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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XXIX: En el poder

Capítulo XXIX: En el poder

Aquellos días fueron días extraordinarios, así en la vida del país como en la nuestra personal. La tensión de las pasiones sociales y de las fuerzas personales alcanzaba su máximo apogeo. Las masas estaban creando una época y los directores sentían que sus pasos iban al unísono con los pasos de la historia. En aquellos días se tomaban, acuerdos y se dictaban órdenes de que dependía el destino de un, pueblo para toda una época histórica. Y, sin embargo, estos acuerdos apenas se discutían. No me atrevo a decir, pues no es verdad, que los sopesásemos y meditásemos debidamente antes de tomarlos. Eran acuerdos improvisados. Pero no por ello eran peores. El torrente de los acontecimientos tenía tal fuerza, era tan claro lo que había que hacer, que hasta los acuerdos de mayor responsabilidad se tomaban a escape, sobre la marcha, como algo evidente, con la, misma evidencia con que eran aceptados y cumplidos. El camino estaba trazado de antemano. No había más que llamar a los problemas y a las fórmulas por su nombre, no hacía falta ponerse a probar nada ni hacer nuevas apelaciones y llamamientos. La masa comprendió perfectamente, sin dudas ni vacilaciones, lo que la situación por sí misma le imponía. Los "directores", acuciados por los acontecimientos, limitábanse a dar expresión a lo que cumplía a las necesidades de la masa y a las exigencias de la historia.

El marxismo se considera como la expresión consciente del proceso inconsciente de la historia. Pero este proceso "insconsciente" -inconsciente en sentido histórico-filosófico, no psicológico-sólo se funde con su consciente expresión en sus cimas culminantes, cuando las masas, por un desencadenamiento arrollador, rompen las compuertas de la rutina social y plasman victoriosamente las necesidades más profundas de la evolución histórica. En instantes como éstos, la suma conciencia teórica de la época se fragua con los actos más inmediatos de las masas más bajas y miserables y más alejadas de la teoría. Esta unión creadora de lo consciente y lo inconsciente, es lo que suele llamarse inspiración. Las revoluciones son momentos de arrebatadora inspiración de la historia.

Todo verdadero escritor tiene momentos en su obra en que viene otro, más fuerte, y le lleva de la mano. Todo verdadero orador tiene momentos en que por su boca habla algo más poderoso que lo que brota de ella en sus horas normales. Es la "inspiración", producto de la más alta tensión creadora de todas las fuerzas. Lo in-consciente se alza de las hondas simas en que vive y se funde con la labor consciente de la idea, se enlaza con ella en una suprema unidad.

En un momento dado, las fuerzas todas del espíritu, puestas en suprema tensión, cifren la actividad personal entera, fundida con el movimiento de la masa. Tales fueron los días que vivieron los "directores" en las jornadas de Octubre. Las fuerzas más recatadas del organismo, sus instintos más profundos, hasta ese fino sentido del olfato, herencia de nuestros antepasados animales, se irguieron, hicieron saltar los diques de la rutina psicológica y pusiéronse al servicio de la revolución. Estos dos procesos, el individual y el colectivo, reposaban en la fusión de lo consciente con lo inconsciente, del instinto, que es el resorte de la voluntad, con las más altas generalizaciones de la idea.

La fachada exterior no tenía nada de patética; la gente iba y venía, fatigada, hambrienta, sin lavar, con los ojos hinchados y las caras llenas de barbas. Y si, a la vuelta de algún tiempo, cogéis a uno cualquiera de estos hombres, será muy poco lo que pueda contaros de las horas y los días críticos.

Reproduciré aquí unos extractos del libro de notas de mi mujer, advirtiendo que estas notas fueron tomadas bastante después de ocurridos los hechos: "En los últimos días de los preparativos para el movimiento de Octubre, nos fuimos a vivir a la calle de Taurida. L. D. se pasaba los días en el Smolny, Yo seguía trabajando en el Sindicato de obreros de la madera, en que tenían mayoría los bolcheviques y donde se respiraba una atmósfera muy caldeada. Las horas de servicio se nos pasaban discutiendo la cuestión del alzamiento. El presidente del Sindicato compartía el "punto de vista de Lenin y Trotsky" (que era como se decía entonces) y yo le ayudaba en la campaña de agitación. En todas partes y por todo el mundo se hablaba de alzamiento: en las calles, en los establecimientos de comidas, en las escaleras del Smolny entre las gentes que se cruzaban. La comida era escasa, el sueño corto, la jornada de trabajo veinticuatro horas. Casi nunca veíamos a los chicos, y durante aquellos días de Octubre no me abandonó un momento la preocupación de lo que pudiera ocurrirles. En la escuela a donde iban no había, en junto, más que dos "bolcheviques": Liova y Sergioska, y un "simpatizante", como decían ellos. Tenían enfrente a toda la, masa compacta de los retoños de la democracia gobernante, de los kadetes y los socialrevolucionarios. Y como suele acontecer en semejantes casos, cuando la divergencia de opiniones es irreductible, a la crítica de ideas sucedían los argumentos de carácter práctico. Más de una vez hubo de intervenir el director para sacarlos de debajo de un montón de "demócratas" que los tenían apabullados. En realidad, los muchachos no hacían ni más ni menos que lo que hacían, sus padres. El director era un kadete, razón por la cual estaba castigando constantemente a nuestros chicos: "Cojan ustedes su gorrilla, y váyanse a casa." Después de la caída del Gobierno era imposible seguirlos mandando a aquel colegio. Los enviamos a la escuela pública. Allí era todo más primitivo y más tosco, pero no se hacía tan difícil respirar.

