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Cuadernos del CEIP N°1 (Agosto 2000)

Prefacio de los Congresos de la IV Internacional (II tomo)

Prefacio de los Congresos de la IV Internacional (II tomo)

 Por Rodolphe Prager

La Segunda Guerra Mundial no deja de ser un tema de actualidad, que genera vivas controversias. Con respecto a la guerra más “clásica”, la de 1914 – 1918, presenta facetas múltiples, muy contrastantes, en la que se entrelazan guerras civiles y enfrentamientos interimperialistas, y varios tipos de guerras en una. Las conquistas iniciales de Alemania, que extienden el reinado nazi a toda Europa, y que buscan perpetuar su dominación por el exterminio de millones de seres humanos, determinan el giro específico del conflicto. Los móviles imperialistas de los aliados tienden a borrarse frente a la opinión pública, para dejar aparecer sólo su misión “liberadora”.

 

Gran aceleradora de la historia, la guerra cuestiona a los regímenes y a los estados imperialistas enfrentados a una doble amenaza: la de los imperialismos rivales y la del peligro revolucionario, contenido en germen dentro de una conflagración mundial. La guerra también es temida por las diferentes direcciones del movimiento obrero. Se hizo costumbre, para las organizaciones reunidas bajo la II Internacional, despreciar durante la guerra los grandes ideales que alimentan los discursos dominicales de tiempos de paz, para atarse tras del carro del Estado nacional amenazado. Por poco que esto esté de acuerdo con los imperativos de la diplomacia soviética, el pavoroso ardor patriótico de los partidos stalinistas no tiene límites. Por el contrario, el combate de los revolucionarios aborda una fase decisiva en el que su programa y sus capacidades sufren una prueba de fuego. La guerra es una cuestión clave en la política proletaria. El éxito del partido revolucionario “depende ante todo de la política en la cuestión de la guerra” (Programa de Transición).
La política de los trotskistas se definió en las Tesis del Secretariado Internacional del 1 de mayo de 1934, redactadas por Trotsky: “La guerra y la IV Internacional”, frecuentemente citadas en los principales documentos del movimiento1. Estas retoman la orientación de Lenin durante la Primera Guerra y pregonan la estrategia del derrotismo revolucionario en un conflicto imperialista, cuya naturaleza se define con relación a los objetivos reales de los beligerantes, independientemente de sus formas de gobierno y de la vestimenta ideológica que utilicen. Las tesis rechazan, particularmente, la mentira de la cruzada de las “democracias” contra el fascismo. Es evidente que la responsabilidad de las “democracias” está fuertemente comprometida con el advenimiento del fascismo y con su supervivencia. Por otra parte, ¿su campo no comprende también a auténticas dictaduras en Polonia, Yugoslavia, Rumania, por ejemplo? No subsisten grandes trazas de democracia en tiempos de guerra, ésta se sustituye por un sistema policíaco-militar. Las organizaciones obreras son amenazadas y sus militantes llenan las prisiones y los campos de concentración. El objetivo del conflicto no es otro que la lucha por un nuevo reparto del mundo. El proletariado sólo será la víctima, no tomará parte de este reparto. Las metas imperialistas le son ajenas.
Respecto al derrotismo revolucionario, éste debe comprenderse en lo que realmente es, más allá de las traducciones simplistas, malintencionadas o sectarias. Así, la fórmula de Lenin, frecuentemente retomada: desear y combatir por la derrota de la propia burguesía, nunca tuvo el sentido de desear y facilitar la victoria de la burguesía adversa –esto es una necedad, decía Lenin2. Tampoco se trata de dejarse llevar hacia actos de sabotaje y de aventurerismo, el arma de los revolucionarios sigue siendo la acción de masas, sino que se trata de continuar e intensificar una lucha de clases intransigente durante el desarrollo de la guerra. “El enemigo está en nuestro propio país”. La derrota que se prevé es la resultante de la ofensiva revolucionaria del proletariado. “La derrota es el mal menor” significa que una derrota militar provocada por el desarrollo revolucionario es mucho más benéfica para el proletariado que una victoria obtenida por la “unión sagrada”; en sustancia todo esto recuerdan las tesis de la IV Internacional. Lenin creía que los fracasos y reveses militares a veces se revelan favorables al despertar la conciencia de masas y el impulso revolucionario. Es sólo aparentemente que esta hipótesis pueda verificarse en todo momento, y Lenin no llegó a ver las derrotas del tipo de junio de 1940* que significaron una tremenda postración en la clase obrera. La idea central que se debe destacar es que la continuidad de la lucha de clases y la salvaguarda del internacionalismo exigen una total disociación con los intereses nacionales de la burguesía. El derrotismo no es una consigna, no es una fórmula que sirve para todo, sino que debe considerar las condiciones concretas de cada conflicto para encontrar la solución apropiada.
