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Clásicos de León Trotsky online

X. La opinión pública burguesa. La socialdemocracia. El comunismo.

X. La opinión pública burguesa. La socialdemocracia. El comunismo.

 

Queda todavía por dilucidar una cuestión. ¿Por qué motivo los jefes de la II Internacional exigen de nosotros que evacuemos Georgia? ¿En nombre de qué principio? Admitamos que Georgia haya sido, en efecto, ocupada por la violencia y que esta ocupación sea obra del imperialismo soviético. ¿Pero con qué derecho Henderson, miembro de la II Internacional, exministro inglés, nos viene a exigir a nosotros, del proletariado organizado como estado, de la III Internacional, del comunismo revolucionario, el desarme de la Georgia soviética? Cuando es Churchill quien lo exige, nos muestra con su dedo los grandes cañones de la marina y las alambradas del bloqueo. Pero Henderson, ¿qué nos enseña, por su parte? Las santas escrituras no son más que un mito; el programa de Henderson otro mito, pero menos ingenuo; en cuanto a sus actos, testimonian contra él.

No hace mucho, Henderson era ministro de una de las democracias del mundo, de su democracia, de la democracia de Gran Bretaña. ¿Por qué no propugnó que esa democracia, por la cual está presto a todos los sacrificios, hasta el punto de aceptar una cartera ministerial de manos del conservadorliberal Lloyd George; por qué, digo, no porfió, y ni siquiera trató de hacerlo, para que esa democracia empezara a cumplir, no nuestros principios (oh, no!), sino los suyos, los de él, Henderson? ¿Por qué no exigió la evacuación de la India y de Egipto? ¿Por qué no ayudó a los irlandeses cuando reclamaban su completa liberación del yugo inglés?

