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Escritos de León Trotsky (1929-1940)

Prólogo a La Révolution Défigurée

Prólogo a La Révolution Défigurée

Prólogo a La Révolution Défigurée[1]

 

 

1° de mayo de 1929

 

 

 

Esta obra estudia las etapas de la lucha que la frac­ción dirigente de la URSS viene librando desde hace seis años contra la Oposición de Izquierda (bolchevi­ques leninistas) en general, y contra el autor en par­ticular.

Gran parte del trabajo está dedicada a refutar las burdas acusaciones y calumnias dirigidas contra mi persona. ¿Por qué me arrogo el derecho a abusar de la paciencia del lector con estos documentos? El hecho de que mi vida está bastante estrechamente ligada a los acontecimientos de la revolución no basta para justifi­car la publicación de este libro. Si la lucha de la fracción stalinista en mi contra fuera tan sólo una pugna perso­nal por el poder, la crónica de la misma no tendría nada de aleccionador: la historia parlamentaria está llena de luchas entre grupos e individuos que buscan el poder por el poder mismo. Mis razones son completamente diferentes: en la URSS la lucha entre individuos y gru­pos está inseparablemente ligada a las distintas etapas de la Revolución de Octubre.

El determinismo histórico jamás se manifiesta con tanta fuerza como en un periodo revolucionario. En efecto: en esos momentos las relaciones de clase quedan al desnudo, los conflictos y contradicciones alcan­zan su máxima gravedad y la lucha de ideas se convier­te en la expresión más directa de las clases antagónicas o de las fracciones antagónicas dé la misma clase. Este es precisamente el carácter de la lucha contra el “trots­kismo”. El vínculo que une a lo que a veces son argu­mentos esencialmente escolásticos con los intereses materiales de determinadas clases o capas sociales es tan notorio en este caso, que llegará el día en que esta experiencia histórica será tema de un capitulo especial de los manuales académicos de materialismo histórico.

La enfermedad y la muerte de Lenin dividen a la Re­volución de Octubre en dos períodos, que se diferencian cada vez más a medida que el tiempo nos aleja de ellos. El primero fue la época de la conquista del poder, de la instauración y consolidación de la dictadura del proleta­riado, de su defensa militar, de las primeras medidas esenciales para definir su rumbo económico. En esa etapa el conjunto del partido era consciente de que constituía el puntal de la dictadura del proletariado. De esta conciencia derivaba su confianza en sí mismo.

El segundo período se caracteriza por la presencia en el país de elementos de un creciente poder dual. El proletariado, que había conquistado el poder en la Re­volución de Octubre, se vio cada vez más desplazado, como resultado de una serie de factores objetivos y sub­jetivos, tanto externos como internos. A su lado, por de­trás y a veces inclusive por delante de él comenzaron a ascender otros elementos, otras capas sociales, secto­res de otras clases. Estos elementos si bien no se apro­piaron del poder mismo, comenzaron a ejercer una in­fluencia cada vez mayor sobre él. Estas capas extrañas - funcionarios del estado, funcionarios profesiona­les de los sindicatos y cooperativas, miembros de las profesiones liberales, intermediarios – establecieron un sistema cada vez más entrelazado. Al mismo tiem­po, dadas sus condiciones de existencia, hábitos y for­ma de pensar, estos sectores se alejaban más y más del proletariado. Finalmente, hay que incluir entre ellos a los profesionales del partido, en la medida en que conforman una casta cristalizada que asegura su supervi­vencia a través del aparato del estado, más que del partido.

Por sus orígenes y tradiciones y por las fuentes de donde deriva su fuerza, la base del poder soviético si­gue siendo el proletariado, aunque cada vez menos directamente; pero, a través de las capas sociales ya enu­meradas, cae progresivamente bajo la influencia de intereses burgueses. Más se siente esta presión en la medida en que una gran parte del aparato estatal y tam­bién del aparato partidario, se va convirtiendo, si no en agente consciente, al menos en agente efectivo de las concepciones y expectativas de la burguesía. Nuestra burguesía nacional, por débil que sea, se siente con toda razón parte de la burguesía mundial y sirve de co­rrea de transmisión del imperialismo. Pero aun la base subordinada de la burguesía dista de ser despreciable. Y puesto que la agricultura se desarrolla sobre la base de una economía individual de mercado, da lugar inevi­tablemente a una importante pequeña burguesía rural. El campesino rico o el que sólo busca enriquecerse, al atacar las barreras de la legalidad soviética se convier­te en agente natural de las tendencias bonapartistas. Este hecho, evidente en toda la evolución de la historia moderna, se verifica una vez más en la experiencia de la república soviética. Estos son los orígenes sociales de los elementos de poder dual que caracterizan el se­gundo capitulo de la Revolución de Octubre, que se inicia con la muerte de Lenin.