Algunos comentarios dan a entender que el rechazo absoluto a la “defensa de la patria”, el derrotismo revolucionario, que se justifica totalmente en una guerra de posiciones, no tenía sentido y no encontraba campo de aplicación frente a las “victorias napoleónicas del ejército hitleriano”3. Es verdad que las condiciones de la lucha eran muy diferentes y se necesitaban otras alternativas tácticas, otras consignas. Pero, no obstante, el antagonismo entre la burguesía y el proletariado no se disipaba, muy por el contrario: la estrategia contrarrevolucionaria de los aliados se traslucía a cada paso. La unidad nacional se vuelve un engaño. Por cierto, no es a los trotskistas a los que se les puede reprochar el hecho de haber minimizado la diferencia entre regímenes democráticos o fascistas. No pensaron, en ningún momento, en confiar en la burguesía para combatir al fascismo, que debía ser vencido por el proletariado, con sus armas y objetivos propios. ¿Hubiera sido necesario vencer primero a Hitler? ¿“Comprometerse prioritariamente en la lucha armada para combatir al fascismo, para luego encarar la perspectiva de la revolución”, como se nos sugiere?4 Esta es una idea descabellada, inspirada en un falso realismo: la de esta transformación de los revolucionarios, que resignarían por un tiempo su programa, que renunciarían a sus objetivos para someterse a sus adversarios de clase, los cuales estaban más determinados que nunca en sus destinos reaccionarios. El desarme tiene un único sentido: sólo hay que recordar las amabilidades americanas prodigadas en Vichy, y su intento de ayudar desde el inicio a Darlan** y Giraud***, como también la masacre de los partisanos griegos a manos del ejército de Churchill. ¿Los revolucionarios renunciarían a su combate en lo más fuerte de la crisis del capitalismo internacional y de las relaciones sociales, para renacer de sus cenizas cuando la guerra terminara? ¿Con el objetivo de no luchar contra la corriente y sacrificarse a un pseudo fascismo? Sobrevivir a un suicidio político al menos sería una empresa arriesgada.
Incluso bajo la ocupación nazi, la lucha de clases continuaba, y más que nunca el combate revolucionario se libraba sin interrupciones. Las implicancias del derrotismo revolucionario: el internacionalismo proletario, la confraternización, la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, seguían teniendo candente actualidad. El hecho nuevo, la opresión nacional en el contexto de la guerra imperialista, era de primordial importancia para el accionar de los revolucionarios, y debía traducirse en acción. Algunos se equivocaron y lo subestimaron. Asimilar, de alguna manera, esta situación a la de los países coloniales, era cometer el error inverso. Participar en la lucha de masas contra la opresión nazi, sin concesiones al chauvinismo imperante, sin pactar con la burguesía, combatiendo con sus propios métodos de clase, era la línea directiva de los revolucionarios. Los trotskistas no la pusieron en práctica correctamente desde el principio, sino que lograron llegar a esto por correcciones sucesivas a medida que se borraban los traumatismos de junio de 1940. La reivindicación del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos debía agregarse al programa de la revolución proletaria.

La Resistencia oficial, o bien abrazaba la causa de los Aliados, o bien estaba subordinada a los servicios especiales anglo-americanos o gaullistas. Las relaciones con esta Resistencia tenían que ser independientes, para no terminar consintiendo con el Frente de los Franceses. Pero no hay que confundir esta estructura con los movimientos de masas y englobarlos con la misma reprobación. Tampoco hay que excluir una participación individual en estos movimientos para influenciar a algunos de sus miembros, o para permitir colaboraciones de orden técnico. Este trabajo no tuvo suficiente desarrollo por falta de efectivos y porque los trotskistas dieron prioridad a la lucha en las fábricas. Tampoco hubieran modificado sensiblemente las relaciones de fuerzas y el curso de los acontecimientos. Los fracasos de los trotskistas no provinieron de la falta de tácticas, sino de su situación a contra corriente y por la influencia del stalinismo sobre las masas. Una cierta dosis de “realismo” oportunista hubiera podido alterar la fisonomía del movimiento sin provecho alguno, sin alcanzar resultados maravillosos. No basta con aligerar su bagaje ideológico para tener grandes éxitos. Sería demasiado fácil y es una vieja ilusión. Al decir esto, nuestro propósito es encarar con mirada crítica toda la actividad trotskista, poniendo las cosas en su lugar. Este libro se dedica a mostrar todo, a decir lo que es, sin seleccionar lo “bueno” y lo “malo”.

