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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XXXIII: Un mes en Sviask

Capítulo XXXIII: Un mes en Sviask

La primavera y el verano de 1918 fueron extraordinariamente difíciles para nosotros. Ahora era cuando empezaban a tocarse las consecuencias todas de la guerra. A ratos, parecía como si todo se desmoronase, como si no hubiera nada sobre qué apoyarse. No estábamos seguros de que aquel país agotado, devastado, desesperado, tuviera fuerzas bastantes para sostener el nuevo régimen ni siquiera para salvar su independencia frente a cualquier invasor. El país carecía de víveres. Carecía de ejército. Los ferrocarriles estaban completamente desorganizados. El aparato del nuevo Estado empezaba mal apenas a formarse. Por todas partes apuntaban, como focos de pus, las conspiraciones.

Los alemanes habíanse adueñado de Polonia, de Lituania, de Letonia, de la Rusia blanca y de una buena parte del territorio de la Gran Rusia. Pskof estaba también en manos alemanas. Ukrania era una colonia germano-austriaca. En el verano de 1918, surgió, en el Volga, atizada por las agencias francesas e inglesas, una sublevación de los cuerpos checoeslovacos de tropa, formados por antiguos prisioneros de guerra. El alto mando alemán me dio a entender, por medio de sus representantes militares, que si los blancos, en sus incursiones desde la parte oriental, lograban acercarse a Moscú, los alemanes avanzarían también desde el Occidente sobre esta capital, en la dirección de Orskha y Pskof, para evitar que se fraguase un nuevo frente oriental de guerra. Como se ve, nos encontrábamos entre la espada y la pared. En el Norte, los ingleses habían ocupado Murmansk y Arcángel y amenazaban caerse sobre Wologda. En Iaroslavia teníamos la sublevación de las guardias blancas, organizada por Savinkof por mandato expreso del embajador francés Noulens y del representante inglés Lockhardt, para ver de unir estas fuerzas en el Volga, pasando sobre Wologda y Iaroslavia, con las tropas del Norte y los checoeslovacos. En los Urales, hacían de las suyas las bandas de Dutof. En el Sur, en la cuenca del Don, estaba fomentándose otra sublevación dirigida por Krassnof, quien por entonces se entendía directamente con los alemanes. Los socialrevolucionarios de izquierda organizaron en julio una conspiración, asesinaron al Conde de Mirbach e intentaron sublevar a las tropas del frente oriental. Su propósito era obligarnos a declarar la guerra a Alemania. El frente de la guerra civil iba convirtiéndose en un cerco cada vez más cerrado en torno a Moscú.

Después de la toma de Simbirsk, se decidió que saliese yo para el Volga, donde estaba el mayor peligro. Inmediatamente, me puse a formar un tren. En aquellos tiempos, no era cosa fácil. Faltaba todo, o, por mejor decir, nadie sabía dónde se encontraba nada. El más sencillo de los trabajos se convertía en una complicada improvisación. Yo no podía sospechar que habría de pasar en este tren dos años y medio de mi vida. Partí de Moscú el día 7 de agosto, ignorante deque el día anterior había caído Kazán en manos de nuestros enemigos. Esta grave noticia la recibí ya en ruta. Los destacamentos de soldados rojos, formados a toda prisa, habían abandonado sin lucha las posiciones, dejando indefensa la ciudad. En el Estado Mayor, los que no eran traidores fueron sorprendidos por el enemigo y corrieron a esconderse, cada cual por su lado, de las balas. Nadie sabía dónde se encontraba el Comandante general y los demás altos jefes. Mi tren se detuvo en Sviask, la última estación de cierta importancia antes de llegar a Kazán, donde había de decidirse de nuevo, durarte un mes, la suerte de la revolución. Para mí, este mes fué una gran escuela.

El ejército concentrado en las inmediaciones de Sviask estaba formado por los destacamentos que habían venido huyendo de Simbirsk y Kazán o que acudieron de diferentes sitios en nuestro socorro. Cada destacamento de tropas se movía por cuenta propia, sin trabazón con los demás. Lo único en que coincidían todos era en el deseo de batirse en retirada. La superioridad del enemigo, tanto en organización coma en experiencia, era demasiado notoria. Algunas compañías blancas, formadas exclusivamente por oficiales, hacían milagros. Hasta el suelo parecía estar henchido de pánico. Los destacamentos rojos de refresco, que llegaban con una moral excelente, no tardaban en verse contagiados también por la inercia de la retirada. Entre los campesinos empezó a correr el rumor de que los Soviets estaban en las últimas. Los popes y los mercaderes empezaban a levantar cabeza. Los elementos revolucionarios de la comarca se inhibían. Todo se desmoronaba; no había un solo palmo de tierra firme. La situación parecía desesperada.