Sabemos que Henderson, así como Macdonald, protestan periódicamente en tono melancólico contra los excesos del imperialismo inglés. Pero esta protesta impotente y cobarde no representa ni ha representado jamás una real amenaza contra los intereses de la dominación colonial del Capital británico; no ha provocado ni provocará ninguna acción resuelta decisiva; su único fin es el de mitigar los remordimientos de los ciudadanos “socialistas” de la nación y dar una salida al descontento de los obreros ingleses. Pero jamás intentó romper las cadenas de los esclavos coloniales. Los Henderson de todas clases no consideran que el dominio de Inglaterra sobre las colonias sea un asunto político, sino un hecho natural de la historia. En ninguna parte y jamás han declarado que los hindúes, los egipcios y los otros pueblos esclavizados tenían el derecho, aún más, estaban obligados, en nombre de su porvenir, a sublevarse contra la dominación inglesa; nunca han asumido, “en tanto que socialistas”, la obligación de ayudar a las colonias en su lucha por su libertad. Sin embargo, está fuera de duda que no se trata aquí sino del más elemental deber archidemocrático, deber motivado por dos razones: primero, los esclavos coloniales constituyen indudablemente una mayoría aplastante en comparación con la minoría dominante inglesa; seguidamente, esta minoría de por sí, y particularmente sus socialistas oficiales, reconocen los principios democráticos como base esencial de su existencia. He aquí la India, por ejemplo. ¿Por qué no organiza Henderson un movimiento de insurrección para la retirada de las tropas inglesas en la India? Sin embargo, no existe, y no puede existir ejemplo más vívido, más monstruoso, más cínico de desconocimiento absoluto de las leyes democráticas que la servidumbre de este inmenso y desgraciado país al capitalismo inglés. Parecería, sin embargo, que Henderson, Macdonald y consortes deberían cada día (y no solamente el día, sino también la noche) lanzar el grito de alarma, exigir, llamar, denunciar, predicar la insurrección de los hindúes y de todos los obreros ingleses contra la bárbara violación de los principios democráticos. Pero no; se callan o (lo que todavía es peor) firman, de tiempo en tiempo, una resolución trivial y vacía como un sermón anglicano, resolución tendiente a demostrar que aun situados en el campo del dominio colonial, preferirían cortar rosas sin espinas y en todo caso, como leales socialistas británicos, no desean pincharse los dedos con las espinas. Cuando consideraciones supuestamente democráticas y patrióticas lo exigen, Henderson se sienta tranquilamente en un sillón de ministro del rey, y no se le ocurre que ese sillón está situado en el pedestal más antidemocrático del mundo: el dominio por un puñado de capitalistas, con la ayuda de unas decenas de millones de ingleses, de muchos cientos de millones de esclavos de color, en Asia y en África. Más aún: en nombre de la defensa de esa monstruosa dominación, disimulada bajo la máscara de la democracia, Henderson se alió a la dictadura militar y policíaca del zarismo ruso. Ministro de la guerra, ha sido usted por ello ministro del zarismo ruso, M. Henderson. ¡No lo olvide! Y, naturalmente, no le pasó por la imaginación a Henderson exigirle al zar, su patrón y aliado, la retirada de las tropas rusas de Georgia o de los otros territorios subyugados. En aquella época, Henderson hubiera calificado a una tal reivindicación de servicio al militarismo alemán. Y cualquier movimiento revolucionario dirigido en Georgia contra el zar hubiese sido considerado, como la insurrección irlandesa, como resultado de la corrupción y la intriga alemanas. En verdad, uno pierde la cabeza ante tales contradicciones y monstruosas inepcias. Y, sin embargo, están en el orden de las cosas; porque la dominación por Gran Bretaña, o más bien por sus dirigentes, de un cuarto de la población del globo, no es considerada por Henderson como un asunto político, sino como un hecho natural de la historia. Estos demócratas están imbuidos hasta el tuétano de los huesos de la ideología de los explotadores, de los parásitos, de los antidemócratas, en cuanto concierne a las razas cuya piel es de otro color que el de la suya, que no leen a Shakespeare y no llevan cuello duro; así, con todo su socialismo “fabiano”, decrépito e impotente, son prisioneros de la opinión pública burguesa. Teniendo tras ellos a la Georgia zarista, a Irlanda, Egipto, la India, ¿no sienten vergüenza al exigirnos (que somos sus enemigos y no sus aliados) la evacuación de la Georgia soviética? Esta exigencia grotesca y carente de fundamento constituye, sin embargo (por muy extraño que parezca a primera vista) un homenaje involuntario rendido a la dictadura del proletariado por la democracia pequeñoburguesa. No entendiéndolo o no queriéndolo entender más que a medias, Henderson y sus consortes dicen:

“No se puede, evidentemente, exigir de la democracia burguesa, de la que somos sus ministros cuando se nos invita, que tome en cuenta seriamente el principio democrático del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos; como no se nos puede pedir (a nosotros, socialistas pertenecientes a esta democracia y honorables ciudadanos de una nación dominante, que oculta la esclavización con ficciones democráticas) que ayudemos seria y eficazmente a los esclavos de las colonias a sublevarse contra sus opresores. Pero ustedes, por el contrario, que representan la revolución constituida en estado, están obligados a hacer lo que nosotros no estamos en condiciones de realizar por falta de valor, por falsedad e hipocresía”.

Dicho de otra forma, poniendo a la democracia por encima de todo, reconocen, sin embargo, voluntariamente o no, la posibilidad y aun la necesidad de dictarle a la dictadura del proletariado exigencias tan poco moderadas que parecerían cómicas o simplemente estúpidas si se las pidieran a la democracia burguesa, para la cual estos señores cumplen funciones de ministros o de leales diputados.

Así es como dan a su valoración involuntaria de la dictadura del proletariado (que, sin embargo, rechazan) una forma apropiada a su tartamudeo político. Exigen de la dictadura que se constituya y se defienda, no con sus propios métodos, sino mediante los que ellos reconocen verbalmente como obligatorios para la democracia, sin jamás emplearlos de hecho. Ya hemos hablado de ello en el primer manifiesto de la Internacional Comunista; nuestros enemigos exigen que defendamos nuestras vidas según las reglas de la lucha francesa, es decir, conforme a las reglas establecidas por nuestros enemigos, que por su parte no la consideran válida en su lucha contra nosotros.