Demás está decir que ni siquiera el primer periodo, desde 1917 hasta 1923, fue homogéneo del principio al fin. También allí, junto a los avances, vemos retrocesos. También allí la revolución hizo concesiones impor­tantes al campesinado por un lado y a la burguesía mundial por el otro. Brest-Litovsk fue el primer revés de la revolución victoriosa,[2] después del cual la revolu­ción retomó su marcha hacia adelante. La política de concesiones industriales y comerciales, por modestas que hayan sido hasta el momento sus consecuencias prácticas, significó un serio revés táctico a nivel de los principios. Sin embargo, globalmente, el revés más im­portante fue el de la Nueva Política Económica, la NEP. Al restablecer la economía de mercado, la NEP recreó las condiciones que podían dar nueva vida a la pequeña burguesía y convertir en burguesía media a algunos de sus grupos y elementos. En una palabra, la NEP conte­nía los gérmenes del poder dual. Pero éstos no existían aún sino como un potencial económico latente. Sólo ad­quirieron verdadera fuerza durante el segundo capítulo de la historia de Octubre, aquel que se inicia, según la opinión generalizada, con la enfermedad y la muerte de Lenin y el comienzo de la campaña contra el “trotskismo”

Sobra decir que las concesiones a la clase burguesa todavía no constituyen de por si una violación de la dic­tadura del proletariado. En general, no existen ejemplos históricos de dominación de clase químicamente pura. La burguesía domina apoyándose en otras clases, sometiéndolas, corrompiéndolas o intimidándolas. De por sí, las reformas en favor de los obreros no violan la soberanía absoluta de la burguesía en un determinado país. Desde luego, cada capitalista individual puede sentir que ya no es más el amo absoluto de su casa - o sea, de su fábrica - al verse obligado a reconocer las limitaciones legales de su dictadura económica. Pero el único fin de estas limitaciones es el de apuntalar y mantener el poder de la clase en su conjunto. Los intereses del capitalista individual entran constantemente en conflicto con los intereses del estado capitalista, no sólo en torno a los problemas de legislación social sino tam­bién por cuestiones de impuestos, deudas públicas, guerra y paz, etcétera. En todos los casos priman los intereses del conjunto de la clase. Estos son los únicos que determinan qué reformas se pueden realizar y has­ta qué punto hacerlo sin conmover los cimientos de su dominación.

La cuestión se plantea de manera similar para la dic­tadura del proletariado. Una dictadura químicamente pura sólo podría existir en un mundo imaginario. El proletariado en el poder se ve obligado a tener en cuen­ta a las otras clases, a cada una según sus fuerzas a es­cala nacional o internacional, y debe hacerles concesio­nes para mantener su dominación. Todo se reduce a sa­ber cuáles son los limites de dichas concesiones y el grado de conciencia con que se las hace.

La Nueva Política Económica tuvo dos aspectos. En primer lugar, surgió de la necesidad del proletariado de utilizar los métodos del capitalismo para administrar la industria y la economía en general. En segundo lugar, fue una concesión a la burguesía y en especial a la pe­queña burguesía, ya que les permitió funcionar econó­micamente con sus métodos característicos de compra y venta. En Rusia, debido al predominio de la población rural, este segundo aspecto de la NEP tuvo una impor­tancia decisiva. En vista del estancamiento del proceso revolucionario en otros países, la NEP, que significó un retroceso profundo y prolongado, fue inevitable. Bajo la conducción de Lenin, todos estuvimos de acuerdo en ponerlo en vigencia. Ante el mundo entero dijimos que este retroceso, era eso, un retroceso. El partido, y por su intermedio la clase obrera, comprendieron perfec­tamente su significado en términos generales. La pe­queña burguesía recibía la oportunidad de acumular riquezas... dentro de ciertos limites. Pero el poder y, por lo tanto, la facultad de determinar los limites de dicha acumulación quedaba, como siempre, en manos del proletariado.