L. D. y yo no parábamos un momento en casa. Los chicos, cuando volvían de la escuela y no nos encontraban allí, se echaban también a la calle. Las manifestaciones, los disturbios callejeros, los tiroteos, que eran frecuentes, me infundían en aquellos días mucho miedo, por ellos; téngase en cuenta que eran la mar de revolucionarios... Los pocos ratos que pasábamos juntos, se ponían a contarme, muy contentos:

-Hoy fuimos en el tranvía con unos cosacos que iban leyendo la proclama de papá, "¡Hermanos, cosacos!"

-¿Y qué?

-Pues la leían, se la pasaban unos a otros, era muy hermoso...

-¿Os gustaba aquello?

-¡Sí, mucho!

Un conocido de L. D., el ingeniero K., que tenía una familia muy numerosa, chicos de diferentes edades, una muchacha y qué sé yo cuántas cosas más, se nos ofreció a llevarse nuestros muchachos consigo una temporada, para que estuviesen vigilados. No había más remedio que aceptar esta oferta salvadora. Yo acudía a veces al Smolny hasta cinco veces al día, con diversos encargos que me daba L. D. Regresábamos a nuestra casa de la calle de Taurida tarde de la noche, para separarnos otra vez a la mañana siguiente, bien temprano, L. D. camino del Smolny y yo a mi Sindicato. Cuando ya los acontecimientos fueron creciendo, no salían del Smolny de noche ni de día. L. D. se pasaba días y días sin aparecer por la calle de Taurida, ni siquiera a tumbarse un rato a dormir. Yo me quedaba también muchas veces en el Smolny, dónde pasábamos la noche recostados en un sofá o sillón, sin desnudarnos. No hacía calor; era un tiempo otoñal, seco, gris, y soplaba un airecillo frío. Las calles principales estaban desiertas y silenciosas. En este silencio palpitaba una tensión de desasosiego. El Smolny hervía de gente. La magnífica sala de fiestas, en que brillaban las mil luces de sus espléndidas ararías, estaba abarrotada de gente día y noche. En fábricas y talleres reinaba también una intensa actividad. Pero las calles seguían. silenciosas, mudas, como si la ciudad, muerta de miedo, hubiese escondido la cabeza debajo del ala...

Me acuerdo que, a los dos o tres días de haber tomado el Poder, entré por la mañana en un cuarto del Smolny, y me encontré en presencia de Vladimiro Ilitch, de Leo Davidovich, de Dserchinsky -si mal no recuerdo-, de Joffe y muchos otros. Tenían todos unas caras pálidas, amarillas, de no dormir; los ojos, hinchados; los cuellos, sucios; el cuarto estaba lleno de humo. Alrededor de una mesa, a la que estaba sentado no sé quién, se apiñaba una multitud aguardando órdenes. Lenin y Trotsky estaban rodeados de gente. Daba la sensación de que transmitían las órdenes como sonámbulos. Sus movimientos, sus palabras, parecían flotar en un mundo lunático, de sueño, y por un momento me pareció que yo misma estaba soñando, que todo aquello que veía no era verdad y que la revolución no podía triunfar si "ellos" no dormían todo lo que necesitaban y se cambiaban de cuello; sobre todo ésto, pues aquel estado de ensoñación iba, no sé por qué, íntimamente asociado a la impresión que daba verles con semejantes cuellos. Me acuerdo de que, algunos días después, encontré a María Ilinichna, la hermana de Lenin, y le recomendé apresuradamente que procurase que Vladimiro Ilitch se cambiase en seguida de cuello.