Acampado aquí, en las cercanías de Kazán, podía uno estudiar, en una superficie relativamente pequeña, los diversos factores que componen la sociedad humana y sacar argumentos contra ese cobarde fatalismo histórico que en todas las cuestiones concretas y privadas de la vida se atrinchera pasivamente detrás del imperio de las leyes que rigen las cosas, pero olvidando que el resorte más importante de estas leyes es el hombre viviente y activo. En aquellos días, la revolución estuvo al borde de la ruina. Su territorio había ido quedando reducido a los límites del antiguo principado de Moscú. No tenía apenas ejército. Los enemigos la cercaban por todas partes. Tras Kazán caería Nishni-Neveorod, donde se abría un camino llano y andadero, casi sin obstáculos, hasta Moscú. Esta vez, la suerte de la revolución se decidió en Sviask. Y en los momentos más críticos estuvo pendiente de un hilo. Y así, un día y otro y otro.

Y, sin embargo, la revolución se salvé. ¿Qué hizo falta para el-lo? Poco: que las capas más avanzadas de la masa se diesen cuenta, de la gravedad de la situación. La primera condición de que dependía todo el éxito era: no ocultar nada, no ocultar, sobre todo, la propia debilidad; no andarle a la masa con astucias ni engaños, llamar a las cosas abiertamente por su nombre. La revolución era todavía bastante candorosa. El triunfo de Octubre había sido conseguido harto fácilmente. Además, la revolución no había acabado, ni mucho menos, de un manotazo con los males que la habían traído. El impulso elemental de avance se había paralizado. El fuerte del enemigo estaba en la organización militar, que era precisamente lo que a nosotros nos faltaba. Fué en Kazán donde hubimos de aprender este arte revolucionario.

La agitación sostenida en todo el país se nutría de los telegramas que llegaban de Sviask. Los Soviets, el partido, las organizaciones obreras, ponían en pie de guerra nuevos destacamentos de tropas y enviaban a miles de comunistas a Kazán. La mayoría de los hombres jóvenes afiliados al partido no conocían el uso de las armas. Pero estaban resueltos a triunfar, costase lo que costase. Y esto era lo importante. Esta voluntad fué la que fortaleció la médula de aquel ejército desmoralizado.

Pusimos en el alto mando del frente oriental al Comandante Vazetis, que se hallaba a la cabeza de una división de tiradores letones. Era la única que había quedado en pie del antiguo ejército. Los obreros del campo, los proletarios y campesinos pobres de Letonia, odiaban a los barones bálticos. Este odio social lo había explotado el zarismo en la guerra contra los alemanes. Los regimientos letones eran los mejores de todo el ejército zarista. Después del movimiento de Febrero se pasaron todos al bolchevismo y prestaron grandes servicios en la revolución de Octubre. Vazetis era hombre emprendedor, activo y de inventiva. Se había destacado durante la sublevación de los socialrevolucionarios de izquierda. Bajo su dirección se había emplazado la artillería ligera contra el estado mayor de los rebeldes. Dos o tres disparos hechos al aire para asustar y sin causar ninguna víctima habían bastado para dispersarlos. Vazetis ocupó la vacante que se produjo en el frente oriental por la traición de aquel aventurero llamado Muravief. Este no era como otros militares de academia que perdían la cabeza en el caos revolucionario, sino que se mantenía a flote entre el oleaje con gran optimismo, gritaba, animaba a sus hombres, daba órdenes, a sabiendas, muchas de ellas, de que no había ni la más remota esperanza de que se ejecutasen. No le preocupaba torturadoramente como a otros "especialistas" el que pudiera salirse de los límites de su competencia, sino que, en momentos de exaltación de entusiasmo, daba decreto tras decreto, sin pensar siquiera en que existía un Consejo de Comisarios del pueblo y un Comité ejecutivo central panruso. Como un año después de estos sucesos, hubieron de destituirle, acusado de no sé qué propósitos y relaciones. Sin embargo, no pudo descubrirse nada serio contra él. Es posible que todo se redujese a que se había puesto a hojear en la biografía de Napoleón antes de dormirse, exteriorizando acaso algunos pensamientos poco modestos ante los jóvenes oficiales que le rodeaban. Actualmente, Vazetis ocupa una cátedra en la Academia de Guerra.

Había sido uno de los últimos en abandonar el cuartel general de Kazán en la noche del 6 de agosto, cuando ya los blancos empezaban a invadir el edificio. Pudo deslizarse sin inconveniente por caminos excusados, llegando a Sviask; había perdido Kazán, pero conservaba íntegro su optimismo. Cambiamos impresiones acerca de los asuntos más importantes, nombramos a un oficial letón, llamado Slavin, Comandante del quinto ejército, y nos despedimos. Vazetis salió para el cuartel general. Yo continué en Sviask.

