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Escritos de León Trotsky (1929-1940)

La entrevista Stalin-Howard

La entrevista Stalin-Howard

La entrevista Stalin-Howard[1]

 

 

18 de marzo de l936

 

 

 

¿ Cuál es la lección de la experiencia de Mongolia?

 

Desde el punto de vista práctico, el elemento más importante de la entrevista que Stalin concedió a Roy Howard es la advertencia de que la URSS intervendría inevitablemente en caso de un ataque japonés contra la República Popular de Mongolia. En términos genera­les, ¿es correcto formular esta advertencia? Opinamos que sí. No es correcto solamente porque se trata de la defensa de un estado débil contra un animal de presa imperialista: si así fuera, la URSS estaría constantemente en guerra con todos los estados imperialistas del mundo. La Unión Soviética es demasiado débil como para asumir esa tarea y, agregamos inmediatamente, esa debilidad es lo único que justifica el "pacifismo" de su gobierno.

Pero en el caso de Mongolia se trata de la posición estratégica de Japón en la guerra contra la URSS. En este terreno es absolutamente necesario fijar los limites de la retirada.

Hace algunos años, la Unión Soviética entregó a Japón una posición de gran importancia estratégica, el Ferrocarril Oriental de la China[2]. En su momento, la Internacional Comunista aclamó la medida como acto voluntario de pacifismo. En realidad, fue una medida obligada por la debilidad. Los imperialistas tenían las manos libres debido a que la política del "Frente Nacio­nal" de la Comintern había provocado la derrota de la revolución china de 1925-27. Al entregar una línea fe­rroviaria de inmensa importancia estratégica, el gobierno soviético facilito la conquista japonesa de territorios del norte de China y el actual asalto a Mongolia. A esta altura de los acontecimientos debería ser claro hasta para los ciegos que la entrega del ferrocarril no se debió a un pacifismo abstracto (lo cual hubiera cons­tituido un acto de imbecilidad y traición lisa y llana), sino a una relación de fuerzas desfavorable: la revolu­ción china estaba aplastada y el Ejército Rojo y la Mari­na Roja no estaban preparados para la lucha.

En estos momentos la situación, desde el punto de vista militar, ha mejorado tanto que el gobierno sovié­tico está en condiciones de pronunciar un veto categó­rico respecto del problema mongol. No podemos menos que saludar alborozados el fortalecimiento de la posi­ción de la URSS en Extremo Oriente, así como la actitud critica del gobierno soviético con respecto a la capaci­dad del Japón -desgarrado por contradicciones inter­nas- para lanzarse a una guerra prolongada y en gran escala. Debe señalarse que la burocracia soviética, muy valiente en el trato con sus propios trabajadores, tiende a aterrorizarse cuando se enfrenta a los enemigos impe­rialistas: el pequeñoburgués no tiene miramientos con el proletario, pero siente un temor reverencial por el gran burgués.

La fórmula oficial de la política exterior de la URSS, difundida ampliamente por la Comintern, dice: "No queremos conquistar un solo centímetro de tierra ex­tranjera; no entregaremos un centímetro de la nues­tra." Sin embargo, en la cuestión de Mongolia, la de­fensa de "nuestra propia tierra" no se plantea para nada: Mongolia es un estado independiente. Este pe­queño ejemplo basta para demostrar que la defensa de la revolución no se puede reducir a la defensa de las fronteras. El verdadero método de defensa consiste en debilitar las posiciones del imperialismo y fortalecer las del proletariado y los pueblos coloniales del mundo entero. Ante una relación de fuerzas desfavorable, la necesidad de defender la base principal de la revolución puede obligar a la entrega de muchos "centímetros" de territorio al enemigo, como sucedió en la época de Brest-Litovsk y también, en parte, en el caso del Ferro­carril Oriental de la China. Por otra parte, una relación de fuerzas favorable coloca al estado obrero ante el deber de ayudar al movimiento revolucionario de otros países, no sólo en el sentido moral, sino también, de ser necesario, con la fuerza armada: las guerras de emancipación son un componente integral de las revo­luciones de emancipación.