-¡Sí, sí!-me contestó ella riendo-. También a mis ojos había perdido ya su importancia torturante aquello del cuello limpio."

El Poder está en nuestras manos, a lo menos en Petrogrado. Lenin no ha tenido tiempo todavía a cambiar de cuello. En aquella cara, muerta de fatiga, velan los ojuelos de Ilitch. Y los ojuelos me miran afectuosamente, cordialmente, expresando con una esquinada perplejidad la simpatía interior.

-No sé si le pasará a usted-me dice, como dudando-; pero..., así tan de pronto, el Poder, apenas salidos de la persecución y la ilegalidad...-se detuvo, buscando la expresión adecuada, y súbitamente se cambió al alemán, rematando la frase-, ¡le da a uno el vértigo!

Y, acompañando con el gesto a la palabra, describió con la mano un movimiento de rotación.

Nos miramos el uno al otro, y en nuestras caras asomó, casi imperceptible, una sonrisa. No duraría todo aquello más allá de dos minutos. No hubo más: inmediatamente pasamos a hablar de los asuntos pendientes.

Hay que formar el Gobierno. Estamos reunidos unos cuantos miembros del Comité central. Una sesión fugaz en el rincón de una sala.

-¿Y cómo vamos a llamarlo?-exclamó Lenin, reflexionando en voz alta-. Todo menos Ministros, que es un nombre repugnante gastado.

-¿Por qué no... Comisarios?-intervine yo-. Lo malo es que hay ya demasiados Comisarios. Pero podríamos poner "Altos Comisarios"... Aunque no: eso de "Altos" suena mal. Digamos "Comisarios del Pueblo".

-¿Comisarios del Pueblo? Sí, no está mal-asintió Lenin-. ¿Y a el Gobierno, en conjunto?

-Soviet, naturalmente, Soviet... El "Soviet de los Comisarios del Pueblo" me parece que queda bien.

-Sí-repitió Lenin-: el "Soviet de los Comisarios del Pueblo"... ¡Magnífico! ¡Esto huele formidablemente a revolución!...

Lenin era poco aficionado a detenerse en la estética de la revolución ni a saborear su "romanticismo"; pero la sentía de tal modo y tan en lo hondo, que podía decir con toda precisión a qué "olía".

-¿Y qué pasará-me preguntó Vladimiro Ilitch en uno de aquellos primeros días, cuando yo menos lo esperaba-si las Guardias blancas nos quitan de en medio a usted y a mí? ¿Cree usted que Sverdlof y Bujarin sabrán salir del paso?

-¡Hombre, quizá no nos quitarán de en medio!-repuse yo, riéndome.

-¡Vaya usted a saber!-dijo Lenin, echándose a reír también.

En mis Recuerdos sobre Lenin, publicados en el año 1924 di a conocer por vez primera este episodio. Según supe después, la noticia ofendió gravemente al "trío" que entonces formaban Stalin, Zinovief y Kamenef; mas sin que por ello se atreviesen a discutir su autenticidad. Las cosas son como son, y la verdad es que a los labios de Lenin no asomaron en aquella ocasión más nombres que los de Sverdlof y Bujarin. No se le ocurrió pensar en otros.

Lenin había pasado, con breves interrupciones, quince años en la emigración, y a los directivos del partido que no estaban emigrados no los conocía más que por lo que le escribían o por haberlos visto alguna que otra vez en el extranjero. No tuvo ocasión a verlos trabajar de cerca hasta que no estalló la revolución. Esto le obligaba a formar una serie de juicios nuevos o a revisar los que ya hubiese formado por referencias. Lenin, que era hombre de gran pasión moral, no admitía la indiferencia en sus relaciones con otras personas. Este gran pensador, observador y estratega se dejaba llevar fácilmente del entusiasmo por la gente. De esta cualidad habla también, en sus Recuerdos, su mujer, Nadeida Konstantinovna Krupskaia. Lenin no acostumbraba a formar juicio de un hombre por la impresión que le causara a primera vista. Su ojo tenía una potencia microscópica. Agrandaba y potencializaba aquellas cualidades que, por las circunstancias del momento, cayesen en su campo visual. Muchas veces negaba a enamorarse de una persona, en el sentido literal de la palabra. Yo solía reírme un poco de él en casos tales, y le decía:

-Ya veo, ya veo que tiene usted un nuevo amor...

Lenin, que conocía también esta debilidad suya, se echaba a reír a guisa de respuesta, con una risa un tanto perpleja y un tanto amarga.