Entre los que venían conmigo en el tren hallábase Gussief. Estaba considerado como "viejo bolchevique", pues había tomado parte en el movimiento revolucionario del cinco; luego había desaparecido durante diez años en el tráfago de la vida burguesa para retornar en 1917, como tantos otros, a la revolución. A causa de sus pequeñas intrigas hubo de ser alejado más tarde por Lenin y por mí de los trabajos militares, para ser llamado luego a su lado inmediatamente por Stalin. Su especialidad principal, al presente, es la falsificación de la historia de la guerra civil. Para ello cuenta cm una cualidad muy importante, que es su apático cinismo. Como a todos los de la escuela de Stalin, no se le ocurre nunca volver la mirada atrás, sobre lo hablado o escrito en días anteriores. Cuando a comienzos del año 1924 empezaba a desarrollarse, ya a la luz del día, la campaña de persecución contra mí-campaña en la que este personaje desempeña bastante flemáticamente, por cierto, el papel de soplón-estaba todavía demasiado fresco en la memoria de la gente, a pesar de los seis años transcurridos, el recuerdo de las jornadas de Sviask, y hasta el propio Gussief se consideraba en cierto modo obligado por él. He aquí lo que por entonces hubo de referir acerca de los sucesos ocurridos en la comarca de Kazán: "La llegada del camarada Trotsky hizo cambiar radicalmente de aspecto la situación. Con el tren del camarada Trotsky, llegaba a la apartada estación de Sviask la firme voluntad de vencer, es espíritu de iniciativa y una enérgica presión sobre la actividad entera del ejército. Desde los primeros días pudo advertirse el giro brusco que tomaban las cosas, tanto en la estación, abarrotada por el tren de los innumerables regimientos que formaban la retaguardia del ejército, donde estaban concentradas las secciones políticas y los organismos de avituallamiento, como en los destacamentos situados a unas quince verstas de distancia. Donde primero se percibió el cambio fué en punto a la disciplina. Los severos métodos empleados por el camarada Trotsky eran muy eficaces y necesarios, en aquella época en que se luchaba con tropas irregulares y la indisciplina lo corrompía todo. Por la persuasión no podía conseguirse nada, y además no había tiempo que perder. En los veinticinco días que permaneció en Sviask el camarada Trotsky se desplegó una actividad gigantesca, gracias a la cual las tropas desorganizadas y desmoralizadas que formaban el 5.º ejército se convirtieron en una falange presta para la lucha y para la reconquista de Kazán."

La traición anidaba en el cuartel general, en los altos jefes, por todas partes. El enemigo sabía por dónde tenía que atacar y casi siempre operaba sobre seguro. Esto era descorazonador. A poco de llegar, revisté las baterías avanzadas. Un experto oficial de artillería, de cara ajada y ojos impenetrables, me mostró el emplazamiento de los cañones. Me pidió la venia para retirarse un momento a dar una orden telefónica. A los pocos minutos caían desgranadas combinadas a una distancia de cincuenta pasos y otra estallaba a pocos metros de donde estaba yo. No tuve apenas tiempo a echarme a tierra; la polvareda arrancada por el disparo me envolvió. El oficial permanecía a un lado inmóvil, con su cara morena cubierta de palidez. Es extraño que de momento no concibiese la menor sospecha, pues aquello me pareció una pura casualidad. Hasta pasados dos años, recomponiendo mentalmente la situación hasta en sus más mínimos detalles, no comprendí, con claridad irrefutable, que aquel oficial de artillería era un traidor que había ido a comunicar telefónicamente, valiéndose de algún punto intermedio, con la batería enemiga para señalarle el blanco. Con lo cual corría dos riesgos: caer conmigo bajo el fuego de los blancos o ser fusilado por los rojos. Ignoro lo que haya sido de él.

Apenas había retornado á mi vagón, cuando oí por todas partes ruido de disparos. Salí corriendo a la plataforma. Por encima de nosotros volaba un avión blanco, que, indudablemente, venia con la consigna de destruir el tren. Tres bombas, una detrás de otra, cayeron describiendo un amplio círculo sin hacer daño a nadie. Desde el techo del vagón abrimos fuego contra el enemigo con fusiles y ametralladoras. El aeroplano se puso fuera de tiro, pero el tiroteo no cesó. Los tiradores estaban embriagados y me costó gran trabajo conseguir que hiciesen alto en el fuego. Es probable que el mismo oficial de artillería comunicase al enemigo el momento en que yo regresaba al tren. Claro que el aviso pudo proceder también de otra fuente. La traición laboraba con mayor desembarazo cuanto más desesperada parecía la situación militar de la revolución. No había, pues, más remedio, costase lo que costase y a toda prisa, que vencer aquel automatismo psicológico de la retirada en que los hombres no creían ya en la posibilidad de resistir; hacer que las tropas girasen sobre sus talones y asestasen un golpe al enemigo en medio del corazón.

Había traído conmigo de Moscú y alojaba en el tren como a unos cincuenta camaradas juveniles. Estos mozos se dejaban hacer pedazos, taponaban los boquetes y se lanzaban a mi vista contra el enemigo, con esa temeridad del heroísmo y esa falta de experiencia de la juventud. En Sviask estaba también el 4.º regimiento letón. Era el peor de todos cuantos formaban aquella desmoralizada división. Los tiradores yacían entre el lodo, bajo una lluvia constante, y clamaban porque se les relevase. Pero no había' posibilidad de relevo. El Coronel de este regimiento, de acuerdo con el Comité de las tropas, me envió una declaración, en la que se decía que si no se relevaba inmediatamente a su regimiento esto traería "consecuencias peligrosas para la revolución". Aquello tenía todo el carácter de una amenaza. Ordené al Coronel y al presidente del Comité regimental que se presentasen en mi vagón. Como mantuvieran su exigencia con muy mala cara, los mandé detener. El jefe de los servicios postales del tren, hoy Comandante del Kremlin, los desarmó a mi presencia. En el vagón no había un alma fuera de nosotros dos; la escolta estaba toda ella luchando en el frente. Si los detenidos hubieran hecho resistencia o el regimiento hubiese intercedido por ellos, evacuando la posición, el trance hubiera podido ser desesperado. No habríamos tenido más remedio que evacuar Sviask y abandonar el puente sobre el Volga. Y claro está que, de haber caído mi tren en manos del enemigo, esto no hubiera dejado de influir en la moral y en la situación de las tropas. El camino a Moscú habría quedado libre. Sin embargo, todo esto no son más que hipótesis, pues la detención no originó conflictos. En una orden del día hice constar que el Coronel del regimiento sería juzgado por un Consejo de guerra. El regimiento no abandonó la posición. Al Coronel condenáronle tan sólo a una pena de cárcel.

