Inglaterra capitalista fue preparada por la revolución política de la mitad del siglo XVII[1] y por la revolución industrial de fines del XVIII. Inglaterra salió de su época de guerra civil y de la dictadura de Cromwel[2]l como un pequeño país que apenas contaba millón y medio de familias. Inglaterra entró en la guerra imperialista de 1914 como un imperio abarcando dentro de sus límites la quinta parte de la humanidad.
La revolución inglesa del siglo XVII, escuela del [3]puritanismo, severa escuela de Cromwell, preparó al pueblo inglés, más exactamente: a sus clases medias, para su papel mundial ulterior. A partir de la mitad del siglo XVIII, la potencia mundial de Inglaterra se hizo indiscutible. Inglaterra domina en los mares y en el mercado mundial, que ella ha creado.
En 1826, un publicista conservador inglés describía en estos términos floridos el siglo de la industria: “La época que se abre ante nuestros ojos promete ser el siglo de la industria... La industria dictará en lo sucesivo las alianzas internacionales y establecerá las amistades entre las naciones. Las perspectivas que actualmente se abren ante la Gran Bretaña casi sobrepasan los límites del pensamiento humano. La historia no ofrece punto de comparación... La industria de las fábricas inglesas produce con seguridad cuatro veces más artículos que todos los continentes juntos, y la de las hilaturas de algodón diez y seis veces más que las de la Europa continental.” (Beer, Historia del socialismo en Inglaterra, página 303). La colosal superioridad industrial de Inglaterra sobre el mundo entero constituía la base de su riqueza y de su incomparable situación mundial. El siglo de la industria fue también el de la hegemonía mundial de la Gran Bretaña.
De 1850 a 1880, Inglaterra llegó a ser la escuela industrial de Europa y América. Por este hecho, su monopolio quedaba comprometido. A partir de 1870 y de los años siguientes, Inglaterra comienza a flaquear visiblemente. Nuevos Estados, Alemania en primer lugar, entran en la arena mundial. Al mismo tiempo, la prioridad capitalista de Inglaterra pone de manifiesto por vez primera sus malos aspectos conservadores. La concurrencia alemana da terribles golpes a la doctrina del librecambio.
La eliminación de Inglaterra de sus posiciones de dominación universal se manifestó, pues, desde el último cuarto del siglo pasado y engendró a principios del nuestro un sentimiento de inseguridad interior y una cierta fermentación en las capas superiores de la sociedad, juntamente con profundos procesos moleculares, de carácter revolucionario en el fondo, en el seno de la clase obrera. Los poderosos conflictos entre el trabajo y el capital ocupaban en estos procesos el lugar más importante. La situación aristocrática de la industria inglesa en el mundo no fue la única conmovida; también lo fue la situación privilegiada de la aristocracia obrera en Inglaterra. Los años 1911 al 13 se señalaron por grandes batallas, sin analogía en el pasado, libradas por los mineros, los ferroviarios y los trabajadores del transporte en general. En agosto de 1911 se desarrolló la huelga nacional, es decir, general, de los ferrocarriles. Durante aquellos días planeó sobre Inglaterra el confuso espectro de la revolución. Los jefes consagraron todas sus fuerzas a paralizar el movimiento. Su móvil fue el patriotismo; esto sucedía en el momento en que el incidente de Agadir amenazaba provocar una guerra con Alemania[4]. El Premier[5] invitó, como se ha sabido después, a los líderes obreros a una conferencia secreta, en la que les conjuró a salvar a la patria, y los jefes obreros hicieron todo lo que pudieron, afianzando a la burguesía y preparando, por consiguiente, la matanza imperialista.
La guerra 1914-1918 pareció interrumpir este proceso revolucionario. Detuvo el desarrollo de las luchas huelguistas. Terminada con la derrota de Alemania, restituyó, al parecer, a Inglaterra la hegemonía mundial. Pero no tardó en quedar de relieve que la guerra, deteniendo momentáneamente la decadencia de Inglaterra, no había conseguido en realidad sino hacerla más profunda.
En 1917-1920, el movimiento obrero inglés entraba de nuevo en una fase extremadamente tempestuosa. Las huelgas revistieron un carácter grandioso. Macdonald firmó manifiestos de los cuales hoy se apartaría con horror. Sólo a fines de 1920, después del “viernes negro”, en que la Triple Alianza de los líderes de los mineros, de los ferroviarios y de los obreros del transporte traicionó la huelga general, el movimiento volvió a entrar en su cauce. La energía de las masas, paralizada en la esfera de la acción económica, se orientó hacia el terreno político. El partido obrero (Labour
Party) pareció surgir de la tierra.