Durante el año 1917, sus relaciones conmigo atravesaron por diversas fases. Al llegar yo a Petrogrado me recibió retraído y expectante. De pronto, las jornadas de Julio nos hicieron cobrar mutua intimidad. Cuando, alzándome contra la mayoría de los dirigentes bolcheviques, lancé la consigna de boycotear el anteparlamento, Lenin me escribió desde su escondite: "¡Bravo, camarada Trotsky!" Juzgando por algunos signos aparentes y erróneos, parecióle que, en punto al alzamiento armado, yo adoptaba una actitud de espera, y este temor encontró expresión en algunas de las cartas que escribió durante el mes de octubre. Pero el día del levantamiento, cuando nos echamos a descansar los dos en el suelo de aquel cuarto vacío, y envuelto en sombras, me dispensó una acogida clara, cálida y cordial. Al día siguiente, en la sesión del Comité central del partido, Lenin propuso que se me nombrase Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Tan desprevenido me cogió aquella propuesta, y tan inadecuada me pareció, que hube de saltar del asiento, protestando:

-¿Y por qué no?-insistía Lenin-. ¿No estaba usted al frente del Soviet de Petrogrado, que se ha adueñado del Poder?

Pedí que se rechazase la petición sin discutirla, y así se hizo. El día 1.º de noviembre, en el transcurso de uno de aquellos reñidos debates del Comité del partido de Petrogrado, Lenin exclamó:

-No hay mejor bolchevique que Trotsky.

Estas palabras, en boca de Lenin, tenían cierta importancia. No en vano el acta de la sesión en que se pronunciaron sigue celosamente sustraída a la publicidad.

La conquista del Poder me planteaba a mí, entre otras, la cuestión de la labor que pudiese desempeñar en el Gobierno. Es curioso, que jamás se me hubiese ocurrido pensar en esto. A pesar de la experiencia de 1905, no se me había pasado nunca por las mientes el asociar el mañana con el problema del Gobierno. Mi sueño, desde mi más temprana juventud, ya desde mi niñez, era llegar a ser escritor. Más tarde, sometí mis trabajos de escritor y todo lo demás a la labor revolucionaria. El problema de la conquista del Poder por nuestro partido no se borraba de mis preocupaciones. Docenas y cientos de veces escribí y hablé acerca del programa que había de desarrollar el Gobierno revolucionario. Y, sin embargo, ni una sola vez se me vino a las mientes la acción personal que, desde el Poder, pudiera realizar yo. La realidad me cogía desprevenido. Después de triunfar nuestro movimiento intenté quedarme fuera de los cuadros del Gobierno, y propuse que se me encargase de la dirección de la Prensa del partido. Es posible que este intento naciese, en cierto modo, de la depresión nerviosa producida por el triunfo. Los meses anteriores habían sido para mí un constante esfuerzo, encaminado a preparar la caída del régimen. Todas mis fibras estaban en tensión. Lunatcharsky contó por entonces en algún periódico que yo daba, por aquellos días, la impresión de una pila eléctrica: "Apenas se le tocaba, producíase una descarga." El 7 de noviembre quedó resuelto todo. Sentí el mismo deseo que el cirujano al terminar una operación difícil y peligrosa: el deseo de lavarse las manos, de quitarse la blusa y echarse a descansar. Lenin, en cambio, acababa de salir de su escondite, donde, durante tres meses y medio, le había atormentado el alejamiento de toda labor práctica inmediata de dirección. Mi ansia de retirarme, aunque sólo fuese por algún tiempo, entre bastidores era verdaderamente grande. Pero Lenin no me permitió ni que hablase de ello. Insistía en que no tenía más remedio que ponerme al frente de los asuntos interiores, pues lo más importante ahora era dar la batalla a la contrarrevolución. Yo le contradije, aduciendo, entre otros argumentos, el problema de raza, pues parecíame que no merecía la pena poner en manos del enemigo el arma que suponía mi estirpe judía. Lenin, al oír aquello, casi se indignó

-¿De modo que, hemos hecho una gran revolución internacional para que salga usted ahora con esas minucias?

A propósito de este tema, cruzamos, medio en serio y medio, en broma, las palabras siguientes:

-La revolución no hay que dudar que es grande; pero no ha acabado, ni mucho menos, con los imbéciles-repuse yo.

-Y qué, ¿quiere usted que nos pleguemos a su voluntad?-me replicó él.

-No, eso no; pero alguna que otra pequeña concesión a la estupidez no tendremos más remedio que hacerla. ¿Para qué crearse, ya desde el primer día, inútiles complicaciones?