 Los comunistas persuadían, aclaraban, daban ejemplo. Pero era evidente que la desmoralización no podía contenerse únicamente por estos medios ni la situación daba tiempo para ello. No había más medio que acudir a medidas severas. Di una orden del día, que fue impresa en la imprenta del tren y repartida a todas las tropas, y que decía: "Advierto que si cualquier destacamento de tropas emprendiere la retirada por su cuenta, será fusilado en primer lugar el comisario del destacamento y en segundo lugar, el Comandante. Los soldados bravos y valientes serán colocados en puestos de mando. Los cobardes, los egoístas y los traidores, no escaparán a las balas del pelotón. Así os lo garantizo a la faz del Ejército rojo."

Las cosas cambiaron. Claro está que no de repente. Todavía había destacamentos que abandonaban el frente sin motivo o se dispersaban al primer ataque un poco fuerte del enemigo. Sviask estaba a punto de ser atacado. En el Volga, estaba preparado un vapor para el Estado Mayor del Ejército. Diez hombres de los cuadros de mando del tren montaban la guardia en bicicleta en el sendero que iba del cuartel general a la orilla en que estaba amarrado el barco. El soviet de guerra del 5.º ejército tomó el acuerdo de proponerme que me trasladase al río. Era una medida bastante razonable, pero yo temía que pudiera influir desfavorablemente en las tropas, ya de suyo bastante nerviosas y descorazonadas. Todo esto ocurría en un momento en que la situación del frente había empeorado repentinamente. El regimiento de refuerzo que acabábamos de recibir y en que tanto habíamos confiado, abandonó la posición con el Comisario y él Coronel a la cabeza, tomó posición del barco a bayoneta calada y se acomodó en él, dando órdenes de que se les llevase rumbo a Nishni. Una oleada de inquietud atravesó por todo el frente. Todas las miradas convergían sobre el río. No parecía haber salvación posible. Sin embargo, el Estado Mayor seguía en su puesto, a pesar de que el enemigo ya no estaba más que a uno o dos kilómetros de distancia y de que las granadas estallaban a pocos pasos de allí. Cambié impresiones con Markin, siempre inconmovible. A la cabeza de una escuadrilla de veinte barquichuelos artillados, en una barca cañonera improvisada, se acercó al vapor en que iban río abajo los desertores y les intimó, encañonándoles, a que se rindieran. Por el momento, todo dependía del resultado que diese esta intimación. Un disparo habría bastado para desencadenar una catástrofe. Los desertores se rindieron sin hacer resistencia. El vapor ancló en el puerto, los desertores desembarcaron y yo procedí a nombrar un Consejo de guerra que condenó a ser fusilados al Coronel, al Comisario y a varios individuos de tropa. Esto era poner un hierro candente en una llaga purulenta. Expuse al regimiento la verdadera situación, sin silenciarle ni atenuarle nada. Por entre los soldados repartimos un puñado de comunistas. El regimiento volvió al frente bajo un nuevo mando y con sensación nueva de seguridad. Fué todo tan rápido, que el enemigo no tuvo tiempo a aprovecharse de la conmoción.

Había que organizar el servicio de aeroplanos. Mandé venir al ingeniero de aviación Akashef, que, aunque era de ideas anarquistas, colaboraba con nosotros. Akashef, que era hombre de iniciativas, puso rápidamente en pie de guerra una flotilla aérea, por medio de la cual podíamos, al fin, observar la situación del frente enemigo. El alto mando del 5.º ejército no tenía ya que moverse por tanteos, en la sombra. Los aviones volaban diariamente, lanzando bombas, sobre Kazán. En la ciudad empezó a desarrollarse una fiebre de pánico. Más tarde, al ocupar nuestras tropas la capital, me entregaron, entre otros documentos, el diario de una muchacha burguesa, en que se describía la vida en la ciudad sitiada. Era curioso ver cómo se alternaban en él las páginas que pintaban el terror causado por nuestros aviones y las que hablaban de los flirteos y aventuras amorosas. La vida seguía su curso. Los galantes oficiales checos rivalizaban con los rusos. Los idilios comenzados en los salones proseguían, y a veces rematábanse, en los sótanos a que la gente corría a esconderse de las bombas.