La realidad de la Resistencia también tiene sus matices. A juzgar por la impresionante cantidad de obras que le fueron consagradas, uno puede imaginarse que toda Francia era resistente. Pero no fue así, y muchos autores lo demostraron. Extremadamente minoritarios, y en sus inicios a veces impopulares, las redes y los maquis sólo adquirieron carácter de masas a partir de 1943. Las reacciones populares no estaban tan exentas de contradicciones como parece. No olvidemos que el mariscal Pétain* tuvo en París, aun en la primavera de 1944, un caluroso recibimiento de parte de la multitud. Un homenaje rendido más hacia su persona que al régimen que encarnaba. La Resistencia tomó formas variadas y adquirió una influencia de masas más o menos importante, según las particularidades de los países implicados. Los movimientos partisanos en países con mucha población campesina, como en Yugoslavia, Polonia, Grecia, que se dedicaron temprano a la lucha, tuvieron un carácter muy diferente, verdaderamente popular y su evolución social fue más pronunciada.
La aplicación de nuevas tareas bajo la ocupación ponía de relieve uno de los pasajes del Programa de Transición, que varios de los delegados, durante el Congreso de Fundación de la IV Internacional**, habían querido enmendar o suprimir5: “En el pacifismo, e incluso en el patriotismo de los oprimidos hay un núcleo progresista que hay que saber apreciar para sacar de él las conclusiones revolucionarias necesarias”. Las polémicas en torno a esta frase fueron muchas, como se puede suponer. Pero este párrafo no hace ninguna conciliación con el social patriotismo y tiene el mérito, no de contentarse con la repetición de los grandes principios, sino de apoyar las reivindicaciones, incluso las parcialmente satisfactorias, capaces de hacer actuar a las masas y de despertar su espíritu crítico. Aun era necesario no equivocarse y encontrar una puesta en práctica adecuada. Sabemos por experiencia que, en circunstancias críticas, el sendero de una política justa que transita entre el oportunismo y el sectarismo es muy estrecho.
En otro orden de ideas, la “Política Militar del Proletariado”***, adoptada por el SWP**** de EE.UU. por sugerencia de Trotsky, encontró reacciones bastante negativas en amplias secciones de la IV. Trotsky atacó vivamente a las corrientes pacifistas y neutralistas americanas, dirigidas por el sindicalista John Lewis, que hacía campaña contra el servicio militar obligatorio. El Worker Party***** de Shachtman adhirió a esta campaña. Ubicándose en la tradición leninista6, Trotsky creía ridículos los discursos pacifistas contra la militarización, que ya era un hecho, mientras que la guerra hacía estragos7. El enfrentamiento de clases no podría evitar la lucha armada: a los obreros les interesa aprender el arte militar. “Un bolchevique se esfuerza por ser no sólo el mejor militante sindical, sino el mejor soldado”. En la perspectiva de armamento del proletariado, Trotsky retoma la reivindicación transitoria: creación de escuelas militares especiales para la formación de oficiales salidos de las filas de los trabajadores, funcionando juntamente con los sindicatos. Esta postura no es comprendida en numerosas secciones, como lo testimonia el gesto del PCR belga, que en su edición clandestina del Manifiesto de la Conferencia Internacional de mayo de 1940, realizada bajo la ocupación, se toma la libertad de censurar el párrafo dedicado a esta cuestión8. Este acto fue reprobado por la sección francesa y el Secretariado Europeo, quienes tenían una opinión menos rigurosa sobre la cuestión. La reproducción de los textos de la convención del SWP de septiembre de 1940 en el Boletín Regional de la zona sur provocó un clamor de los militantes, que unánimemente creían utópica y condenable esta política9. El RCP* británico tuvo una posición extremadamente reservada, pero sus voces más extremas, como la de Munis**, en México, se hicieron escuchar para gritar la traición. Es lamentable que el profundo debate internacional que el Secretariado Europeo quería hacer con las secciones europeas en 1945 no haya podido tener lugar, a causa de los temas que estaban en ese momento a la orden del día10.