Ya dejo dicho más arriba que el problema de raza, tan importante en la vida de Rusia, apenas tuvo relieve alguno en la mía personal. Las pasiones y los prejuicios nacionales eran ya racionalmente incomprensibles para mí en mi temprana juventud, y me provocaban, en muchos casos, un sentimiento de asco y a veces hasta una sensación de vómito moral. La educación marxista ahondó en este modo de concebir, convirtiéndolo en un internacionalismo activo. El haber vivido en diferentes países, familiarizándome con sus idiomas, su política y su cultura, contribuyó a que estas tendencias internacionalistas se me incorporasen a la masa de la sangre. Claro está que cuando, en el año 17 y alguna que otra vez más tarde, invocaba mi raza judía como argumento para que no se me designase para determinados cargos, lo hacía pura y simplemente por razones de táctica política.

Conseguí ganar para mi causa a Sverdlof y a algunos otros miembros del Comité central. Lenin se quedó en minoría. Hubo de alzarse de hombros, suspirar, menear la cabeza con gesto de reproche y consolarse pensando en que, al fin y al cabo, cualesquiera que fuesen los cargos que desempeñásemos, no dejaríamos de dar la batalla con el mismo celo a la contrarrevolución. Pero el propio Sverdlof se opuso enérgicamente a que me atrincherase detrás de la Prensa, a cuyo cargo dijo que era menester destinar a Bujarin.

-A Leo Davidovich debemos colocarlo frente a Europa: que se encargue de los asuntos extranjeros.

-¡Pues sí que vamos a tener ahora grandes asuntos extranjeros!-repuso Lenin.

Sin embargo, asintió a ello de mala gana. De mala gana asentí yo también. Y he aquí cómo, por iniciativa de Sverdlof, hube de verme por espacio de un trimestre a la cabeza de la diplomacia de los Soviets.

El Comisariado de Negocios Extranjeros era, realmente, un lugar de descanso. A los camaradas que acudían a brindarme su ayuda aconsejábales casi siempre que buscasen un campo de más rendimiento para sus energías. Uno de ellos había de describir más tarde en sus Recuerdos, muy sustanciosamente, una conversación que tuvo conmigo, a poco de constituirse el Gobierno de los Soviets.

-¿Cuál va ser nuestra labor diplomática?-cuenta que le dije yo-. Tan pronto como haya lanzado a los pueblos unas cuantas proclamas revolucionarias pienso cerrar la tienda.

Mi interlocutor quedó sinceramente desconsolado al ver la falta de dominio diplomático que denotaba el nuevo ministro. Claro está que yo exageraba de propósito mi punto de vista, para darle a entender que el centro de gravedad del momento no estaba, ni mucho menos, en los asuntos de la diplomacia.

Lo esencial entonces era llevar adelante la revolución de Octubre, extenderla a todo el país, defender a Petrogrado de los ataques de Kerensky y del general Krassnof, dar la batalla a la contrarrevolución. Pero la actividad que esto reclamaba quedaba al margen de todos los cargos, y en lo que a ello atañe mi compenetración con Lenin fué, durante todo este tiempo, muy grande e ininterrumpida.

Los cuartos de trabajo que ocupábamos en el Smolny estaban en los dos extremos del edificio.. El pasillo que nos unía, o, mejor dicho, que nos separaba, era tan largo, que Lenin me propuso un día, bromeando, que organizásemos un servicio volante de bicicletas. Nos comunicábamos por medio de un teléfono. Yo iba unas cuantas veces al día, atravesando el pasillo interminable, que parecía un hormiguero, al despacho de Lenin, a deliberar con él sobre asuntos pendientes. Aquel marinero joven que se titulaba su secretario iba y venía constantemente de un cuarto al otro, llevándome las esquelas en que Lenin me escribía unas cuantas palabras, enérgicas, subrayando dos o tres veces las más importantes y formulando al final una pregunta siempre muy perfilada. A las esquelas acompañaban muchas veces proyectos de decretos, requiriéndome a que comunicase mi opinión sin pérdida de momento. En los archivos del Consejo de Comisarios del Pueblo se custodian gran número de documentos de aquella época, escritos unos por Lenin y otros por mí. Textos redactados por él con correcciones mías o proyectos míos completados o corregidos de su puño y letra.