El día 28 de agosto, los blancos intentaron copamos. El Coronel Kapell, que más tarde había de adquirir tanta celebridad como General de los blancos, a la cabeza de un gran destacamento y protegido por la oscuridad de la noche, dió un pequeño rodeo por nuestra retaguardia, se adueñó de la pequeña estación más próxima, destruyó la trinchera de ferrocarril, derribé los postes del telégrafo, para de este modo cortarnos la retirada, y se lanzó al ataque sobre Sviask. En el Estado Mayor de Kapell se encontraba, si mal no recuerdo, Savinkof. El ataque nos cogió desprevenidos. Para no inquietar a las tropas del frente, ya bastante vacilantes de suyo, no retiramos de él más que dos o tres compañías. El jefe del tren volvió a movilizar todos los hombres de que pudo echar mano, lo mismo del tren que la estación, incluso el cocinero. Fusiles, ametralladoras y granadas de mano teníamos en abundancia. La escolta del tren estaba formada por bravos luchadores. Rompimos el fuego como a una versta del sitio en que se encontraba el tren. La lucha duró unas ocho horas, aproximadamente, con pérdidas para ambas partes, hasta que el enemigo, cansado, se retiró. El corte de comunicaciones con Sviask había despertado una enorme emoción en Moscú y en toda la línea. Con la mayor rapidez posible, fueron enviados pequeños destacamentos en nuestro socorro. Lanzamos al frente nuevas tropas de refresco. Mientras tanto los periódicos de Kazán daban diferentes noticias acerca de mi suerte. Unos decían que estaba copado, otros que prisionero, otros que muerto; se dijo que había huido en un aeroplano, y algunos había que se conformaban con haber hecho prisionero, como trofeo, a mi perro. Este fiel animal había de tener la desgracia de caer prisionero en todos los frentes de la guerra civil. Casi siempre, se trataba de un perro lobo de color chocolate, aunque, a veces, era también un perro de San Bernardino. A mí, aquellas noticias no me inquietaban gran cosa, pues mal podían tomarme prisionero al perro, no teniendo ninguno.

Una de aquellas noches críticas de Sviask en que salía a pasear, a eso de las tres de la mañana, por los aledaños, del cuartel general, oí una voz conocida que salía de los locales de la intendencia y que decía:

-Conseguirá, a fuerza de obstinarse, que le hagan prisionero, y se hundirá él y nos hundirá a todos. Acordaos de que os lo dije.

Me detuve en el umbral. Delante de mí estaban sentados examinando un mapa, dos oficiales muy jóvenes del Estado Mayor. El que había hablado estaba inclinado sobre la mesa, dándome la espalda. Algo extraño debió de notar en la cara de sus interlocutores pues se volvió bruscamente a mirar a la puerta. Era Blagonravof, antiguo teniente del ejército zarista, y bolchevique reciente. En su cara se quedaron petrificados el espanto y la vergüenza. En su calidad de Comisario tenía por misión levantar el espíritu de los especialistas y, lejos de eso, lo que hacía era intrigar contra mí en un momento crítico, animándoles en realidad a que desertasen. Habíale sorprendido in fraganti. Apenas podía dar crédito a mis ojos ni a mis oídos. Durante el año 17, Blangoravof había dado pruebas de ser un valiente revolucionario. Había sido Comisario de la fortaleza de San Pedro y San Pablo en los días de la revolución, tomando luego parte en la represión del motín de los "junkers". En la época del Smolny le había encomendado encargos de responsabilidad, que siempre ejecutó bien y fielmente.

-De este teniente-le dije un día bronceando a Lenin-puede salir un Napoleón. El nombre ya no le falta, pues Blago-Nravof[1] casi significa Bonaparte.

Lenin, al principio se rió de aquella inesperada comparación, pero luego, quedándose pensativo, sacó los pómulos y dijo muy serio, casi con gesto amenazador:

-Bien; pero confío en que aquí no dejaremos prosperar tan fácilmente a los Bonapartes, ¿no es verdad?

-Si Dios quiere-contesté yo medio en broma.

A Blagonravof le envié al frente oriental cuando supe que habían echado tierra a la traición de Muravief. En el Kremlin, en la sala de visitas de Lenin, le impuse de cuál era su cometido. Me quedé un poco sorprendido al oír que me contestaba, con cierta timidez:

-El caso es que la revolución empieza a decaer.

Estábamos a mediados de 1918.

-¿Tan pronto se ha gastado usted?-le contesté, bastante indignado.

Blagonravof se estiró, cambió de tono y prometió hacer cuanto fuese necesario. Yo me tranquilicé. Y he aquí que ahora, en uno de los momentos más críticos, le sorprendo al borde de una traición clara y franca. Salimos al pasillo, para no hablar en presencia de los oficiales. Blagonravof, tembloroso, todo pálido, no acertaba a bajar la mano de la gorra.

-No me entregue usted al tribunal-repetía una y otra vez con tono de desesperación-, procuraré reparar mi falta, mándeme usted como simple soldado a la línea de fuego.

Mi profecía no se había cumplido: aquel aspirante a Napoleón se arrastraba a mis pies como un perro remojado. Fué destituido y destinado a un puesto de menor responsabilidad. La revolución es una gran canceladora de hombres y de caracteres, que agota a los valientes y aplana a los vacilantes. En la actualidad, Blagonravof pertenece al tribunal de la G. P. U., y es una de las columnas del régimen. De seguro que ya en Sviask no acertaba a contener su odio contra la "revolución permanente".