La complejidad del problema se acrecienta por la interferencia de guerras de naturaleza diferente: guerra interimperialista que pone de relieve el derrotismo revolucionario, guerra que enfrenta a la URSS y a Alemania, en la que los trotskistas se pronuncian por la defensa de la URSS, guerra justa de China contra el Japón, en donde los trotskistas pelean por el triunfo de China. En lo que atañe a la defensa de la URSS, ésta no implica atenuar la hostilidad hacia la burocracia reinante, y sólo “se concibe si la vanguardia proletaria internacional es independiente de la diplomacia soviética”11. De esto se desprende que el proletariado no se convertirá en un aliado de los aliados imperialistas de la URSS y que su intervención contra su propio gobierno conserva la misma intensidad y no está afectada de ninguna manera: “En este sentido, su política no será diferente a la del proletariado de un país que combata a la URSS. Sólo en la naturaleza de las acciones prácticas pueden aparecer diferencias considerables, en función de las condiciones concretas de la guerra. Por ejemplo, sería absurdo y criminal, en caso de guerra entre la URSS y el Japón, que el proletariado americano sabotee el envío de municiones americanas a la URSS. Pero el proletariado de un país que combate contra la URSS debe recurrir a tales acciones: huelgas, sabotajes, etc.”12. Esta parte de la tesis fue muy cuestionada por Craipeau*** y Vereeken**** y vilipendiada por la ultraizquierda. Trotsky tuvo la oportunidad de ilustrar varias veces sobre este punto, sobre todo en la comisión Dewey, que investigaba los Procesos de Moscú, en EE.UU. Siguiendo el ejemplo de Vereeken, algunos militantes quisieron ver en esto un cambio de posición en la cuestión de la guerra. Estos declaraban que renunciar al sabotaje en un país aliado a la URSS, era renunciar al derrotismo revolucionario e inclinarse hacia la “unión sagrada*****”13. Independientemente de estas exageraciones que insistían con las resistencias doctrinarias contra las que Trotsky chocó, no se pueden ignorar las repercusiones que tuvieron la imbricación de los dos tipos de conflictos. La identificación, en los trabajadores, de la causa de la URSS con la de sus aliados le confirió más potencia a la corriente de «unión sagrada» y de chauvinismo antialemán. La puesta en práctica propagandística de la defensa de la URSS, a veces tomó una forma oportunista.

Lo que quizás llamará la atención, sobre todo en la lectura de los textos de este libro, es el divorcio entre algunas perspectivas y la realidad de posguerra. La previsión marxista es una herramienta indispensable para la acción, pero por supuesto, tiene sus límites. Define las características de un período y los posibles desarrollos que guiarán la intervención política y la elección de las consignas. No tiene nada de profecía que pretende describir un futuro que siempre será más rico, más inesperado y más caprichoso que las mejores previsiones. Por su parte, Trotsky era muy consciente de la relatividad de los pronósticos políticos, lo que no lo llevaba a poner freno a su audacia. En su justo término, es un elemento del combate político, con la reserva de no sucumbir al formalismo y de operar a tiempo los ajustes necesarios.
Que el agravamiento de las contradicciones del mundo capitalista y la guerra más devastadora engendran los más vastos levantamientos en todos los continentes, es una perspectiva que se ha verificado perfectamente, y los trotskistas son quienes la han profundizado más. Seguramente no es absurdo deducir de esto el punto de vista de una época revolucionaria sin precedentes que se corresponde con la crisis de un capitalismo vacilante. Condiciones tan excepcionales también son, por definición, las más favorables para la emergencia de un nuevo partido revolucionario, ya que la quiebra y el desmembramiento de las organizaciones de la II y de la III Internacional hacen sentir la necesidad de éste. Un punto crucial, difícil de aprehender, concernía a la capacidad de resistencia de la burocracia soviética en una tormenta semejante. Según Trotsky, como fenómeno transitorio, poco estable, ligado a una cierta relación de fuerzas internacionales, el poder de la burocracia no parecía poder sobrevivir a tal borrasca. En esta hipótesis, el stalinismo sufriría un golpe fatal que acrecentaría la posibilidad de transformación de la IV en organizaciones de masas. Esta posibilidad pareció confirmarse en los comienzos de la guerra, luego de la firma del pacto Stalin-Hitler* que sacudió seriamente a los partidos comunistas. La constatación que se impone es que, generalmente, la tendencia de las previsiones establecidas por Trotsky, y mucho antes, por Marx y Lenin, para no nombrar más que a ellos, tiende hacia un acortamiento de los plazos históricos a la medida de una existencia humana. El análisis referido a la relación de fuerzas entre las clases en movimiento se esfuerza en estudiar las potencialidades que pueden ser explotadas para la acción política. Interviene en este estadío la dialéctica compleja de factores objetivos y subjetivos. El análisis faltaría a su objetivo si no tomara en cuenta los giros bruscos, las prodigiosas aceleraciones que marcan en ciertas etapas al proceso histórico. Al tomar el partido una prudencia excesiva, este análisis podría volverse contemplativo, objetivista, con el riesgo de desterrar su espíritu ofensivo.