* * *

Para refrescar y precisar sus ideas sobre la política de las “democracias occidentales” hacia los pueblos atrasados, así como el papel desempeñado en esta política por la II Internacional, basta con leer las memorias de M. Paleólogue, antiguo embajador francés en la Corte Imperial. Si este libro no existiera, habría que inventario. Tendríamos que inventar también a M. Paléologue, si no nos hubiera librado de esa pena con la aparición, de lo más oportuno, de su libro en el mundillo de la literatura. M. Paléologue es un representante acabado de la Tercera República, que posee, además de un nombre bizantino, una mentalidad esencialmente bizantina. En noviembre de 1914, en el curso de la Primera Guerra Mundial, por intermedio de una dama de la Corte recibe, con órdenes “superiores” (sin duda de la emperatriz), una carta autógrafa de Rasputín conteniendo piadosas instrucciones. M. Paleólogue, representante de la República, responde lo siguiente a las instrucciones de Rasputín: “El pueblo francés, que conoce el corazón humano, comprende perfectamente que el pueblo ruso encarne su amor a la patria en la persona del zar…” Esta carta, escrita por un diplomático republicano, con el deseo de que llegase hasta el zar, fue escrita diez años más tarde del 22 de enero de 1905 y ciento veintidós años después de la ejecución de Luis Capeto, la persona que por entonces representaba para el pueblo francés su amor a la patria. Lo que extraña no es el ver a M. Paléologue, conforme a la infamia de la diplomacia secreta, ensuciarse su faz republicana en el barro en que se revolcaba la corte imperial; lo que sí extraña es que realice esta vergonzosa tarea por su propia iniciativa y que informe abiertamente a esa misma democracia que representaba tan llanamente en la corte de Rasputín. Pero esto no le ha impedido el ser hoy un hombre político de la “república democrática” y ocupar un puesto destacado. Habría que extrañarse, si no conociéramos las leyes del desarrollo de la democracia burguesa, que se elevó hasta Robespierre para terminar en Paléologue.

La franqueza del antiguo embajador esconde, sin embargo, lo que no ofrece dudas, la astucia bizantina más refinada. Si nos revela tanto, es para no decirlo todo. Tal vez trata sólo de adormecer nuestra curiosa sospecha.

¿Acaso se pueden saber las exigencias planteadas por el caprichoso y todopoderoso Rasputín? ¿Quién puede conocer los tortuosos caminos que Paléologue debía seguir para salvaguardar los intereses de Francia y de la civilización?

En todo caso, podemos estar seguros de una cosa: que M. Paléologue pertenece hoy a un grupo político francés que está dispuesto a jurar que el poder soviético no es la encarnación de la voluntad del pueblo ruso y que no cesa de repetir que no serán posibles nuevas relaciones con Rusia hasta el día en que “instituciones democráticas regulares” pongan la dirección de Rusia en manos de los Paléologue rusos.

El embajador de la democracia francesa no está solo. Sir Buchanan está a su lado. El 14 de noviembre de 1914, Buchanan, según Paléologue, decía a Sazonov lo siguiente: “El gobierno de Su Majestad británica ha sido llevado a reconocer que LA CUESTIÓN DE LOS ESTRECHOS Y LA CUESTIÓN DE CONSTANTINOPLA DEBERÁN SER RESUELTAS CONFORME AL DESEO DE RUSIA. Yo me siento feliz de decirlo.” Es así como se elaboraba el programa de la guerra para el derecho, la justicia y la libertad de los pueblos a disponer de ellos mismos. Cuatro días más tarde, Buchanan informaba a Sazonov: “El gobierno británico se verá obligado a anexionarse Egipto. Y expresa la esperanza de que el gobierno ruso no se opondrá.” Sazonov se apresuró a afirmarlo. Y, tres días después, Paléologue “recordaba” a Nicolás II que “Francia posee en Siria y en Palestina un precioso patrimonio de recuerdos históricos, de intereses morales y materiales… Yo cuento con que Vuestra Majestad aprobará las medidas que el gobierno de la república tenga a bien tomar para salvar ese patrimonio.”