La suerte de la revolución oscilaba entre Sviask y Kazán. Para la retirada no había más camino que el del Volga. El Soviet revolucionario del ejército me hizo saber que la preocupación de mi inseguridad en Sviask coartaba su libertad de acción, y exigió, de un modo perentorio, que me trasladase al río. Estaba en su derecho. Yo había dispuesto, desde el primer momento, que mi presencia en Sviask no había de coartar ni restringir en lo más mínimo los poderes del alto mando. A. esta norma me atuve en todos cuantos viajes hice a los frentes. No tuve, pues, otro remedio que someterme y planté, mis reales en el río, aunque no en el buque de pasajeros que tenía prepara para mí, sino en un torpedero. Con grandes dificultades habían conseguido traer a las aguas del Volga, por una red de canales, cuatro pequeños torpederos. Además, habíanse, preparado algunos barcos fluviales, artillándolos con cañones y ametralladoras. Esta noche, la flotilla, a las órdenes de Raskolnikof, tenía proyectado un ataque sobre Kazán. El plan era deslizarse al amparo de la oscuridad por entre las faldas de las colinas, aniquilar la flotilla enemiga y las baterías emplazadas en la orilla y bombardear la ciudad. Nuestra flotilla se puso en marcha, formada en orden de cuña, con las luces apagadas, como un ladronzuelo en la noche. Dos viejos prácticos del Volga, con una barbilla tenue y descuidada, asesoraban al capitán. Estos hombres, a quienes llevaban allí por la fuerza, tenían un miedo imponente, nos odiaban, maldecían de su vida y temblaban, dando diente con diente. Nuestra suerte y toda la empresa que íbamos a correr dependían de ellos. El capitán les recordaba a cada instante que les fusilaría sin ningún género de consideraciones en cuanto el barco encallase en un banco de arena. íbamos navegando a lo largo de las colinas, que se destacaban resplandeciendo un poco en la oscuridad, cuando cruzó el río un disparo de ametralladora que sonó como un trallazo. A poco, resonó desde la montaña un disparo de cañón. Seguimos avanzando en silencio. A nuestra espalda contestó un cañonazo desde el río. Unas cuantas balas vinieron a estrellarse con golpe de remolino contra la chapa de hierro del puente del barco, que nos cubría hasta la cintura. Nos agachamos. La tripulación apretó los dientes, traspasando las sombras con ojos de chacal y poniéndose de acuerdo con el capitán mediante gritos cálidos lanzados a media voz. Al doblar una colina salimos a un gran remanso. En la otra orilla se veían las luces de Kazán. Detrás de nosotros sonaba un nutrido tiroteo arriba y abajo. A nuestra derecha, en una distancia que no sería de más de doscientos pasos, estaba, a cubierto de la la colina, la flotilla enemiga. Los barcos veíanse vagamente apiñados. Raskolnikof dió órdenes de que se abriese el fuego sobre los barcos enemigos. El cuerpo metálico de nuestro torpedero se puso a crujir y a gemir al primer disparo de sus propios cañones. íbamos reculando, mientras aquella matriz de hierro paría, entre dolores y gemidos, los cañonazos. De pronto, de las sombras de la noche se alzó una llamarada. Nuestros disparos habían puesto fuego a una barcaza cargada de petróleo. Sobre el Volga alzábase una antorcha inesperada, indeseada, pero grandiosa. Nos pusimos a cañonear el puerto. Los cañones se veían claramente, pero no contestaban a nuestro tiroteo. Seguramente que los artilleros se habían dispersado sin esperar a más. El río está iluminado en toda su extensión. No tenemos a nadie detrás. Estamos completamente solos. Por lo visto, la artillería enemiga ha cortado el paso a las demás unidades de nuestra flotilla. Allí se está nuestro torpedero, solo en aquella extensión de agua fuertemente iluminada como una mosca en un ancho plato. De un momento a otro nos cogerán bajo el fuego cruzado del puerto y de las colinas de enfrente. La situación no podía ser más desventurada. Para colmo de desgracias, perdimos el timón. La cadena de mando saltó, alcanzada seguramente por algún cañonazo. Intentamos timonear, con la mano, pero la cadena, al romperse, se había arrollado al timón y éste, averiado, no giraba. Hubo que parar las máquinas. íbamos a la deriva, acercándonos a la orilla de Kazán, hasta que el torpedero chocó a babor con una barcaza medio hundida. De pronto, cesó el tiroteo. Estaba claro como si fuese de día, pero reinaba el silencio de la noche. Nos habían cogido en la ratonera. No nos explicábamos por qué no se lanzaban sobre nosotros. Y es que no teníamos idea de la desolación y el pánico que había causado nuestro ataque por sorpresa. Al fin, los jóvenes Comandantes del barco acordaron separar el torpedero de la barcaza y, poniendo en marcha, primero una y luego otra, la máquina de la derecha y la izquierda, regular de este modo el movimiento de avance. Lo conseguimos. La antorcha petrolífera seguía ardiendo. Pusimos proa a la colina, sin que nadie disparase sobre nosotros. Por fin, al doblar la colina, nos sumergimos en la oscuridad. De la sala de máquinas sacaron a un marinero desfallecido. Los cañones emplazados en la colina no lanzaron un solo disparo. Era evidente que no nos vigilaban. Tal vez no habría nadie que pudiese vigilamos. Estábamos salvados. Se dice muy pronto: ¡salvados! Empezaron a relumbrar los fuegos de los cigarrillos. En la orilla emergían tristemente los restos carbonizados de uno de nuestros improvisados torpederos. En los demás barcos había alguno que otro herido. Hasta ahora, no descubrimos que un cañonazo de tres pulgadas había traspasado la proa del nuestro. Estaba rompiendo el alba. Teníamos todos la sensación de que habíamos vuelto a nacer.