Durante el primer período; por ejemplo, hasta el mes de agosto de 1918, tomé parte activa en los trabajos del Consejo de Comisarios del Pueblo. En la época del Smolny, Lenin esforzábase, celosamente impaciente, por contestar con decretos a todas las cuestiones de la vida económica, política, administrativa y cultural. No es que tuviese, ni mucho menos, la pasión burocrática de los reglamentos, sino que aspiraba a verter el programa del partido en el lenguaje del Gobierno. Sabía que aquellos decretos revolucionarios sólo podían ejecutarse, de momento, en una parte muy pequeña. Para vigilar la ejecución y la marcha de su cumplimiento había que disponer de un aparato administrativo que funcionase bien, de experiencia y de tiempo. Nadie sabía cuánto íbamos a durar en el Poder. Durante todo el primer período, los decretos tenían una importancia más bien de propaganda que administrativa. Lenin se apresuraba a decirle al pueblo lo que era el nuevo régimen, lo que quería y el modo como pensaba llevar a cabo sus aspiraciones. Iba de problema en problema, magníficamente infatigable. Sin detenerse a provocar deliberaciones, se informaba de los especialistas y revolvía por su cuenta los libros. Yo le ayudaba.

Era enorme su preocupación por asegurar la continuidad de todos los trabajos que realizaba. Sabía bien, como gran revolucionario que era, lo que significa la tradición histórica. Entonces no podía preverse si habíamos de seguir en el Poder o íbamos a ser arrollados pero lo que desde luego era indispensable, cualesquiera que fuesen las eventualidades del mañana, era poner la mayor claridad posible en las experiencias revolucionarias de la humanidad. Más tarde o más temprano, vendrían otros y seguirían avanzando sobre los jalones que nosotros dejásemos puestos. Tal era la preocupación de los trabajos legislativos en todo el primer período. Movido, por la misma idea, Lenin acuciaba, impaciente, para que se editasen en ruso con toda rapidez los clásicos del socialismo y del materialismo. Asimismo insistía en que se erigiese el mayor número posible de monumentos revolucionarios, por sencillos que fuesen, tales como bustos, lápidas, etc., en todas las ciudades y, a ser posible, hasta en las aldeas, para arraigar en la conciencia de las masas el cambio producido y dejar la más honda huella posible en la memoria del pueblo.

Aquellas sesiones del Consejo de Comisarios del Pueblo, renovado en parte gran número de veces durante la primera época, eran cuadros magníficos de improvisación legislativa. Había que acometerlo todo desde el principio. No podía pensarse en buscar "precedentes", pues la historia no los conocía. Lenin presidía con un celo infatigable, a veces hasta cinco y seis horas seguidas: por aquella época, el Consejo reuníase diariamente. Lo normal era que las cuestiones se planteasen sin ninguna exposición previa, pues casi siempre se trataba de cuestiones urgentes. Con gran frecuencia ocurría que ni los consejeros ni el presidente, al empezar la sesión, tenían la menor idea acerca del fondo del asunto. Las discusiones eran rápidas: para el informe preliminar se concedían unos diez minutos. Y, no obstante, Lenin penetraba siempre, por tanteos, en la sustancia de lo que se debatía. Para ganar tiempo, solía mandar a unos y a otros, en el transcurso del debate, unas rápidas esquelas, preguntando por tal o cual aspecto de la cuestión. Estas cedulillas constituían un elemento muy extenso e interesante en la técnica legislativa del Soviet de Comisarios del Pueblo, bajo la presidencia de Lenin. Desgraciadamente, la mayoría de ellas se han perdido, pues las contestaciones se cursaban, por lo general, en el reverso, y el presidente solía romperlas después de leídas. Aprovechando el momento adecuado, Lenin daba a conocer los puntos que abarcaba su resolución, formulados siempre con una precisión tajante y buscada. Con esto cesaba el debate, o bien se traducía en una serie de propuestas prácticas, ya sobre un plano muy concreto. Generalmente, los "puntos" formulados por Lenin servían de base a los decretos promulgados.

Para poder dirigir estos trabajos había que tener, aparte de otras cualidades, una capacidad gigantesca de representación mental. Una de las facultades más valiosas de este talento de representación es la de imaginarse a los hombres, a las cosas y los hechos tal como son en realidad, aun sin haberlos visto nunca. Saber utilizar todas sus experiencias de vida y sus ideas teóricas, sorprender sobre la marcha los rasgos y detalles, completándolos con sujeción a unas leyes instintivas de coincidencia y probabilidad, y hacer brotar de este modo, con todo su relieve concreto, un determinado sector de la vida humana: he ahí el talento de representación, sin el que no puede concebirse un legislador, un administrador, ni un caudillo, sobre todo en una época revolucionaria. Este talento realista era el gran fuerte de Lenin.

Huelga decir que en aquella fiebre de creaciones legislativas se deslizaron-era, inevitable-no pocos errores y contradicciones. Pero, en general, los decretos leninianos de la época del Smolny, es decir, del período más turbulento y caótico de la revolución, pasarán a la Historia como el anuncio de un mundo nuevo. A esta fuente habrán de remontarse constantemente, no sólo los sociólogos y los historiadores, sino también los legisladores del mañana.