¡Si, ciertamente!, responde Su Majestad. En fin, el 12 de marzo de 1915, Buchanan exige que a cambio de Constantinopla y de los Estrechos, Rusia ceda a Inglaterra la parte neutra, es decir, la parte aún no repartida de Persia. Sazonov respondió: “De acuerdo.”

Así, dos democracias, conjuntamente con el zarismo, que se encontraba, también en esa época, bajo la influencia de los principios democráticos de la Entente, resolvían los destinos de Constantinopla, de Siria, de Palestina, de Egipto y de Persia. M. Buchanan representaba la democracia británica ni mejor ni peor que M. Paléologue la democracia francesa. A raíz de la caída de Nicolás II, M. Buchanan conservó su puesto. Henderson, ministro de Su Majestad y, sin temor a repetirnos, socialista inglés, vino a Petrogrado bajo el régimen de Kerenski para reemplazar a Buchanan en caso de necesidad, porque le había parecido a no sé qué miembro del gobierno inglés que, para conversar con Kerenski, era necesaria otra forma de hablar que la que se necesitaba con Rasputín.

Henderson examinó la situación en Petrogrado y juzgó que M. Buchanan estaba bien en su puesto como representante de la democracia inglesa. Buchanan tenía, sin ninguna duda, la misma opinión que el socialista Henderson.

En cuanto a M. Paléologue, él, por lo menos, presentaba a “sus” socialistas como ejemplo a los displicentes dignatarios zaristas. Refiriéndose a la propaganda llevada a la corte por el conde Witte con el fin de poner más pronto término a la guerra, M. Paléologue le dice a Sazonov: “Vea a nuestros socialistas, son impecables.” (pág. 189). Esta apreciación de los señores Renaudel, Semblat, Vandervelde y de todos sus partidarios, en boca de M. Paléologue, produce una cierta impresión, aun actualmente, después de todo lo que hemos vivido. Recibiendo él mismo las amonestaciones de Rasputín, de las cuales respetuosamente acusa recepción, M. Paléologue, a su vez, califica con aire protector, ante un ministro del zar, a los socialistas franceses y reconoce su impecabilidad. Las palabras: “Vea a nuestros socialistas, son impecables”, deberían servir de epígrafe y ser inscritas en la bandera de la II Internacional, de la cual hace ya tiempo que habrían haberle quitado las palabras relativas a la unión del proletariado del mundo entero, palabras que le van a Henderson como un gorro frigio a M. Paléologue. Los Henderson consideran el dominio de la raza sajona sobre las otras razas como un hecho natural, debido a su civilización. La cuestión del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos la conciben como algo fuera de su Imperio Británico.

En los comienzos de la guerra, contestando a esta objeción natural que se les hacía: ¿Cómo puede hablarse de la defensa de la democracia cuando somos aliados de los zaristas?, un socialista francés, profesor de una universidad suiza, dice textualmente: “Se trata de Francia y no de Rusia; en esta lucha, Francia representa una fuerza moral; Rusia, una fuerza física.” Hablaba de ello como de una cosa absolutamente natural, sin darse cuenta del patrioterismo desvergonzado de sus palabras. Un mes o dos más adelante, a raíz de una discusión sobre el mismo tema, en la redacción de L’Humanité, en París, yo citaba las palabras del profesor francés en Ginebra: “Tiene toda la razón”, me contestó el director de ese diario.

Recordé una frase de Renan, dirigida a la juventud: que la muerte de un francés era un suceso moral, en tanto que la muerte de un cosaco (Renan quería simplemente decir de un ruso) era un hecho de orden físico. Este monstruoso orgullo nacional tiene causas profundas. En tanto que otros pueblos seguían viviendo en la barbarie del Medioevo, la burguesía francesa tenía ya un pasado largo y glorioso. Más antigua todavía, la burguesía inglesa se había abierto paso hacia una nueva civilización. De ahí su desdén hacia el resto de la humanidad, a la que considera como basura histórica.