Como tampoco las venturas suelen venir solas, me trajeron a un aviador que acababa de aterrizar con una buena noticia. Un destacamento del segundo ejército, al mando del cosaco Asin, había avanzado hasta cerca de Kazán, apoderándose de dos autos blindados, destruyendo dos cañones, poniendo en dispersión a un destacamento enemigo y ocupando dos aldeas, situadas a doce verstas de la capital. El aviador volvió a remontar el vuelo, equipado con instrucciones y una proclama. Kazán estaba atenazado. Nuestro ataque nocturno, según los informes que pronto nos facilitaron los espías, había hecho flaquear la resistencia de los blancos. La flotilla enemiga estaba casi destruida y las baterías de la orilla reducidas a silencio. La palabra "torpederos" ¡¡en el Volga!! había causado a los blancos la misma sensación que en Petrogrado había de causar la palabra "tanques" a los jóvenes soldados rojos. Empezaron a correr rumores de que con los bolcheviques luchaban tropas alemanas. Las gentes acomodadas se dieron a huir de Kazán, sin esperar a más. Los barrios obreros levantaron cabeza. En la fábrica de pólvora estalló una sublevación. En nuestras tropas empezaba a alentar el espíritu ofensivo.

Aquel mes de Sviask fué un mes pletórico de episodios sensacionales. Todos los días había de pasar algo. Y ni las noches transcurrían, muchas veces, en completa paz. Era la primera vez que asistía, en tan intimo contacto, a la guerra. Una guerra pequeña, pues de nuestra parte no lucharían más que unos 25 a 30.000 hombres, pero que no se diferenciaba de las guerras grandes más que por su escala. Era algo así como un modelo viviente de guerra. Por eso precisamente despertaba una sensación tan inmediata, con todas sus sorpresas y vacilaciones. Aquella guerra diminuta fué, para nosotros, una gran escuela.

Entre tanto, la situación, en las inmediaciones de Kazán, se había transformado hasta tal punto que no había quién la reconociera. Aquellos destacamentos tan varios y apelotonados, fueron fundiéndose hasta formar un ejército regular. A sus cuadros se incorporaron los obreros comunistas venidos de Petrogrado, de Moscú y otros lugares. Los regimientos s e consolidaban y aceraban. Los Comisarios puestos al frente de los destacamentos, cobraban toda la importancia de caudillos revolucionarios, representantes directos de la dictadura. Los consejos de guerra hacían ver a las tropas que una revolución, cuando se encuentra en trance de muerte, reclama de todos los más fuertes sacrificios. Combinando hábilmente la agitación, la organización, el ejemplo revolucionario y las represalias, conseguimos que en unas cuantas semanas cambiase la faz de la situación. Aquella masa vacilante, incapaz de resistir y presta a la dispersión al menor pretexto, fué convirtiéndose en un verdadero ejército. Nuestra artillería empezó a dominar. Nuestra flotilla hizo suyo el río. Nuestros aviones se hicieron los dueños del aire. Ahora, sí, era verdad que ya no dudaba de que entraríamos en Kazán. Y, de pronto, he aquí que el día 1.º de septiembre recibo de Moscú este telegrama cifrado: "Ven inmediatamente. Ilitch herido. Ignórase grado de gravedad. Tranquilidad absoluta. 31. 8. 1918. Sverdlof." Salí sin demora para Moscú. La moral, entre los elementos del partido, era empañada y sombría, pero parecía inconmovible. La mejor expresión de esta inconmovilidad era el propio Sverdlof. Los médicos aseguraron que la vida de Lenin no corría el menor peligro y que pronto volvería a estar sano. Reanimé al partido hablándole de los triunfos que nos esperaban en el frente oriental y retorné inmediatamente a Sviask. El día 10 de septiembre entraban nuestras tropas en Kazán. A los dos días, el primer ejército, inmediato al nuestro, tomaba Simbirsk. La noticia no nos sorprendió. El Comandante del primer ejército Tujatchevski, nos había prometido que entraría en Simbirsk, a más tardar, el día 12 de septiembre. Me informó de la toma de la ciudad por el siguiente telegrama: "Ejecutada orden. Tomado Simbirsk." Poco a poco, también Lenin iba recobrando la salud. Nos puso un telegrama muy entusiasta de salutación. La situación mejoraba en toda la línea.