Poco a poco, y cada vez más acentuadamente, fueron pasando a primer plano las cuestiones de carácter práctico, principalmente las de la guerra civil, las subsistencias y los transportes. Para atender a estos asuntos se instituyeron Comisiones especiales, que era la primera vez que se veían frente a frente con semejantes problemas y que no tenían más remedio que dar un empujón a este o al otro asunto, irremediablemente estancado en los umbrales de la labor, para que se moviese del sitio. Yo me vi colocado durante varios meses a la cabeza de una serie de Comisiones de estas: la de subsistencias (a la que pertenecía Ziurupa, a quien por aquellos días habíamos ganado para que tomase parte en nuestra labor), la de transportes, la de asuntos editoriales y muchas más.

La cartera diplomática, aparte de las negociaciones de Brest-Litovsk, no me absorbía mucho tiempo. Sin embargo, el cargo era más complicado de lo que yo pensara. A poco de tomar posesión hube de entrar, inesperadamente, en negociaciones diplomáticas con... la torre Eiffel.

Durante las jornadas del alzamiento no habíamos tenido tiempo para interesarnos por la radio extranjera. Pero ahora, desde el cargo que ocupaba, no tuve más remedio que pulsar la opinión del mundo capitalista para ver la posición que adoptaba frente a nuestra revolución. Huelga decir que no recibimos ningún mensaje de saludo. El Gobierno de Berlín, que veía con buenos ojos a los bolcheviques, no tuvo inconveniente en lanzar al mundo una onda hostil después de captar la de Tsarskoie-Selo, en que yo daba cuenta de la victoria alcanzada sobre las tropas de Kerensky. No obstante, Berlín y Viena oscilaban entre la hostilidad contra la revolución y la esperanza de una paz ventajosa; pero todos los demás países, y no sólo los beligerantes, sino también los neutrales, vertían en el éter, traducidos a diferentes idiomas, los sentimientos y las ideas de las clases gobernantes del viejo régimen, a quienes habíamos derrocado en Rusia. En este coro de voces se destacaba, por su furia, la torre Eiffel, que por aquellos días empezó a hablar también el ruso, sin duda para así llegar más directamente al corazón de nuestro pueblo. A veces, recibiendo aquellos mensajes que radiaban desde París, llegaba uno a pensar si en lo alto de la torre Eiffel estaría cabalgado el propio Clemenceau en persona. Yo le había conocido lo bastante, siendo periodista, para poder identificar, si no su estilo, a lo menos, su espíritu. En estos mensajes radiados, el odio y la furia alcanzaban su más alta expresión. A veces, parecía como si la estación emisora fuese un escorpión que quisiera hundirse el aguijón en su propia cabeza.

Teníamos bajo nuestras órdenes la estación de Tsarskoie-Selo, y no había razón ninguna para que guardásemos silencio. Durante varios días me dediqué a dictar las contestaciones que habían de radiarse a los insultos de Clemenceau. Mis conocimientos de la historia política francesa bastaban y sobraban para trazar una silueta, no muy halagadora en verdad, de los personajes principales que en ella actuaban, evocando el recuerdo de muchas páginas olvidadas de su biografía, desde la del Canal de Panamá. Varios días duró aquel violento duelo entre las torres de Tsarskoie-Selo y París. Como materia neutral que era, el éter transmitía concienzudamente los argumentos de las dos partes. ¿Y qué ocurrió? Ni yo mismo, esperaba que el resultado fuese tan rápido. París cambió radicalmente de tono, y empezó a hablar un lenguaje que, aunque seguía siendo hostil, naturalmente, por lo menos, era ya cortés. Muchas veces me he acordado con regocijo de cómo mi actuación diplomática empezó enseñando buena crianza a la torre Eiffel.

El día 18 de noviembre estuvo a visitarme en el Smolny, cuando menos lo esperaba, el General Jodsen, jefe de la Misión norteamericana. Me anticipó que no tenía todavía poderes para hablar en nombre del Gobierno de su país, pero que esperaba que todo se arreglase all right. ¿Es que el Gobierno de los Soviets pensaba liquidar la guerra en unión de los aliados? Yo le contesté que, como todas nuestras negociaciones habían de desarrollarse con una absoluta publicidad, los aliados, llegado el momento, tendrían ocasión de seguir su curso y unirse a ellas, si les parecía. Para terminar el pacífico General me aseguró que el momento de las protestas y las amenazas contra el Gobierno de los Soviets, si es que alguna vez existiera, había terminado. Pero ya se sabe que una golondrina, aunque tenga entorchados de General, no hace verano.