Por su propia seguridad de clase, la riqueza de su experiencia, la diversidad de sus conquistas en el dominio de la cultura, la burguesía inglesa oprimía moralmente a su propia clase obrera envenenándola con su ideología de raza dominante.

De boca de Renan, la frase sobre el francés y el cosaco expresaba el cinismo de una clase efectivamente poderosa desde el punto de vista moral y material. El utilizar la misma frase por un socialista francés probaba el relajamiento del socialismo francés, la pobreza de su ideología, su dependencia servil hacia los detritus morales que les dejan caer sus dueños, los burgueses.

Si M. Paléologue, repitiendo en forma más suave las palabras de Renan, dice que la muerte de un francés representa una pérdida mucho más importante para la civilización que la muerte de un ruso, afirma con ello, o por lo menos lo deja adivinar, que la pérdida de un financiero, de un millonario, de un profesor, de un abogado, de un periodista francés, representa una pérdida incomparablemente mayor que la de un ebanista, de un obrero, de un chofer o de un campesino igualmente francés. Esta conclusión deriva infaliblemente de la primera. El aristocratismo nacional es, por su esencia, contrario al socialismo, no en el sentido igualitario y sentimental del cristianismo, que considera todas las naciones, todos los hombres, como un valor semejante en la balanza de la civilización, sino en el sentido de que el aristocratismo nacional, estrechamente ligado al conservadurismo burgués, está enteramente dirigido en contra del cambio revolucionario, único capaz de crear condiciones favorables para una cultura humana más elevada.

El aristocratismo nacional considera el valor cultural del hombre bajo el ángulo del pasado acumulado. El socialismo lo enfoca bajo el ángulo del porvenir. No hay lugar a dudas que del señor M. Paléologue, diplomático francés, emana más ciencia asimilada por él que de un campesino del gobierno de Tambov. Pero, por otra parte, no hay dudas de que el campesino de Tambov ha expulsado a los terratenientes y a los diplomáticos a garrotazos y ha establecido los fundamentos de una nueva cultura más elevada. El obrero y el campesino francés, gracias a su cultura superior, realizarán mejor este trabajo y avanzarán más rápidamente.

Nosotros, marxistas rusos, a causa del atrasadísimo desarrollo de Rusia, no tuvimos la base de la poderosa cultura burguesa. Hemos comulgado con la cultura espiritual de Europa, no por intermedio de nuestra lamentable burguesía nacional, sino de una manera independiente, asimilando y sacando hasta el fin las conclusiones más revolucionarias de la experiencia y del pensamiento europeos.

Ello aportó a nuestra generación ciertas ventajas. Y no voy a negar que la sincera y profunda admiración que sentimos por las creaciones del genio inglés en los más variados dominios de la creación humana, no hacen más que acentuar el desprecio, igualmente profundo y sincero, que sentimos por la ideología limitada, la trivialidad teórica y la falta de dignidad revolucionaria de los jefes relevantes del socialismo inglés. No son, en forma alguna, los precursores de un mundo nuevo; no son más que los epígonos de una vieja cultura que expresa, por su intermedio, el temor ante el porvenir. Su debilidad espiritual constituye en cierta forma el castigo por el pasado borrascoso y rico a la vez de la cultura burguesa.

La conciencia burguesa asimiló para sí las inmensas conquistas culturales de la humanidad, pero a su vez constituyó el obstáculo principal para el desarrollo de la cultura.

Una de las cualidades principales de nuestro partido, y que lo hace la palanca más poderosa del desarrollo de nuestra época, es su independencia completa e indudable con respecto a la opinión pública burguesa. Estas palabras tienen un significado mucho mayor del que creemos a primera vista. Ellas exigen comentarlas, sobre todo si tenemos en cuenta a ese ingrato auditorio que constituyen los políticos de la II Internacional. Por ello estamos obligados a fijar cualquier idea revolucionaria, aun la más simple, con ayuda de sólidos clavos.