¿En qué consiste el cambio que se ha verificado en la situación interior y exterior de la Gran Bretaña?
La enorme superioridad económica de los Estados Unidos se ha desarrollado y manifestado plenamente, íntegramente, durante la guerra. La salida de los Estados Unidos de su fase de provincianismo transoceánico hizo retroceder de golpe a la Gran Bretaña a segundo término.
La colaboración de América con la Gran Bretaña es la forma, por el momento pacífica, bajo la cual continúa la retirada cada vez más profunda de Inglaterra ante América.
Esta colaboración puede ser dirigida en un momento dado contra un tercero; no es menos cierto por ello que el antagonismo mundial esencial es el antagonismo angloamericano, y que todos los demás, más ásperos en el momento preciso y más inmediatamente amenazadores, no pueden ser comprendidos y apreciados sino sobre el fondo del antagonismo angloamericano. La colaboración angloamericana prepara la guerra, lo mismo que una época de reformas prepara una época de revoluciones. El hecho concreto de que Inglaterra deberá, en el camino de las reformas, es decir, de los tratos forzados con América, evacuar una posición tras otra, la obligará, en fin de cuentas, a resistir.
Las fuerzas productoras de Inglaterra, y ante todo su fuerza productora viva, el proletariado, no corresponden ya al lugar de Inglaterra en el mercado mundial. De aquí el paro crónico.
La hegemonía industrial-comercial y militar-naval de Inglaterra aseguraba casi automáticamente hasta ahora la unión de las diferentes partes del Imperio. El ministro neozelandés Reeves escribía a fines del siglo pasado: “Dos factores mantienen la actitud actual de las colonias frente a Inglaterra: primero, su creencia de que la política de Inglaterra es sobre todo una política de paz, y segundo, su creencia de que Inglaterra reina sobre los mares.” El segundo factor tenía, naturalmente, una importancia decisiva. La pérdida de la hegemonía marítima es paralela al desarrollo de las fuerzas centrífugas en el interior del Imperio. El mantenimiento de la unidad del Imperio se ha hecho cada vez más difícil debido a los intereses divergentes de los Dominios y a la lucha económica.
El desarrollo de la técnica militar ha sido contrario a la seguridad de la Gran Bretaña. La importancia adquirida por la aviación y por el arma química reduce a la nada las mayores ventajas históricas de la situación insular. América (esta isla inmensa, custodiada de ambos lados por los Océanos) permanece invulnerable. Por el contrario, los centros más vitales de Inglaterra, Londres ante todo, pueden ser objeto en pocas horas de un mortal ataque aéreo que parta del continente.
Perdidas las ventajas de un aislamiento inaccesible, el Gobierno inglés se ve obligado a participar más y más directamente en los asuntos puramente europeos y en los convenios militares del continente. Las posesiones transoceánicas de Inglaterra, sus Dominios, no tienen el menor interés en esta oolítica. El Océano Pacífico y el Índico les interesan, el Atlántico también en cierta medida; pero la Mancha no les interesa en modo alguno. Esta disparidad de intereses abrirá al primer sacudimiento mundial un abismo en el que desaparecerán los lazos del Imperio. La política de la Gran Bretaña se halla, esperando esta salida, paralizada por los rozamientos interiores, condenada realmente a la pasividad y, por consiguiente, al empeoramiento de la situación mundial del Imperio.
Al mismo tiempo los gastos militares tienen que absorber una parte cada vez mayor de los ingresos nacionales, en trance de disminución.
La amortización de la enorme deuda americana, sin la menor esperanza de que a su vez le paguen los Estados continentales, constituye para Inglaterra una de las condiciones de su “colaboraci6n” con América. De esto resulta asimismo modificada en favor de América la correlaci6n econ6mica de las fuerzas. El 5 de marzo último (1925) el Banco de Inglaterra elevó su tipo de descuento del 4 al 5 por 100, en tanto que el Banco Federal de Nueva York corría el suyo del 3 al 3,5 por 100. Esta brutal manifestaci6n de la dependencia financiera ante el primo trasatlántico produjo en la City[6] de
Londres una impresión muy dolorosa. Pero ¿qué hacer? La reserva de oro de América es aproximadamente de 4.500 millones, en tanto que la reserva inglesa no pasa de 750 millones de dólares, es decir, seis veces menor. América tiene una moneda-oro, mientras que Inglaterra no pasa hasta ahora de los esfuerzos desesperados por restablecer la suya. Y es bien natural que, a una elevación del tipo de descuento del 3 al 3,5 por 100 en América, Inglaterra deba reaccionar mediante una elevaci6n del 4 al 5 por 100. Esta medida alcanza al comercio y a la industria del país, pues aumenta el precio de los productos que les son necesarios. De suerte que América coloca a Inglaterra a cada instante en su lugar, bien por medio de presiones diplomáticas, ya con ayuda de medidas bancarias; siempre y en todas partes gracias a la presión de su formidable superioridad económica[7]
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Por lo demás, la prensa inglesa advierte con inquietud el sorprendente progreso de ciertas ramas de la industria alemana y en particular de la construcción naval. El Times del 10 de marzo escribía, a propósito de esta última: “Es posible que la realización de un trust completo que abraza todos los materiales (desde la mina a la plancha metálica, desde el establecimiento financiero al comercio de detalle), sea uno de los factores que dan a los astilleros alemanes la posibilidad de sostener victoriosamente la concurrencia. Este sistema no deja de tener consecuencias sobre el salario y el coste de la vida. Orientándose todas estas fuerzas en un sentido único, el campo abierto a la disminución de los gastos se hace vastísimo.”