Dijimos más arriba que existe una analogía entre las reformas sociales que la burguesía dominante se ve obligada a hacer en favor del proletariado y las conce­siones que el proletariado en el poder les hace a las cla­ses burguesas. Sin embargo, para evitar errores, debe­mos ubicar esta analogía en un marco histórico bien definido. El poder burgués existe desde hace siglos, es internacional, se apoya sobre una inmensa acumulación de riqueza, dispone de un poderoso sistema de institu­ciones, vínculos e ideas. Los siglos de dominación le han creado una especie de instinto de dominación que en muchas circunstancias difíciles le sirvió de guía infa­lible. Para el proletariado, los siglos de dominación bur­guesa fueron siglos de opresión. No tiene tradición histórica de dominio ni, menos aun, instinto de poder. Lle­gó al poder en uno de los países más pobres y atrasados de Europa. Dadas las circunstancias históricas impe­rantes en la etapa actual, esto significa que la dictadura del proletariado está infinitamente menos segura que el poder burgués. Una línea política correcta, una evalua­ción realista de sus acciones y sobre todo de las conce­siones inevitables que se le deben hacer a la burguesía, son cuestiones de vida o muerte para el poder soviético.

El capítulo revolucionario posterior a la muerte de Lenin se caracteriza por el desarrollo de fuerzas socia­listas y capitalistas en el seno de la economía soviética. El resultado final depende de su interacción dinámica. Lo que determina el equilibrio no son tanto las estadís­ticas como la evolución diaria de la vida económica. La profunda crisis en curso, que asumió la forma para­dójica de una escasez de productos agrícolas en un país agrario, constituye, con toda seguridad, una prueba ob­jetiva de que se trastocó el equilibrio económico fundamental. El autor de este libro viene alertando desde la primavera de 1923, cuando se realizó el Duodécimo Congreso del partido, sobre las posibles consecuencias de una mala política económica: el retraso industrial provoca un “efecto de tijeras”, es decir, una despro­porción entre los precios de los productos agrícolas e in­dustriales, fenómeno que a su vez detiene el desarrollo de la agricultura. El hecho de que estas consecuencias se hayan materializado no significa que el derrumbe del poder soviético sea inevitable ni, menos aun, inminen­te. Si significa que es necesario corregir el rumbo de la política económica... y que esta necesidad es imperiosa.

En un país donde los medios de producción fundamentales son propiedad del estado, la política de la con­ducción gubernamental juega en la economía un papel directo y, en cierto periodo decisivo. Por lo tanto la cuestión se reduce a si la dirección es capaz de com­prender la necesidad de un cambio de política y si esta en posición de llevar a cabo ese cambio en la práctica. Volvemos así al problema de determinar hasta qué pun­to el poder del estado sigue en manos del proletariado y su partido, es decir, hasta qué punto el poder del estado sigue siendo el de la Revolución de Octubre. No se pue­de responder este interrogante a priori. La política no se rige por leyes mecánicas. La fuerza de las distintas clases y partidos se revela en la lucha. Y la lucha decisi­va todavía no se ha librado.

El poder dual, es decir, la existencia paralela de un poder o cuasi - poder ejercido por dos clases antagóni­cas - como, por ejemplo, durante el periodo de Ke­renski -[3] no puede prolongarse demasiado. Esta situa­ción de crisis se debe resolver de un modo u otro. La mejor refutación de la afirmación de los anarquistas y pretendidos anarquistas de que la URSS es, aquí y ahora, un estado burgués, es la actitud de la propia bur­guesía, tanto nacional como mundial, respecto de este problema. Reconocer que existe algo más que los ele­mentos de poder dual seria teóricamente erróneo y polí­ticamente peligroso. Mas aun: sería suicida. Por el momento, el problema del poder dual consiste en saber hasta qué punto se han enraizado las clases burguesas en el aparato estatal soviético y hasta qué punto las ideas y tendencias burguesas penetraron en el aparato del partido proletario. Porque esta cuestión de grado determina la libertad de maniobra del partido y la capa­cidad de la ciase obrera para tomarlas medidas defen­sivas y ofensivas necesarias.