De esa manera, la experiencia de Mongolia destru­ye la ideología del pacifismo conservador, para el cual las fronteras históricas son una especie de Diez Manda­mientos. Las fronteras de la URSS son tan sólo las trin­cheras de vanguardia momentáneas de la lucha de cla­ses. Ni siquiera se justifican desde el punto de vista nacional. Para dar un ejemplo entre muchos: la fronte­ra nacional divide al pueblo de Ucrania en dos. En condiciones favorables, el Ejército Rojo tendría el deber de ayudar a la Ucrania Occidental, atrapada en las ga­rras de los verdugos polacos. No resulta difícil imaginar el poderoso impulso que la unificación de una Ucrania obrera y campesina significaría para el movimiento revolucionario polaco y europeo en general. Las fron­teras nacionales constituyen trabas para las fuerzas productivas. La tarea del proletariado no consiste en mantener el statu quo, es decir, perpetuar las fronteras nacionales, sino, por el contrario, bregar por su eliminación revolucionaria con el fin de crear los Estados Unidos Socialistas de Europa y del mundo entero. Pero para que esa política internacional sea viable, si no en el presente entonces en el futuro, es imperioso que la Unión Soviética se libere de la burocracia conservadora y su mito del "socialismo en un solo país"[3].

 

¿En dónde residen las causas de la guerra?

 

Cuando Howard preguntó cuáles eran las causas subyacentes en la amenaza de guerra, Stalin, fiel a la tradición, respondió: "en el capitalismo". Citó como prueba la guerra anterior, "fruto del deseo de repartir el mundo". Pero es notable que apenas Stalin pasa del pasado al presente, de difusos recuerdos teóricos a la política concreta, el capitalismo desaparece al ins­tante, ocupando su lugar ciertas camarillas malignas in­capaces de aprehender las bondades de la paz. Ante la pregunta de si la guerra es inevitable, Stalin respon­de: "En mi opinión, las posiciones de los amigos de la paz se fortalecen. Los amigos de la paz pueden trabajar abiertamente (!), se basan en la fuerza de la opinión pública y disponen de instrumentos tales como, por ejemplo (!!!), la Liga de las Naciones. Esto es una ven­taja para los amigos de la paz... Por su parte, los ene­migos de la paz se ven obligados a trabajar en secreto. Esta es una desventaja para los enemigos de la paz. Digamos de paso que, precisamente por eso (?) pueden lanzarse a una aventura militar como acto de desesperación."

Así descubrimos que la humanidad no se divide en clases ni en estados imperialistas beligerantes, sino en "amigos" y "enemigos" de la paz, o sea en santos y pecadores. La causa de la guerra (si no de las pasadas, al menos de las futuras) no radica en el capitalismo y las contradicciones irreconciliables que engendra, sino en la mala voluntad de los "enemigos de la paz", que "trabajan en secreto", mientras los negreros france­ses, británicos, belgas, etcétera hacen lo suyo a plena luz del día. Pero precisamente porque los enemigos de la paz, como todos los espíritus malignos, trabajan en secreto, posiblemente se lancen, presas de la deses­peración, a una aventura. ¿A quién sirve esta mezco­lanza filosófica? A lo sumo, a una sociedad de ancianas damas pacifistas.

Ya hemos dicho en otra ocasión que el acuerdo entre Francia y los soviets le da mayores garantías a aquéllos que a éstos. En las negociaciones con París, Moscú hizo gala de una gran falta de firmeza o, dicho en térmi­nos más crudos, Laval engañó a Stalin. Los aconteci­mientos de Renania[4] confirman irrefutablemente que, con una evaluación más realista de la situación, Moscú hubiera podido arrancarle a Francia garantías mucho más sólidas, en la medida que pueda conside­rarse que un pacto "garantiza" algo en esta época de cambios abruptos, crisis constantes, conmociones y realineamientos. Pero ya hemos dicho que la burocracia soviética se muestra mucho más firme en la lucha con­tra la vanguardia obrera que en las negociaciones con la diplomacia burguesa.