Obligados a aliarse a la URSS para terminar con la terrorífica maquinaria militar alemana, los imperialistas occidentales dejaron durante mucho tiempo agotarse a los dos beligerantes en el frente ruso, para debilitar a su inoportuno aliado, la URSS. Los generales americanos de renombre se preguntaban si no se habían equivocado de enemigo. Finalmente, Roosevelt y Churchill debieron pagar caro la alianza contrarrevolucionaria con Stalin para salvaguardar al mundo capitalista. Aunque habiendo acumulado enormes errores y estando al borde de su pérdida durante las espantosas ofensivas de la Wehrmacht, el hundimiento general del imperialismo le permitió a la burocracia salir fortalecida de la guerra. El prestigio del stalinismo, su influencia sobre las masas, y por ende, sus capacidades contrarrevolucionarias se acrecentaron en proporciones desconocidas hasta entonces. Fue un obstáculo enorme que se erigía frente al ascenso revolucionario, que se conjugaba con el de la socialdemocracia, relegada a un segundo plano. Esta fue una de las causas que limitó la oleada de 1943 - 1947 y la condenó al fracaso. Pero no fue la única.
Con el estallido de la segunda guerra, esta vez no hubo fervor patriótico, los hombres fueron al frente resignadamente. Por el contrario, al salir del terror nazi, de las deportaciones y ejecuciones sumarias, la exasperación del sentimiento nacional volvió más difusas las fronteras de clase. El entusiasmo de la Liberación, el recibimiento eufórico dado a los «liberadores», dejaron poco espacio al sentimiento antiimperialista. Tales estados de ánimo, que encontraban argumento en las campañas ultrachauvinistas del stalinismo, imbuido de su nuevo papel de partido de gobierno, limitaban el impacto de la acción revolucionaria. Los sentimientos de las masas no eran los mismos al final de la Primera Guerra, aunque frecuentemente se comparaban. La generación de la guerra de trincheras, que le ponía una flor al fusil, experimentó una irresistible aversión contra la inmensa carnicería, y al patriotismo le sucedió la firme resolución de combatir a los responsables de la matanza para “no pasar nunca más por esto”. Es verdad que, estimulada por el aliento de la revolución rusa, esta generación se lanzó hacia la toma del poder. Su compromiso político se traducía en la radicalización del movimiento obrero y en la ruptura con el reformismo. Los nuevos partidos nacieron a partir de fracciones de izquierda existentes en los partidos socialistas.
Sin embargo, la aspiración al cambio se manifestó en 1944, y la iniciativa popular fue pisoteada por las prerrogativas de las instituciones puestas en marcha a toda prisa. La lista de los nuevos prefectos ya había sido designada antes en Argelia por el gobierno de De Gaulle, cuidadoso de evitar todo vacío de poder cuando se produjera la partida de la Wehrmacht. No bien vuelto de su exilio en Moscú, Thorez ** tuvo que imponer su autoridad para lograr que las armas sean devueltas a las autoridades. Pregonó “un solo ejército, una sola policía, una sola administración”, luego entonó el himno a la producción: “Producir ahora, pelear por reivindicaciones después... la huelga es el arma de los trusts”. Tuvo bien merecidos los homenajes póstumos de De Gaulle, quien se felicitó por haber recurrido a los ministros comunistas en su gobierno. El flujo de adhesiones registrado en los partidos obreros tradicionales batió todos los récords, y la voluntad popular se expresó, además, por la vía de las urnas, que dio la mayoría absoluta a socialistas y comunistas en la Cámara de diputados. Hecho instructivo: los dos partidos renunciaron a hacer uso de esta mayoría para constituir un gobierno a su imagen.
El peso de las derrotas de 1923 a 1939 no fue el mismo en el proletariado de todos los países europeos. Los trabajadores italianos, sometidos durante más tiempo al yugo fascista, dieron muestras de una gran combatividad y lucidez en 1943, a la caída de Mussolini, comprometiéndose de entrada en la construcción de embriones de soviets. El movimiento obrero había salido reforzado, mejor estructurado, transformado, de las batallas de 1936. Pero ahora se erigía el primer estado obrero, con la aureola de sus éxitos militares, y dotado de colosales medios para oponer una barrera contra la extensión de la revolución. No concebía más que anexiones territoriales estratégicas sometidas a su control absoluto. A su vez, esta extensión de la esfera de influencia soviética, estas nuevas conquistas podían percibirse como la confirmación de las altas cualidades de la estrategia stalinista, del basamento de toda una política.