El segundo capítulo de la Revolución de Octubre no se caracteriza simplemente por la mejora de la situación económica de la pequeña burguesía en las ciudades y en el campo también por un proceso infinitamente mas grave y peligroso de desarme teórico y político del proletariado que avanza conjuntamente con la creciente confianza de las capas burguesas. En concomitante con la etapa en que se encuentran dichos procesos el interés político de las crecientes capas pequeñoburgue­sas pudo y todavía puede enmascarar su avance bajo un camuflaje sovietista y hacer pasar sus victorias como si formaran parte de la construcción del socialismo. Era inevitable que la NEP le permitiera avanzar a la bur­guesía, y esos progresos eran, por otra parte, necesarios para el avance del socialismo. Pero las mismas conquistas económicas de la burguesía pueden adquirir una importancia y constituir un peligro totalmente dis­tinto, dependiendo de si la clase obrera y sobre todo su partido tienen una concepción más o menos correcta de los procesos y dislocaciones que se suceden en el país y se aferran al timón con mayor o menor energía. La política es la economía concentrada. En la etapa ac­tual, la cuestión económica de la URSS se reduce más que nunca a un problema político.

La falla del rumbo político posleninista no reside tanto en que se hayan hecho nuevas e importantes con­cesiones a distintos estratos sociales burgueses locales, asiáticos y occidentales. Algunas de estas concesiones fueron necesarias o inevitables, aunque fuera para pa­gar viejos errores. Las nuevas concesiones a los kulakis, de abril de 1925 - el derecho de arrendar la tierra y emplear trabajo asalariado - entran en esa categoría. Algunas de estas concesiones fueron en sí mismas erró­neas, perniciosas e incluso desastrosas, como la capitu­lación ante los agentes de la burguesía en el movimien­to obrero británico y, peor aun, la capitulación ante la burguesía china. Pero el crimen principal de la orienta­ción política posleninista (y antileninista) consistió en presentar las concesiones importantes como triunfos del proletariado, y los reveses como avances, en inter­pretar el incremento de las dificultades internas como un avance triunfal hacia la sociedad socialista a escala nacional.

Esta labor traicionera hasta la médula, de desarme teórico del partido y de ahogo de la vigilancia del prole­tariado, se realizó durante seis años bajo el disfraz de la lucha contra el “trotskismo”. Las piedras angulares del marxismo, la metodología fundamental de la Revolu­ción de Octubre, las lecciones principales de la estrate­gia leninista fueron sometidas a una revisión grosera y violenta que reflejaba la apremiante necesidad de or­den y tranquilidad del funcionario pequeñoburgués que resurgía. La concepción de la revolución permanente, el vínculo verdadero e indestructible que une a escala mundial al destino de la república soviética con la marcha de la revolución proletaria, fue lo que más enfureció a estas capas sociales nuevas, conservadoras, profun­damente convencidas de que la revolución que las había elevado a posiciones dirigentes ya había cumplido con su misión.

Mis críticos del campo democrático y socialdemó­crata me explican, muy seguros de sí mismos que Rusia no está “madura” para el socialismo y que Stalin tiene toda la razón al conducirla de vuelta a la senda capita­lista por un rumbo zigzagueante. Es cierto que a ese proceso, que los socialdemócratas llaman con verdade­ra satisfacción “restauración del capitalismo”, Stalin lo llama “construcción del socialismo a escala nacional”; pero puesto que ambos se refieren a lo mismo, la dife­rencia terminológica no nos debe ocultar su identidad básica. Aun suponiendo que Stalin realiza su obra con plena conciencia de lo que hace, lo que es totalmente imposible, se vería obligado, no obstante, a llamar so­cialismo al capitalismo para disminuir los roces. Cuanto menos comprende los problemas históricos fundamen­tales, mayor es la confianza con que puede proceder. Al respecto, su ceguera le ahorra la necesidad de mentir.