Pero sea cual fuere la evaluación del pacto franco-soviético, ningún revolucionario proletario serio niega o negó el derecho del estado soviético de concluir acuerdos temporales con Francia o con algún otro estado imperialista con el fin de lograr un apoyo auxiliar a su inviolabilidad. Sin embargo, eso no requiere en mo­do alguno que llamemos a lo negro blanco, ni que lla­memos "amigos de la paz" a los bandidos sanguinarios. Podríamos tomar al nuevo aliado, la burguesía francesa, como ejemplo digno de imitación: al cerrar el trato con los soviets, la burguesía francesa presenta su posición con gran sobriedad, sin alardes líricos, sin gas­tarse en cumplidos, inclusive con una constante nota de advertencia al gobierno soviético. Debemos decir la verdad, por amarga que resulte. Laval, Sarraut y compañía[5] han mostrado una dignidad y firmeza mu­cho mayores en defensa de los intereses del estado bur­gués, que Stalin y Litvinov al servicio del estado obrero.

¡Resulta por cierto muy difícil concebir estupidez más perversa que la de clasificar a los piratas del mun­do en amigos y enemigos de la paz! En cierto sentido podría hablarse de amigos y enemigos del statu quo, pero esto es algo completamente distinto. El statu quo no es una organización para la "paz", sino la opre­sión infame de la abrumadora mayoría de la humanidad a manos de una minoría. El statu quo se mantiene me­diante la guerra constante dentro y fuera de las sacrosantas fronteras (Inglaterra: en la India y Egipto; Fran­cia: en Siria; de la Rocque: en Francia). La diferencia entre ambos bandos, que además son muy inestables, reside en que algunos piratas siguen considerando que por el momento es aconsejable defender las fronteras de opresión y esclavitud existentes por la fuerza de las armas, mientras que otros piratas preferirían destruirlas ya. Esta correlación de apetitos y de planes cambia constantemente. Italia es partidaria del statu quo en Europa pero no en Africa; sin embargo, todo ataque a las fronteras africanas se refleja inmediatamente en Europa. Cuando Mussolini logró masacrar a varios miles de etíopes, Hitler resolvió enviar sus tropas a Renania. ¿Cómo clasificamos a Italia: amiga o enemiga de la paz? Y sin embargo, Francia valora su amistad con Italia mucho más que su amistad con la Unión Sovié­tica. Mientras tanto, Inglaterra trata de granjearse la amistad de Alemania.

Los "amigos de la paz" trabajan abiertamente (¡quién lo hubiera pensado!) y disponen "de instrumentos tales como, por ejemplo, la Liga de las Nacio­nes". ¿Con qué otros "instrumentos" cuentan los ami­gos de la paz aparte de la Liga de las Naciones? Evi­dentemente, con la Comintern y el Comité Amsterdam-­Pleyel. Stalin se olvidó de mencionar estos "instrumen­tos" auxiliares, en parte porque no les da gran impor­tancia, y en parte por no asustar innecesariamente a su interlocutor. Pero Stalin sí trasforma a la Liga de las Naciones, totalmente desacreditada a los ojos de la hu­manidad, en un pilar de la paz, en el puntal y la espe­ranza de todas las naciones.

Para aprovechar los antagonismos imperialistas entre Francia y Alemania no existía ni existe la menor necesidad de idealizar al aliado burgués, ni al acuerdo interimperialistas que se oculta temporalmente tras la Liga de las Naciones. El crimen no radica en haber con­certado tal o cual acuerdo práctico con los imperialistas, sino en que tanto el gobierno soviético como la Comintern embellecen deshonestamente a sus aliados circunstanciales y a la Liga; engañan a los obreros con las consignas de desarme y "seguridad colectiva"; con ello, se trasforman activamente en agentes políticos del imperialismo en relación con las masas trabajadoras.

 

El programa del Partido Bolchevique que Lenin re­dactó en 1919 responde a todas estas cuestiones con notable claridad y sencillez. ¿Quién se acuerda de este documento en el Kremlin? Para Stalin y compañía, has­ta el documento ecléctico recopilado por Bujarin en 1928 resulta un estorbo molesto. Por eso nos parece oportuno citar los párrafos del programa del Partido Bolchevique relativos a la Liga de las Naciones y a los amigos de la paz. Helo aquí:

"La presión creciente por parte del proletariado, y sobre todo las victorias de éste en distintos países, tien­den a acrecentar la resistencia de los explotadores y a engendrar nuevas formas de unificación internacional de los capitalistas (Liga de las Naciones, etcétera), que, organizando a escala mundial la explotación sistemática de todos los pueblos del mundo, concentran sus esfuerzos inmediatos en la supresión directa de los mo­vimientos revolucionarios del proletariado de todos los países.