La experiencia muestra que el movimiento obrero tradicional, el mejor implantado, el más sólidamente estructurado, es el que ofrece también una mayor resistencia a la irrupción revolucionaria. Tiende a reducir la espontaneidad revolucionaria y las oportunidades de desbordes, y si no puede evitarlos, toma el control de los aparatos políticos y sindicales. Este problema no es nuevo, ya había preocupado a la III Internacional en su tercer y cuarto Congreso. Contrariamente a lo esperado, la preeminencia socialdemócrata en el movimiento obrero en un gran número de países europeos no fue enfrentada de manera decisiva por la Internacional Comunista. Por cierto, una mayor madurez de los jóvenes partidos comunistas, una política de frente único bien entendida, hubiera permitido limitar la influencia de estos partidos. No es menos cierto que el peso de la tradición le asegura al reformismo una capacidad de resistencia y una longevidad cuya imprevisión contribuiría a una importante cantidad de pronósticos optimistas de la III y luego de la IV Internacional. Los trabajadores no cambian de organización como de marca de auto. No les basta con que les muestren una nueva bandera o un nuevo programa, por justo que éstos sean. Incluso insatisfechos y desconfiados frente al partido al que pertenecen, no se resignan a cambiar más que en última instancia. Y esto por la simple razón que estas organizaciones constituyen sus instrumentos de defensa y de lucha cotidiana, que no pensarían en reemplazar más que si su fracaso irremediable pareciera garantizado, y a condición que una nueva formación bastante fuerte y creíble, que ya se haya probado, pretenda tomar la delantera.
Un muy pequeño número resuelve comprometerse con las organizaciones minoritarias de vanguardia. Aunque las posibilidades de extensión de estos movimientos sean otras en la actualidad que en los años ‘40, éstos no pueden llegar a crear partidos revolucionarios de masas por la simple vía de la extensión progresiva. El desarrollo de tales partidos presupone que las organizaciones tradicionales se debiliten mucho por crisis profundas, provocando la salida de sectores enteros de sus miembros. Así se formaron los partidos comunistas y más o menos así podría ser para los partidos de la IV Internacional.
El factor de la tradición obrera -por razones bien conocidas- interviene al contrario más débilmente en las regiones con fuerte dominación campesina, en donde una dirección revolucionaria puede alcanzar una influencia de masas determinante en plazos más cortos. El ejemplo clásico es, naturalmente, el de la Revolución Rusa que vio al Partido Bolchevique desbordar las organizaciones reformistas en el curso de algunos meses. La resolución por parte del proletariado de las tareas en suspenso de la revolución democrática, de la reforma agraria y de la emancipación nacional favorece la toma del poder en los países poco desarrollados económicamente. Comparativamente, esta resolución es más ardua en las naciones altamente industrializadas.

El balance de la IV Internacional a lo largo de la guerra, presentado sin hipocresía, es verdaderamente positivo y justifica un legítimo orgullo. Las críticas negativas, pecan en general por el desconocimiento global del tema. Citan episodios aislados de contexto, “ignoran” que las desviaciones o debilidades fueron superadas y autocriticadas, le reprochan a la IV Internacional no haber recorrido un camino sin errores. Al hacer esto, no se percatan que se sacrifican un poco al mito de la infalibilidad, que es una invención stalinista. Trotsky tenía buenas razones para incluir en las tesis “La guerra y la IV Internacional” un extenso pasaje que recuerda la falsificación stalinista de la historia del partido bolchevique, con el fin de destacar que, para prepararse para esta dura prueba, “incluso el partido más revolucionario y más templado no podrá en ese momento (cuando se declare la guerra) resistir en su totalidad”. Es necesario recordar las fluctuaciones que se produjeron en el partido bolchevique en 1914. Sus diputados en la Duma firmaron con los parlamentarios mencheviques, “una declaración social patriótica teñida de un internacionalismo pacifista”. El trabajo ilegal cesó casi totalmente durante un tiempo. Enseguida hubo una rectificación del rumbo, pero a decir verdad, casi todos los diputados del partido se delimitaron del derrotismo revolucionario preconizado por Lenin. Para no hablar de la orientación socialpatriótica de la Pravda en marzo de 1917, por influencia de Stalin y Kamenev, al inicio de la revolución.