La opinión pública burguesa constituye un apretado tejido psicológico que encierra por doquier las armas y los instrumentos de la violencia burguesa, preservándola de esta forma lo mismo de los enfrentamientos particulares que del choque revolucionario fatal que, a fin de cuentas, es inevitable. La opinión pública burguesa activa está compuesta de dos partes: la primera comprende los conceptos, las opiniones y los prejuicios heredados que constituyen la experiencia acumulada del pasado, sólida capa de oportunas trivialidades y frivolidades; la otra parte está constituida por un mecanismo complejo, muy moderno y hábilmente dirigido, que tiene en cuenta la movilización del énfasis patriótico, de la indignación moral, del entusiasmo nacional, el fervor altruista y otras formas de engaños y mentiras. Tal es la fórmula general. Sin embargo, es necesario explicarlo con ejemplos. Cuando un abogado “cadete” que ha ayudado, a costa de Inglaterra o Francia, a preparar un nudo corredizo para la clase obrera, muere de tifus en una cárcel de la Rusia hambrienta, el telégrafo y la radio de la opinión pública burguesa transmiten una cantidad de oscilaciones ampliamente suficientes para provocar en la conciencia colectiva una necesaria reacción de indignación, preparada convenientemente por los Mrs. Snowden. Es evidente que todo el trabajo diabólico del telégrafo y de la radio capitalistas sería inútil si la mente de la pequeña burguesía no constituyera un resonador apropiado. Examinemos otro fenómeno: el hambre, en la región del Volga. Esta hambre, de un horror sin precedente, es debida, por lo menos en gran parte, a la guerra civil encendida en las regiones del Volga por los checoslovacos y por Koltchak, es decir, de hecho organizada y alimentada por el capital anglo-americano y francés. La sequía se abatió sobre un terreno previamente agostado, desvastado, carente de ganado y de maquinaria agrícola. Si nosotros hemos encarcelado a algunos oficiales y abogados (a lo cual no nos hemos referido nunca como de ejemplo de humanidad), la Europa burguesa, y con ella América, han tratado a su vez de transformar Rusia entera en una prisión hambrienta, cercados con una muralla, al mismo tiempo que, por intermedio de sus agentes blancos, hacían asaltar, incendiar y destrozar nuestras flacas reservas. Si ponemos en la balanza la moral pura, habría que pesar las medidas rigoristas tomadas por nosotros durante nuestra lucha a muerte contra el mundo entero, y los sufrimientos infligidos a las madres de la región del Volga por el capitalismo mundial, cuyo único fin era el de recobrar los intereses de las sumas que nos habían prestado. Pero la maquinaria de la opinión pública actúa de una manera tan sistemática, con tanta seguridad e insolencia, y el cretinismo pequeñoburgués le presta una fuerza de repercusión tal, que Mrs. Snowden llega a guardar todos sus sentimientos humanitarios para… los mencheviques que hemos ofendido. La subordinación de los socialreformistas a la opinión pública burguesa pone límites infranqueables a su actividad, mucho más estrechos que las fronteras de la legalidad burguesa. De los estados capitalistas contemporáneos se puede decir, por regla general, que su régimen es tanto más “democrático”, “liberal”, y “libre”, cuanto que los socialistas nacionales son más respetables y cuanto la subordinación del partido nacional obrero a la opinión pública burguesa es más boba. ¿De qué le sirve un gendarme en su fuero externo a un Macdonald, cuando lo tiene ya en su fuero interno?