"Esto conduce inexorablemente a la correlación de la guerra civil en los estados individuales con las gue­rras revolucionarias, tanto de los países proletarios que se defienden como de los pueblos oprimidos que luchan por sacudirse el yugo de las potencias imperialistas.

"Dadas las circunstancias, las consignas de pacifis­mo, desarme internacional bajo el capitalismo, tribu­nales arbitrales, etcétera, son, además de una utopía reaccionaria, un engaño a los trabajadores para desar­mar al proletariado y distraer a los obreros de la tarea de desarmar a los explotadores."

Esta es precisamente la obra criminal que realizan Stalin y la Comintern: siembran utopías reaccionarias, engañan a los trabajadores, desarman al proletariado.

 

El "cómico malentendido" sobre la revolución mundial

 

Nadie obligaba a Stalin a saciar la sed de conoci­mientos de Howard sobre asuntos de la revolución mundial. Si Stalin concedió esta entrevista en su carác­ter de jefe extraoficial del estado (como indica en la de­claración sobre Mongolia), podría haber enviado el in­terlocutor a Dimitrov para lo referente a la revolución mundial. Pero no, Stalin dio explicaciones. A primera vista resulta incomprensible que se haya comprometido de manera tan desgraciada con sus disquisiciones cíni­cas y, triste es decirlo, no muy inteligentes acerca de la revolución mundial. Pero toma esta senda tan peli­grosa acuciado por una necesidad insoslayable: la de romper con su pasado.

¿Qué hay de los planes e intenciones relativas a la revolución?, pregunta el visitante.

"Jamás (!) tuvimos esa clase de planes e intencio­nes."

Pero, y...

"Todo esto es resultado de un malentendido."

Howard: ¿Un malentendido trágico?

Stalin: No, un malentendido cómico o, quizás, tra­gicómico.

Nos causa vergüenza leer y transcribir estas líneas inadecuadas y obscenas. ¿A quién va dirigida esta... sabiduría? Ni las damas pacifistas la aceptarán.

"¿Qué peligro pueden hallar los estados vecinos en las ideas del pueblo soviético, si esos estados están firmes en el poder?", pregunta Stalin. Pues bien, per­mítasenos preguntar: ¿qué pasa con los que no están firmes en el poder? Porque esa es la realidad. Dado que su posición es precaria, la burguesía teme a las ideas soviéticas, no a las de Stalin, sino a las que condujeron a la creación del estado soviético. Para calmarla, Stalin agrega un corolario: "Lo de la exportación de la revolución es absurdo. Todo país que lo desee hará la revo­lución, y si no lo desea no habrá revolución. Ahora bien, nuestro país, por ejemplo, quiso hacer una revolución y la hizo..." Y así sucesivamente, siempre en el mismo tono complacido y pedante. Partiendo de la teoría del socialismo en un solo país, Stalin pasa total e irrevocablemente a la teoría de la revolución en un solo país. Si un "país" la desea, la hará; si no la desea... no la hará. Ahora bien, "nosotros", por ejemplo, la desea­mos... Pero antes de desearlo, "nosotros" importamos las ideas del marxismo desde otros países y utilizamos experiencias revolucionarias extranjeras. Durante va­rias décadas, "nosotros" tuvimos una organización en el exilio que dirigió la lucha revolucionaria rusa desde otros países. Para sistematizar y activar el intercambio de experiencias entre países y garantizar la ayuda revolucionaria recíproca, "nosotros" organizarnos la Internacional Comunista en el año 1919. "Nosotros" dijimos más de una vez que el proletariado de un país victorioso tenía el deber de ayudar a los pueblos in­surrectos: con consejos, con medios materiales, y, en lo posible, con la fuerza armada. Todas estas ideas (suscriptas, dicho sea de paso, por Marx, Engels, Le­nin, Luxemburgo, Liebknecht) están inscritas en los documentos programáticos más importantes del Partido Bolchevique y de la Comintern. ¡Stalin dice que todo se debe a un malentendido! ¿Un malentendido trági­co? No, un malentendido cómico. No por nada anunció recientemente que es una "alegría vivir en la Unión Soviética: hasta la Internacional Comunista, antes una entidad seria, se ha trasformado en un circo. ¿Cómo podría ser de otra manera, si la cuestión del carácter internacional de la revolución es lisa y llanamente "absurda"?