Por más que los trotskistas se prepararon para esta situación, no estuvieron totalmente inmunizados contra la presión de los sucesos después de la derrota de junio de 1940. El momento era más trágico que en 1914. También hay que considerar que las crisis internas y las divisiones que habían sufrido, en un momento de retroceso obrero marcado por el fracaso de la huelga general del 30 de noviembre de 1938, les hicieron abordar la guerra en las peores condiciones. El estado de las fuerzas disponibles luego de las movilizaciones -principalmente de los militantes más jóvenes y de las mujeres- no fue tan catastrófico como lo predijo Trotsky, quien, pintando un cuadro muy sombrío, daba a entender que en Francia tres o cuatro militantes permanecerían fieles, escapando a los arrestos y a la movilización14. Se comprenderá que la intención no era negar las capacidades de la sección francesa, no importa cuáles fueran sus lagunas en materia de organización -el “mal francés”-, sino insistir sobre las circunstancias totalmente excepcionales a las que se vieron enfrentados, capaces de cuestionar la supervivencia de una organización.
Las condiciones de la lucha y los problemas originales que surgen de improviso exponen naturalmente a los revolucionarios a cometer errores más graves que en tiempos ordinarios. No siguen siendo menos revolucionarios si no reniegan, si prosiguen la lucha, si corrigen sus faltas; entonces no hay que someterlos al rigor.
A quienes dudaban de la oportunidad de construir la IV Internacional en un período de retroceso, con fuerzas débiles, la guerra les dio una rápida respuesta. Ésta enfrentó valientemente la violencia, las persecuciones de los regímenes democráticos, fascistas y de los asesinos stalinistas, que se encarnizaron con sus organizaciones. Permaneció fiel a sus convicciones revolucionarias. A pesar de las graves pérdidas que tuvo que lamentar y de algunos quiebres individuales inevitables, hay que destacar que no sólo mantuvo sus fuerzas, sino que las reforzó y rejuveneció en Gran Bretaña, EE.UU., Francia y otros países. Si bien, por los límites de la situación revolucionaria y por el resurgimiento stalinista, no pudo realizar la descontada apertura hacia las masas, vio nacer nuevas secciones en América latina, los Países Bajos, Italia, India, Egipto, Chipre, etc.

La Internacional es un instrumento político irremplazable en una época difícil en la que los problemas se mundializan y en la que las visiones nacionales se vuelven inoperantes. Ofrece la posibilidad de superar las particularidades y de contener las fuerzas centrífugas llamadas a acentuarse en situaciones críticas. Basta con referirse a la Conferencia Europea de febrero de 1944 para juzgar los frutos de una búsqueda y de un debate internacionales que reorientaron al movimiento y unificaron sus puntos de vista y sus objetivos.

Por último, el esfuerzo de ayuda mutua, de solidaridad moral y material, tan vital en la adversidad, debe ser destacado. El SWP de EE.UU. ayudó materialmente a las secciones europeas en 1939 y retomó las comunicaciones a partir de 1944-45. El homenaje debe hacerse a los militantes de este partido que, atravesando los océanos, aseguraron la conexión con los trotskistas de un gran número de países. Bajo el impulso de su dirigente, James P. Cannon, el SWP desde 1936 habían emprendido un trabajo en la marina mercante y en los sindicatos marítimos. La “fracción marítima” se amplió mucho durante la guerra y llegó a 150 militantes que apoyaron moralmente y que transmitieron información y documentación a los militantes de India, Australia, Sudáfrica, Antillas, Cuba, Gran Bretaña, Francia, Italia. En Murmansk, en la URSS, difundieron volantes en ruso. Los convoyes de navíos fueron atacados regularmente por los submarinos alemanes, que hundieron un gran porcentaje de barcos. Siete militantes murieron en alta mar. Otros fueron rescatados del naufragio. Durante la guerra, varios dirigentes conocidos del SWP estaban en la marina: Joseph Hansen, Sam Gordon, Frank Lovell (su barco se hundió frente a las costas de Islandia), Tom Kerry, Art Sharon, Morris Chertov y George Clark (cuyo barco se hundió cerca de la costa atlántica de Estados Unidos). El internacionalismo no tenía valor simbólico para estos militantes que pagaron con sus vidas para mantener viva a la IV Internacional15. Se puede medir mejor hasta qué punto el papel del SWP, que tuvo que soportar una pesada carga en la conducción de la Internacional, fue capital.
La evocación del combate de la IV Internacional no se concibe omitiendo la amplitud de la represión que la golpeó y las pérdidas tan dolorosas, que alcanzaron a sus mejores cuadros y dirigentes, que tuvo que lamentar. Las pérdidas se hicieron sentir duramente a fines de la guerra. Lamentablemente, no se puede establecer un listado exhaustivo de estas víctimas. Sin embargo, hemos querido hacer figurar una lista en anexo que, seguramente, tendrá numerosas lagunas. Los trotskistas fueron perseguidos en todos los países, en todos los regímenes, y sufrieron además la venganza asesina del stalinismo que persiguió a sus militantes hasta las prisiones y los campos de concentración.