Sin embargo, la cuestión no está en saber si Rusia es capaz de construir el socialismo por sus propios medios. En términos generales, este problema no exis­te para el marxismo. Todo lo que la escuela stalinista elucubró al respecto en el plano teórico pertenece al dominio de la alquimia y la astrología. En el mejor de los casos, el stalinismo como doctrina constituirá una buena pieza para un museo de ciencias naturales dedicado a la teoría. La cuestión esencial radica en si el capitalismo es capaz de sacar a Europa de su atolla­dero histórico, si la India es capaz de librarse de la esclavitud y la miseria sin abandonar el marco del de­sarrollo capitalista pacifico, si China puede alcanzar el nivel cultural de Europa y Estados Unidos sin pasar por revoluciones y guerras, si Estados Unidos puede desarrollar sus fuerzas productivas al máximo sin con­ mover a Europa ni sentar las bases de una tremenda catástrofe para toda la humanidad a través de una guerra terrible. En esos términos se plantea la suerte última de la Revolución de Octubre. Si admitimos que el capitalismo sigue siendo una fuerza histórica progre­siva, que sus propios medios y métodos le permiten resolver los problemas fundamentales planteados a la orden del día por la historia, que es capaz de elevar a la humanidad a niveles superiores, ni siquiera cabe hablar de transformar a la república soviética en un país socialista. La conclusión seria que la estructura socialista de la Revolución de Octubre está condenada inexorablemente a la destrucción y que dejará como única herencia su reforma agraria democrática. ¿Quién realizaría este retroceso de la revolución proletaria a la burguesa: la fracción stalinista, una fracción de esta fracción, un cambio general - o más de uno - de la guardia política? Todas estas cuestiones son secunda­rías. Escribí muchas veces que esta regresión asumiría probablemente la forma política del bonapartismo, no de la democracia. En este momento, lo esencial es sa­ber si el capitalismo como sistema mundial sigue siendo progresivo. Es precisamente respecto de esta cuestión que nuestros adversarios socialdemócratas hacen gala de un utopismo lamentable, arcaico e impo­tente: un utopismo reaccionario, no progresivo.

La política de Stalin es “centrista”: vale decir, el stalinismo es una tendencia que oscila entre la social­democracia y el comunismo. El principal empeño “teórico” de la escuela stalinista, que surgió recién después de la muerte de Lenin, consiste en deslindar la suerte de la república soviética del proceso revolu­cionario mundial en general. Esto equivale a querer separar la Revolución de Octubre de la revolución mundial. El problema “teórico” de los epígonos[4] cristalizó en la forma de una contraposición del “trotskis­mo" con el leninismo.

Con el fin de desligarse del carácter internacional del marxismo y simultáneamente permanecer fieles al mismo en las palabras hasta nueva orden, en primer término tuvieron que enfilar sus cañones contra quie­nes enarbolaban las ideas de la Revolución de Octubre y el internacionalismo proletario. Es esa época, el prin­cipal entre todos ellos era Lenin. Pero Lenin murió en el momento límite de las dos etapas de la Revolución, de manera que no pudo defender la obra de toda su vi­da. Los epígonos recortaron sus libros y armados con citas de los mismos se lanzaron al ataque contra el Lenin viviente, al mismo tiempo que lo sacaban de su tumba en la Plaza Roja y también de la conciencia del partido. Como si hubiera previsto la suerte que corre­rían sus ideas poco después de su muerte, Lenin co­mienza su libro El estado y la revolución con las siguientes palabras, referidas a los grandes revolucio­narios:

“Después de muertos, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos y rodear sus nombres de cierta aureola para ‘consuelo’ de las clases oprimi­das y con el objeto de engañarlas a la vez que se castra y vulgariza la verdadera esencia de sus teorías revolu­cionarias y se mella su filo revolucionario.”

Es necesario agregar, por último, que en cierta ocasión N. K. Krupskaia tuvo la audacia de arrojar estas palabras proféticas en la cara de la fracción stalinista.

La segunda tarea de los epígonos consistió en repre­sentar la defensa y el desarrollo de las ideas de Lenin como una doctrina antileninista. El mito del “trotskis­mo” les prestó este servicio histórico. ¿Es necesario repetir que no pretendo ni jamás pretendí crear mi propia doctrina? Hice mis estudios teóricos en la escue­la de Marx. En lo que hace a métodos revolucionarios, cursé la escuela de Lenin. Si se quiere, el “trotskismo” es para mi un rótulo agregado a las ideas de Marx y de Lenin por los epígonos, que quieren romper a toda cos­ta con estas ideas, sin atreverse por hora a hacerlo abiertamente.