De dirigir las operaciones del quinto ejército estaba encargado Iván Nikititch Smirnof. Este hecho fué de una importancia inmensa. Smirnof era el tipo más acabado y completo de revolucionario. Un hombre que se había lanzado al frente de combate hacía más de treinta años, sin conocer ni buscar desde entonces relevo. Durante los años más sombríos de la reacción, Smirnof seguía sondeando por caminos subterráneos y no se desanimaba porque los volasen, sino que volvía a empezar de nuevo. Iván Nikititch fué siempre un gran cumplidor del deber, que es el punto en que se encuentran el buen soldado y el revolucionario y precisamente lo que hace que éste pueda ser un soldado excelente. Con sólo obedecer a su propia naturaleza, Smirnof daba a todo el mundo ejemplo de firmeza y de valor, sin esa aspereza que suele acompañar a estas virtudes. Pronto los mejores obreros del ejército empezaron a adaptarse al ejemplo de este hombre. "A nadie se respetaba tanto como a Iván Nikititch-escribe Larisa Reissner, hablando del sitio de Kazán-. Teníamos la sensación de que en los momentos peores, él sería el más fuerte y el más inconmovible." En Smirnof no hay ni sombra de pedantería. Es uno de los hombres más sociables, más alegres y más ingeniosos. Y la gente se somete con gusto a su autoridad, que, siendo como es inflexible, no tiene nada de ostentosa ni de ordenancista. Agrupados en tomo a Smirnof, los comunistas del quinto ejército formaban una familia política aparte, que todavía hoy, cuando ya hace varios años que está licenciado el quinto ejército, desempeña un papel en la vida del país. Decir "uno del quinto ejército" es decir mucho, en el vocabulario de la revolución. Es decir un revolucionario de cuerpo entero, un hombre con la conciencia del deber y, sobre todo, un hombre limpio. Las gentes del quinto ejército, siempre agrupadas en torno a Smirnof, cuando hubo terminado la guerra civil trasplantaron su heroísmo al terreno económico, y hoy casi todos forman, con contadísimas excepciones, en las filas de la oposición. Smirnof ocupó uno de los puestos directivos de la industria de guerra, y más tarde estuvo como Comisario del Pueblo al frente del cuerpo de Correos y Telégrafos. En la actualidad, se halla desterrado en el Cáucaso. En las cárceles y en Siberia purgan el mismo delito no pocos de sus camaradas de armas del quinto ejército... Las últimas noticias que me llegan me dan a conocer que también Smirnof se ha rendido a la lucha y empieza a predicar la capitulación. Si es cierto, ello querrá decir que la revolución ha borrado un luchador más...

Larisa Reissner, la que llamó a Iván Nikititch "la conciencia de Sviask", ocupa también un puesto importante en el quinto ejército, como en la revolución toda en general. Esta maravillosa mujer, que fué el encanto de tantos, cruzó por el cielo de la revolución, en plena juventud, como un meteoro de fuego. A su figura de diosa olímpica unía una fina inteligencia aguzada de ironía y la bravura de un guerrero. Después de la toma de Kazán por las tropas blancas, se dirigió, vestida de aldeana, a espiar en las filas enemigas. Pero en su aspecto había algo de extraordinario, que la delató. Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración. Aprovechándose de un descuido, se lanzó a la puerta, que estaba mal guardada, y desapareció. Desde entonces, trabajaba en la sección de espionaje. Más tarde, se embarcó en la flotilla del Volga y tomó parte en los combates. Dedicó a la guerra civil páginas admirables, que pasarán a la literatura con valor de perennidad. Supo pintar con la misma plasticidad la industria de los Urales que el levantamiento de los obreros de la cuenca del Ruhr. Todo lo quería saber y conocer, en todo quería intervenir. En espacio de pocos años, se hizo una escritora de primer rango. Y esta Palas Atenea de la revolución, que había pasado indemne por el fuego y por el agua, fué a morir de pronto, presa del tifus, en los tranquilos alrededores de Moscú, cuando aún no había cumplido los treinta años.

Unos luchadores hacían otros. Bajo el fuego del enemigo, los hombres se formaban en una semana y el ejército se rehizo y se cubrió de gloria. Ya dejábamos atrás el punto de mayor flaqueza de la revolución: el momento en que hubo de rendirse Kazán. Paralelamente con esta campaña iba desarrollándose a pasos agigantados la masa campesina. Los blancos se encargaron de enseñarle el abecedario político.. En un plazo de siete meses, el ejército rojo limpió de enemigos una extensión de cerca de un millón de kilómetros cuadrados, con una población de 40 millones de almas. La revolución volvía a maniobrar a la ofensiva. Los blancos se llevaron de Kazán, al salir huyendo de esta ciudad, el encaje de oro de la República, guardado allí desde el ataque del general Hoffman en el mes de febrero. Volvimos a reconquistarlo mucho más tarde, al hacer prisionero a Koltchak.

Cuando pude apartar un poco la vista de Sviask, observé que la situación de Europa había cambiado notablemente; el ejército alemán se encontraba metido en un callejón sin salida. 

 



[1] Que en ruso quiere decir algo así como "Bien criado".

 



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