En otros términos, el Times confirma aquí que la superioridad orgánica de la industria alemana, más moderna, se manifiesta de nuevo con todo su vigor en cuanto la economía alemana ha obtenido la posibilidad exterior de manifestar su vitalidad.
Es verdad que ciertos indicios muestran que los pedidos de barcos hechos a los astilleros de Hamburgo tienen por fin especial intimidar a las Trade-Unions y preparar así una presión sobre ellas, tendiendo a disminuir los salarios y prolongar la jornada de trabajo. No es necesario decir que esta maniobra es más que probable. Pero en nada atenúa el valor de las consideraciones generales sobre la irracional organización de la industria inglesa y los gastos generales que lleva consigo.
Desde hace ya cuatro años el número de los sin trabajo oficialmente inscritos en Inglaterra no ha bajado de 1.135.000, oscilando en realidad entre 1.250.000 y 1.500.000. El paro crónico es la revelación más ostensible de la inconsistencia del régimen y, al mismo tiempo, su talón de Aquiles. El seguro contra el paro, establecido en 1920, sólo contaba con circunstancias excepcionales, destinadas a desaparecer rápidamente. Pero el paro se ha hecho permanente, el seguro ha cesado de serlo, el gasto no ha sido cubierto ni con mucho por las cuotas de los interesados. Los sin trabajo ingleses no forman ya un ejército normal de reserva, que tan pronto disminuye como aumenta, cambiando constantemente de composición, sino que forman una especie de capa social permanente, engendrada por la industria en su período de esplendor y eliminada por ella en su época de decadencia. Es un tumor de podagra en un organismo en el que las funciones de asimilación y de desasimilación se efectúan mal.
El coronel Willey, conocido presidente de la Federación de Industrias Británicas (F. B. I.), declaraba a principios de abril (1925) que, teniendo en cuenta la insignificancia de la renta del capital industrial en los dos últimos años, los patronos no se habían visto animados a desarrollar la producción. Las empresas no producen más que los valores de renta fija (empréstitos del Estado, etc.). “Nuestro problema nacional no es un problema de producción, sino de colocación de mercancías.” ¿Cómo resolverlo? Es preciso producir más barato que los demás. Mas para ello se debe, o bien reorganizar a fondo la producción, o disminuir los impuestos, o disminuir los salarios, o bien conciliar estos tres medios. La disminución de los salarios, susceptible de dar un resultado insignificante desde el punto de vista de la definición de los gastos de producción, tropezaría con una resistencia enérgica, sobre todo en este momento en que los obreros luchan por el aumento de los salarios. La disminución de impuestos es imposible, desde el momento en que es necesario pagar las deudas, restablecer la moneda oro, sostener el aparato del Imperio y, además, millón y medio de parados. Todas estas cargas pesan sobre el coste del producto. La producción no podría ser reorganizada sino con la inversión de nuevos capitales. Ahora bien, la escasez de los beneficios dirige los capitales disponibles hacia los empréstitos gubernamentales y otros.
El presidente de la Asociación Británica de las Cámaras de Comercio, Stanley Machin, declaraba al mismo tiempo que la solución del paro está en la emigración. La patria amable dice a más de un millón de trabajadores, representando con sus familias varios millones de ciudadanos: “Meteos en las bodegas de los barcos, y al diablo, a ultramar.” La completa bancarrota del régimen capitalista se manifiesta aquí sin el menor equívoco.
La vida interior de Inglaterra debe ser considerada bajo la perspectiva más arriba esbozada de una disminución brutal y creciente del papel mundial de la Gran Bretaña, que, conservando aún todas sus posesiones, su aparato gubernamental y sus tradiciones de dominación mundial, se retira en realidad, cada vez más, a posiciones de segunda línea.