No podemos silenciar aquí un asunto que no podemos por menos de mencionar sin que nos acusen de atentar al decoro: queremos hablarles de la religión. No hace mucho que Lloyd George calificó a la Iglesia de estación central de distribución de fuerza motriz para todos los partidos y para todas las tendencias; es decir, para la opinión pública burguesa en su conjunto. Esto es, sobre todo, justo en lo que concierne a Inglaterra. ¿Quiere decir esto que Lloyd George se deja influenciar en política por la religión, que el odio de Churchill hacia la República soviética está dictada por su deseo de ir al cielo y que las notas de lord Curzon están sacadas del Sermón en la Montaña? No, el móvil de su política son los intereses vulgares de la burguesía que los ha llevado al poder. Pero “la opinión pública”, que por sí sola hace posible el funcionamiento normal de la sujeción estatal, encuentra en la religión su apoyo principal. La norma del derecho que domina a las personas, a las clases, a la sociedad entera como un látigo ideal, no es más que la transposición debilitada de las normas religiosas: ese látigo celeste que pende sobre la humanidad explotada. En suma, ayudar a un docker sin trabajo con argumentos formales, con la fe en la inviolabilidad de la legalidad democrática, es algo condenado de antemano al fracaso. Lo que hace falta, ante todo, es un argumento material: un agente de policía bien armado con los pies en el suelo y, sobre él, un argumento místico: un policía eterno, con sus rayos, en el cielo. Pero cuando en la cabeza de los “socialistas” mismos el fetichismo de la legalidad burguesa se alía a la de la época de los druidas, entonces se tiene dentro un gendarme interior ideal, con la ayuda del cual la burguesía puede permitirse provisionalmente el lujo de observar, más o menos, el ritual democrático.

Cuando les hablamos de las traiciones de los socialreformistas, no queremos decir que sean todos, o que la mayoría de ellos sean simples almas en venta; bajo un tal aspecto no estarían a la altura del serio papel que les hace jugar la sociedad burguesa. Ni siquiera es importante saber en qué medida su respetable ambición de pequeño burgués se siente halagada por el título de diputado leal de oposición o por la cartera de un ministro del rey, aunque esto no sea necesario. Es suficiente saber que la opinión pública burguesa, durante los periodos de calma, les autoriza a quedarse en la oposición.

En los momentos decisivos, en cuanto se trata de la vida o de la muerte de la sociedad burguesa, o por lo menos de sus intereses primordiales, tales como la guerra, la insurrección en Irlanda, una huelga importante de mineros, o la proclamación de una República soviética en Rusia, la burguesía siempre ha encontrado el medio para comprometerlos haciéndolos ocupar una posición política útil al orden capitalista. No desearíamos darle a la personalidad de Henderson una envergadura titánica que no posee; podemos afirmar con certeza que Henderson, con su coeficiente de “partido obrero”, es uno de los pilares principales de la sociedad burguesa de Inglaterra. En el espíritu de los Henderson, los elementos fundamentales de la educación burguesa y los vestigios del socialismo se unen en un bloque compacto gracias a los cimientos tradicionales de la religión. La cuestión de la emancipación material del proletariado inglés no puede quedar seriamente sentada mientras no se libere el movimiento de sus líderes, de las organizaciones, del estado de espíritu que representa una sumisión humilde, tímida, dominada, cobarde y débil de los oprimidos a la opinión pública de sus opresores. Hay que desembarazarse del gendarme interior a fin de poder derribar el gendarme exterior.

La Internacional Comunista enseña a los obreros a despreciar la opinión pública burguesa y, en particular, a despreciar a los “socialistas” que se arrastran a los pies de los mandatos de la burguesía.

No se trata de un desprecio superficial, de declamaciones o de maldiciones líricas (los poetas de la burguesía ya la han hecho estremecerse muchas veces con sus insolentes provocaciones, sobre todo en lo concerniente a la religión, la familia y el matrimonio); se trata aquí de una profunda emancipación interior de la vanguardia proletaria, de las trampas y zancadillas morales de la burguesía; se trata de una nueva opinión pública revolucionaria que permitiría al proletariado, no con palabras, sino con hechos; no con la ayuda de invocaciones líricas, sino cuando es necesario, con las botas, pisotear las ordenes de la burguesía y alcanzar la meta revolucionaria elegida libremente, que constituye al mismo tiempo una necesidad histórica.