En Francia, es a partir de 1939-40, durante el gobierno Daladier que cinco miembros del POI* (Steve, Rigaudias, Baufreres, entre sus dirigentes), y luego diez militantes del grupo Frank-Molinier, entre ellos Margne y Boussel-Lambert, fueron apresados. Más de 150 trotskistas franceses fueron detenidos o deportados durante la ocupación. Treinta y cinco a cuarenta muertos, fusilados como Jean Meichler, Marc Bourhis, Henri Lebacher y André Thiolon, asesinados como Robert Cruau y Marcel Hic, principal dirigente del movimiento, o muertos en los combates de la “liberación”, como Henri Molinier, uno de los fundadores de la Oposición de Izquierda, y el joven obrero Henri Van Hulst. Sin olvidar al viejo dirigente comunista italiano Pietro Tresso y sus tres camaradas, liquidados aparentemente por los stalinistas en un maquis de la Haute-Loire. La sección belga también fue atacada. Gran parte de sus deportados no sobrevivieron a los horrores de Neuengamme y Auschwitz, entre ellos destacados dirigentes como León Lesoil, fundador de la sección y principal dirigente, y Abraham León-Wajnsztok, secretario del partido durante la guerra, miembro del Secretariado Europeo. En los Países Bajos, ocho miembros de la dirección del antiguo RSAP, entre ellos Sneevliet, quien inspiró la política de la III Internacional en los países coloniales, Menist y Dolleman fueron condenados a muerte y fusilados el 13 de abril de 1942. En Polonia, la sección desapareció. En Austria, los trotskistas fueron arrestados, condenados desde 1936, deportados en 1938 y sufrieron grandes pérdidas en los campos. Dos dirigentes, Joseph Jakobovits y Franz Kascha son fusilados en 1944. La sección alemana fue diezmada por los procesos nazis del 36-37. Durante la guerra, perdió dirigentes como Walter Held, asesinado por la GPU, Widelin-Monat, asesinado por la Gestapo en París en julio de 1944, y el antiguo miembro de la dirección del PC alemán, Werner Scholem, asesinado en Buchenwald en agosto de 1940. Los trotskistas griegos tuvieron que lamentar muchos asesinatos, en su gran mayoría, imputables al stalinismo. Entre ellos, el eminente dirigente Pouliopoulos, antiguo secretario del PC, y Xypolitos, Yannakos, Verouchis, Doxas, Makris, Tatsis, Dimitriadis, Krokos, todos cuadros del movimiento.
Las pérdidas trotskistas en Indochina fueron especialmente elevadas, sobre todo a manos de los stalinistas que asesinaron al popular dirigente Ta Thu Thau, y a sus camaradas Phan Van Hum, Tran Van Trach, Huynh Van Phuong, entre muchos otros. Los trotskistas chinos fueron alcanzados a la vez por las fuerzas japonesas, por las de Chiang Kai Shek y las de Mao Tsé Tung, y perdieron a uno de sus dirigentes: Chen Chi Chang. En Ceylan, los dirigentes más conocidos fueron arrestados a comienzos de la guerra, se fugaron y retomaron la lucha en India, en donde fueron nuevamente arrestados en compañía de numerosos militantes indios. En Palestina, varios trotskistas permanecieron en prisión durante la guerra.
Incluso la apacible Suiza apresó a los trotskistas en 1940 y los procesó en 1942. En Gran Bretaña, militantes extranjeros, como Pierre Frank, fueron internados en campos, y dirigentes del RCP fueron arrestados y perseguidos en 1944. Por último, en el “corazón de la democracia”, en Minneapolis, EE.UU., en octubre de 1941 se desarrolló un proceso contra veintiocho sindicalistas y responsables del SWP. Dieciocho de ellos sufrieron condenas de 12 a 16 meses de prisión, que purgaron en 1944. Los principales líderes del partido estuvieron implicados y fueron apresados: James P. Cannon, Farrell Dobbs, Albert Goldman, Felix Morrow, Grace Carlson, Vincent Raymond, Dunne... Una gran campaña pública, que encontró gran eco y sirvió al SWP, recorrió todo el país. El trotskismo obsesionaba el espíritu de las potencias que temían un coletazo revolucionario, y este puñado de hombres y mujeres eran verdaderamente la bestia negra de la reacción y del stalinismo.