extranjero o a mi tratamiento aquí. Antes al contrario, la farmacia del Kremlin, que siempre me había facilitado los medicamentos ordenados por prescripción facultativa, recibió la orden de no hacerlo. Me vi privado, pues, de hecho, de la obtención de medicamentos gratuitos que siempre había disfrutado. Me vi obligado a comprar los medicamentos indispensables en las farmacias de la ciudad. Parece ser que esto acaeció cuando el grupo gobernante empezó a ensayar con los camaradas de la Oposición su política de “Herir a la Oposición en el vientre”.

Mientras mi salud me permitió seguir trabajando, presté a esto poca atención. Pero cuando empecé a empeorar, mi esposa se dirigió a la Comisión Médica del Comité Central. Y en particular al doctor Semashko, que públicamente ha llegado siempre a los mayores extremos por poner en práctica su fórmula de «conservar a los veteranos». No obstante, la cuestión se siguió demorando, y lo único que pudo conseguir mi esposa fue un extracto de la decisión de la junta de médicos. En este extracto se enumeran mis enfermedades crónicas y se dice que los médicos insisten en que se me debía enviar al extranjero, «a un sanatorio como el del doctor Friedlander», por un período que podría llegar a un año.

Mientras tanto, hace nueve días tuve que guardar cama definitivamente a causa de la agudización y el agravamiento (como ocurre siempre en estos casos) de todas mis dolencias crónicas. Y en particular de la más terrible, de mi tradicional polineuritis, que ha vuelto a agudizarse, obligándome a sufrir dolores insoportables e impidiéndome incluso andar. Durante estos nueve días he permanecido sin ningún tratamiento, y la cuestión de mi viaje al extranjero no ha sido decidida. Ninguno de los médicos del Comité Central ha venido a verme. El profesor Davidenko y el doctor Leviné, llamados a mi cabecera, me prescribieron unas cuantas bagatelas que evidentemente no podían servirme de nada y reconocieron que «nada podía hacerse» y que mi viaje al extranjero era de toda urgencia. El doctor Leviné le dijo a mi esposa que la cuestión se demoraba porque la Comisión médica creía evidentemente que mi esposa querría acompañarme, «lo cual resultaba demasiado costoso». Mi esposa contestó que, a pesar del lamentable estado en que me encontraba, no insistía en que me acompañara ella ni nadie. Entonces el doctor Leviné nos aseguró que en ese caso la cuestión quedaría resuelta en seguida. El doctor Leviné me ha repetido hoy que los médicos no podían hacer nada, que el único recurso que quedaba era mi inmediata marcha al extranjero. Por la tarde el médico del Comité Central, camarada Potiomkin, le ha notificado a mi esposa que la Comisión médica del Comité Central había decidido no enviarme al extranjero sino cuidarme en Rusia. El motivo era que los especialistas insistían en un prolongado tratamiento en el extranjero, por considerar inútil una breve permanencia, y que el Comité Central sólo concedería para mi curación mil dólares como máximo, siéndole imposible conceder más.

Hallándome recientemente en el extranjero, recibí una oferta garantizándome veinte mil dólares de derechos por mis memorias; pero teniendo en cuenta que habría de someterlas a la censura del Politburó, y sabiendo cómo se falsifica en nuestro país la historia del partido y de la revolución, no quise colaborar en semejante falsificación. Toda la censura del Politburó hubiera consistido en no tolerar una apreciación verídica de los personajes y de sus actos, ni de un lado ni de otro: ni de los líderes auténticos de la revolución ni de los que actualmente se encuentran investidos de esta dignidad. Por consiguiente, ahora no puedo ponerme en tratamiento sin recibir dinero del Comité Central, el cual, con mis veintisiete años de actuación revolucionaria, cree que es posible valorar mi vida y mi salud en una cantidad no superior a mil dólares.