Este libro explicará algunos de los procesos ideo­lógicos mediante los cuales la actual dirección de la república soviética cambió su ropaje teórico para adap­tarlo a su cambio social. Demostraré cómo las mismas personas manifestaron posiciones diametralmente opuestas sobre los mismos acontecimientos, las mismas ideas y los mismos activistas políticos, en vida de Lenin y después de su muerte. En este libro me veo obligado a incluir una gran cantidad de citas, lo que, permí­taseme agregar de paso, es contrario a mi método lite­rario habitual. Sin embargo, tratándose de una lucha contra políticos que repentina y astutamente niegan su pasado inmediato mientras le juran fidelidad, es impo­sible prescindir de las citas, puesto que las mismas constituyen la prueba clara e irrefutable de lo que se busca demostrar. Si el lector impaciente tiene algún reparo en hacer parte de su viaje en etapas breves, le convendría tener en cuenta que el trabajo de reunir las citas, separar las más ilustrativas y establecer los nece­sarios vínculos políticos entre las mismas le habría resultado infinitamente más fatigoso que el de leer atentamente estos extractos característicos de la lucha entre dos campos a la vez tan próximos y tan inflexi­blemente antagónicos.

La primera parte de este libro es una carta que envié al Buró de Historia del Partido con ocasión del décimo aniversario de la Revolución de Octubre. El instituto me devolvió el manuscrito con una nota de protesta, ya que el mismo hubiera sido un elemento perturbador en la tarea de fabricar esas falsificaciones históricas sin precedentes que constituyen el aporte de esta institu­ción a la lucha contra el “trotskismo”.

La segunda parte de este libro comprende cuatro discursos que yo pronuncié ante los organismos más altos del partido entre junio y octubre de 1927, en el periodo en que la lucha ideológica entre la Oposición y la fracción stalinista alcanzó su máxima intensidad.[5] Entre los muchos documentos de los últimos años, es­cogí las versiones taquigráficas de estos cuatro discur­sos, porque constituyen, en forma sintética, una exposi­ción completa de las ideas en discusión y porque, en mi opinión, su continuidad cronológica le permite al lector aproximarse al dramático dinamismo de la lucha. Por otra parte, debo agregar que las numerosas analogías con la Revolución Francesa están dirigidas al lector francés, para facilitar su orientación histórica.

Recorté bastante los textos de los discursos con el fin de ahorrar repeticiones que, a pesar de todo, resul­tan inevitables. Escribí todas las aclaraciones necesa­rias en las breves introducciones a cada discurso, que se publican por primera vez en esta edición. En la URSS siguen siendo ilegales.

Por último, agrego un breve trabajo que escribí en 1928 en Alma-Ata, en respuesta a las objeciones plan­teadas por un adversario leal. Creo que este documen­to, ampliamente difundido en forma manuscrita, es la conclusión de todo el libro, ya que introduce al lector en la etapa más reciente de la lucha, que precedió en forma inmediata a mi expulsión de la URSS.

Este libro se refiere a un pasado muy reciente, con el único objetivo de relacionarlo con el presente. Más de un proceso de los mencionados todavía no ha culminado, más de una de las preguntas todavía no tie­ne respuesta. Pero cada día que pasa, verifica las ideas conflictivas. Este libro está dedicado a la historia contemporánea, es decir, a la política. Contempla el pasado únicamente como prólogo del futuro.



[1] Prólogo a la Révolution Défigurée. De La Révolution Défigurée. Traducido [al inglés] para este volumen [de la edición norteamericana] por Russell Block.

[2] El Tratado de Paz de Brest-Litovsk, que terminó la guerra de Alemania con el nuevo estado soviético, estaba redactado en términos extremadamente punitivos.

[3] Alexander Kerenski (1882-1970): ligado al ala derecha del Partido Social Revolucionario, primer ministro del Gobierno Provisional cuando éste fue derrocado por los bolcheviques.

[4] Epígonos (discípulos que corrompen las doctrinas de sus maestros): corrosivo término que aplicaba Trotsky a los stalinistas, que se reclaman leninistas.

[5] Tres de estos discursos se publican en The Stalinist School of Falsification. El cuarto discurso, pronunciado el 23 de octubre de 1927, cuando se ex­pulsó a Trotsky del Comité Central, se publicó en inglés en The Real Situation in Russia con el titulo El temor a nuestra plataforma, y aparecerá reproducido en The Challenge of the Left Opposition. El pequeño folleto al que se refiere Trotsky más adelante se titula Respuesta a una crítica amistosa, y también se lo reproduce en The Challenge of the Left Opposition.



Libro 1