Stalin hubiera convencido mucho más a su interlocutor si, en lugar de referirse al pasado con calumnias impotentes (jamás tuvimos esa clase de planes e inten­ciones), hubiera contrapuesto su política a esos "pla­nes e intenciones" antediluvianos, relegados al museo. Stalin hubiera pedido leerle a Howard la mismísima cita programática que transcribimos más arriba y luego haberle dicho, en síntesis: "A los ojos de Lenin la Liga de las Naciones era una organización para la represión sangrienta de los trabajadores. Nosotros vemos en ella... un instrumento de paz. Lenin dijo que las gue­rras revolucionarias eran inevitables. Para nosotros, exportar la revolución es... absurdo. Lenin tildó de traición la alianza del proletariado con la burguesía nacional. Nosotros tratamos con todas nuestras fuerzas de conducir al proletariado francés por esa senda. Lenin atacó con furia la consigna de desarme bajo el capitalismo por considerarla un engaño infame contra los trabajadores. Toda nuestra política se basa en dicha consigna. Todo el malentendido cómico -hubiera podido concluir Stalin- reside en que vosotros nos consideráis los continuadores del bolchevismo cuando, en realidad, somos sus sepultureros.

Con esa explicación, la burguesía mundial hubiera perdido todo resto de suspicacia y Stalin hubiera es­tablecido firmemente su reputación de estadista. Des­graciadamente, todavía no se atreve a usar un lenguaje tan franco. El pasado lo ata, las tradiciones lo estorban, el fantasma de la Oposición lo asusta. Nosotros ayuda­mos a Stalin. En este caso, como en todos los demás, aplicamos nuestra norma de decir abiertamente la verdad.



[1] La entrevista Stalin -Howard. New Militant, 4 de abril de 1936. Roy Howard (1883-1964), de la gran cadena periodística norteamericana Scripps-Howard, entrevistó a Stalin el 1° de marzo de 1936 en Moscú. Atrajo la atención mundial porque allí Stalin declaró que el objetivo de la revolución mundial era "un malentendido cómico". El artículo "La nueva constitución de la URSS’’ que aparece en este mismo tomo, analiza otros aspectos de la entrevista.

[2] El Ferrocarril Oriental de China: tramo de la vieja ruta del Ferrocarril Transiberiano que atravesaba Manchuria hacia Vladivostok. En 1935 Stalin lo vendió al gobierno títere japonés de Manchukuo para evi­tar el ataque japonés a la Unión Soviética. Los soviéticos recuperaron el control del ferrocarril durante la Segunda Guerra Mundial. Las fuerzas de Mao Tse-tung asumieron el control del territorio continental chino en 1949, pero Stalin no cedió el ferrocarril al nuevo gobierno chino hasta 1952.

[3] Socialismo en un solo país. Teoría que Stalin introdujo en el movi­miento comunista por primera vez en 1924, según la cual sería posible construir la sociedad socialista dentro de las fronteras de un solo país. Posteriormente lo incorporó al programa y tácticas de la Comintern, como justificación ideológica del abandono del internacionalismo revo­lucionario y de la conversión de los partidos comunistas del mundo en peones dóciles de la política exterior del Kremlin. Trotsky lo critica exhaustivamente en The Third International After Lenin (Pathfinder Press, 1972), publicado en 1928. [Existen varias ediciones en castellano, bajo los títulos "La tercera Internacional después de la muerte de Lenin" y ’’El gran organizador de derrotas".

[4] En marzo de 1936, el gobierno nazi, desafiando el Tratado de Versalles, inició la remilitarización de Renania. Francia amenazó con la inter­vención militar pero no la llevó a cabo.

[5] Albert Sarraut (1872-1962): político radical, fue primer ministro de Francia en 1933 y de enero a junio de 1936.



Libro 4