Por esta razón digo que ha llegado el momento en que es necesario poner término a esta vida. Bien sé que la opinión predominante del partido es contraria al suicidio; pero creo que nadie que comprenda mi situación ha de censurarme por ello. Si me encontrara en buen estado de salud tendría fuerzas y energía para luchar contra la situación creada en el partido; pero en el estado en que me encuentro no puedo tolerar una situación en que el partido presta su mudo consentimiento a la exclusión de usted de sus filas, aunque estoy absolutamente seguro de que tarde o temprano ha de producirse una crisis que obligará al partido a expulsar a quienes le han conducido a semejante ignominia. En este sentido, mi muerte es una protesta contra los que han conducido al partido a tal situación que no puede reaccionar de ningún modo contra este oprobio.

Si puede permitírseme comparar una cosa grande con otra pequeña, diré que el importantísimo acontecimiento histórico que constituye su exclusión y la de Zinoviev, exclusión que ha de iniciar inevitablemente un período thermidoriano en nuestra revolución, y el hecho de que yo me vea reducido, después de veintisiete años de actuación revolucionaria en puestos responsables del partido, a una situación en que no me queda otro remedio que alojarme una bala en la cabeza, son dos hechos que ilustran una misma cosa: el régimen actual que reina en nuestro partido. Y estos dos acontecimientos, el pequeño y el grande, tal vez despierten al partido y le hagan detenerse en el camino que le conduce a Thermidor.

Con usted, querido León Davidovich, me unen varias décadas de colaboración al servicio de una obra común y me atrevo a decir también de amistad personal. Esto me da derecho a decirle al despedirme de usted, lo que juzgo me parece equivocado.

No he dudado jamás de que el camino que usted ha trazado era correcto, y bien sabe que desde hace más de veinte años, desde los tiempos de la "revolución permanente", que estoy con usted. Pero siempre me ha parecido que le faltaba a usted la obstinación, la intransigencia de Lenin, quien estaba siempre dispuesto a seguir por el camino que creía correcto a pesar de quedar solo, seguro de una mayoría futura, seguro del futuro reconocimiento unánime de la justeza de ese camino. Siempre ha tenido usted razón políticamente, empezando desde 1905, y frecuentemente le he dicho que yo mismo le he oído reconocer a Lenin que en 1905 no era él quien estaba en lo cierto, sino usted. En presencia de la muerte no se miente, y ahora le repito lo dicho.

Pero frecuentemente usted ha renunciado a su certera posición en favor de un acuerdo, de un compromiso cuyo valor ha sobreestimado. Eso era un error. Vuelvo a repetirle que políticamente ha estado siempre en lo cierto, y que ahora lo está más que nunca. Algún día lo comprenderá el partido y la historia se verá obligada a reconocerlo.

Por lo demás, no se descorazone si alguno le abandona hoy y sobre todo si la mayoría no se pone de su parte tan pronto como todos quisiéramos. Usted está en lo cierto; pero la seguridad del triunfo de su opinión estriba precisamente en una intransigencia estricta, en la más rigurosa continuidad, en la completa ausencia de todo compromiso, cosas que constituían siempre el secreto de los triunfos de Ilich. Más de una vez he querido decirle esto; pero no me he decidido a hacerlo hasta ahora, en el momento de decirle adiós.

Le deseo energía y valor iguales a los que siempre ha demostrado, y una rápida victoria. Abrazos. Adiós. Suyo.

A. Joffé

PD: Le he escrito esta carta durante la noche del 15 al 16, y hoy, 16, María Mijailovna ha ido a la Comisión médica a insistir en que me envíen al extranjero, aunque sólo sea por uno o dos meses. Allí le han respondido que, a juicio de los especialistas, una estancia breve en el extranjero sería completamente inútil. Le han dicho que la Comisión médica había decidido trasladarme inmediatamente al hospital del Kremlin. Así, pues, me niegan hasta un breve viaje para atender a mi salud, aun cuando todos los médicos están de acuerdo en que una cura en Rusia es inútil y no me servirá de nada.

Adiós, querido León Davidovich. Sea fuerte. Necesita serlo y ser enérgico también. Y no me guarde rencor.



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