A principios de diciembre tuvo lugar mi primera y última entrevista con el embajador francés M. Noulens, un antiguo diputado radical que enviara Francia a intimar con la revolución de Febrero, en la vacante del franco monárquico Paleologue, un bizantino de nombre y de hecho, al que había utilizado la República para explotar su amistad con los zares. Por qué nos enviaron a Noulens y no a otro cualquiera, es cosa que yo ignoro. Lo cierto es que este personaje no mejoró la idea que ya tenía acerca de los encargados de regir los destinos humanos. La entrevista se celebró a iniciativa suya y no condujo a ningún resultado. Tras breves vacilaciones, Clemenceau había optado definitivamente por la política del alambre de púas.

También tuve una conversación, nada cordial por cierto, con el General Niessel, jefe de la Misión militar francesa, en uno de los locales del Smolny. Este General empleaba por entonces su talento ofensivo en operaciones de retaguardia. Se había acostumbrado a mandar bajo el Gobierno de Kerensky y no se resignaba a apearse de aquella costumbre. No tuve más remedio que invitarle a que abandonase el edificio. A poco de ocurrir esto, habían de complicarse bastante nuestras relaciones con la Misión militar francesa. En los locales de la Misión funcionaba una oficina de informaciones, que era en realidad un laboratorio donde se fabricaban las calumnias más descaradas contra la revolución. Todos los periódicos hostiles a nosotros publicaban diariamente telegramas fechados en Estocolmo, a cual más fantástico, más mal intencionado y más estúpido. Los redactores de los periódicos a quienes se preguntó de dónde procedían aquellos telegramas "de Estocolmo", denunciaron como fuente de las noticias a la Misión militar francesa. En vista de esto, hube de dirigir una requisitoria oficial al general Niessel. Este me contestó, el 22 de diciembre, con un documento que es verdaderamente notable: "Muchos periodistas de diferentes tendencias acuden a la Misión militar, pidiendo informes. Yo estoy facultado para dárselos acerca de la marcha de la guerra en el frente occidental, en Salónica, en Asia y en todo lo que a la situación de Francia se refiere. Durante una (?) de estas visitas, un (?) joven oficial se ha permitido comunicar rumores que corrían por la ciudad (?) y que provenían, al parecer, de Estocolmo." Al final, el General prometía de una manera vaga "adoptar las medidas necesarias para que en lo futuro tales descuidos (?) no se repitiesen". Esto era ya demasiado. No nos habíamos molestado en enseñar buena crianza a la torre Eiffel, para que ahora viniese el general Niessel a levantar en pleno Petrogrado otra pequeña torre de emisión de todo género de calumnias. Aquel mismo día, oficié al General en los términos siguientes :

"1.º Habiéndose demostrado que la oficina de propaganda a la que se da el título de "Oficina de información" de la Misión militar francesa se utiliza para la difusión de rumores conocidamente falsos y que no tienen otra finalidad que mover a confusión y desorientación de la opinión pública, ordenamos que esa oficina se clausure inmediatamente. 2.º Invitamos a ese "joven oficial" que propagó las falsas noticias, a que abandone cuanto antes el territorio ruso. Rogamos que el nombre de este oficial se ponga inmediatamente en nuestro conocimiento. 3.º El aparato receptor de telegrafía sin hilos que existe en la Misión, deberá ser retirado, 4.º Serán llamados inmediatamente, a Petrogrado, por medio de una orden especial que se publicará en la Prensa, los oficiales franceses que se encuentren en la zona de la guerra civil. 5.º De todas las medidas que se adopten en relación con este oficio, pido que se me dé cuenta inmediatamente. El Comisario del pueblo de Negocios extranjeros, L. Trotsky."

El joven oficial fué arrancado al anónimo y hubo dé salir de Rusia en funciones de cabeza de turco. El aparato receptor desapareció y la "Oficina de informaciones" fué clausurada. Los oficiales que andaban desperdigados por la periferia se concentraron en Petrogrado. Todo esto no eran más que pequeñas escaramuzas, que durante poco tiempo, cuando yo había pasado ya a la cartera de Guerra, fueron suplantadas por un armisticio bastante precario. El expeditivo General Niessel hubo de dejar el puesto al General Lavergne, hombre de risa de gato. Sin embargo, el armisticio duró poco. La Misión militar francesa, y con ella la diplomacia francesa toda, resultó ser, a poco, el centro de todas las conspiraciones y acciones armadas contra la República de los Soviets. Pero esto no se descubrió de una manera franca hasta después de las negociaciones de Brest Litovsk, ya en el período de Moscú, en la primavera y el verano de 1918.



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