El hundimiento del partido liberal termina un siglo de economía capitalista y de sociedad burguesa. La pérdida de la hegemonía mundial conduce a ramas enteras de la industria inglesa a un callejón sin salida, dando un golpe mortal a los capitales industriales y comerciales independientes de importancia media, base del liberalismo. La libertad de comercio conduce a un atolladero.
La estabilidad interior del régimen capitalista estaba, sin embargo, determinada en una gran medida por la división del trabajo y de las responsabilidades entre el conservadurismo y el liberalismo. El hundimiento del liberalismo es la revelación de todas las demás contradicciones de la situación mundial de la Inglaterra burguesa y, simultáneamente, una causa de inestabilidad interior del régimen. El partido laborista está políticamente muy cerca, en sus medios directores, de los liberales, pero es incapaz de restituir al parlamentarismo inglés su estabilidad interior, puesto que él mismo, en su aspecto actual, no es más que una corta etapa del desarrollo revolucionario de la clase obrera. La situación de Macdonald es aún más precaria que la de Lloyd George.
Marx pensaba, en los primeros años de la década 1840-1850, que el partido conservador desaparecería, a no tardar, de la escena y que todo el desarrollo político seguiría la línea de las luchas del liberalismo y del socialismo. Esta previsión suponía un rápido desarrollo revolucionario en Inglaterra y en Europa. Lo mismo que el partido cadete[8] llegó a ser en Rusia, con el empuje de la revolución, el único partido de la burguesía y de los grandes terratenientes, el liberalismo inglés se hubiera disuelto en un partido conservador, convertido en el único partido de la propiedad, si se hubiera desarrollado en la segunda mitad del siglo pasado la ofensiva revolucionaria del proletariado. Pero la predicción de Marx fue precisamente formulada en vísperas de una nueva época de tumultuoso desarrollo del capitalismo (1851-1873). El cartismo perdió definitivamente toda influencia[9]. El movimiento obrero siguió la vía del tradeunionismo. Las clases dominantes tuvieron la posibilidad de manifestar exteriormente sus contradicciones bajo la forma de la lucha de los partidos liberal y conservador. El juego de báscula parlamentario, tan pronto orientado a la izquierda, tan pronto a la derecha, era para la burguesía un derivativo ofrecido al espíritu de oposición de las masas obreras.
La concurrencia alemana fue la primera y amenazadora advertencia a la hegemonía mundial de la Gran Bretaña, asestándole los primeros golpes graves. La libertad de comercio se encontró frente a la superioridad de la técnica y de la organización alemanas. El liberalismo inglés no era otra cosa que una generalización política del librecambio. La escuela manchesteriana[10] gozaba de una posición dominante desde la reforma electoral burguesa censataria de 1832 y la abolición de los derechos sobre el trigo de 184612. Durante el medio siglo que siguió a estos acontecimientos la doctrina del librecambio pareció un programa indestructible. El papel director pertenecía, naturalmente, a los liberales. Los obreros les seguían a remolque. A partir de 1865 aproximadamente empieza en los negocios una cierta flojedad. El librecambio se desacredita; comienza el movimiento proteccionista[11]. Las tendencias imperialistas se apoderan cada vez más de la burguesía. Habiéndose manifestado ciertos síntomas de descomposición en el partido liberal de los Gladstone[12], un grupo de liberales y de radicales, dirigidos por Chamberlain[13], levantó la bandera del proteccionismo, aliándose con los conservadores. A partir de 1885 aproximadamente, los negocios comerciales marcharon mejor. La transformación política de Inglaterra sufrió por esta causa un retraso. Pero, hacia principios del siglo XX, el liberalismo, como partido de la burguesía media, aparece superado. Su líder, Roseberry, se coloca abiertamente bajo la bandera del imperialismo. Sin embargo, el partido liberal, antes de desaparecer de la escena, conocerá una vez más una fase de prosperidad. Bajo la influencia de la manifiesta decadencia de la hegemonía del capital británico por una parte y del potente movimiento revolucionario de Rusia por otra, Inglaterra vio desarrollar a su clase obrera una actividad reduplicada que, tendiendo a la creación de un partido obrero parlamentario, aportó en los primeros tiempos abundantes aguas al molino de la oposición liberal. El liberalismo vuelve al poder en 1906. Pero esta prosperidad no le durará mucho. La línea política del desenvolvimiento del proletariado tiende al crecimiento del partido obrero (Labour Party[14]). Hasta 1906, la representación parlamentaria de este último había aumentado más o menos paralelamente a la del partido liberal. Pero a partir de dicho año el partido obrero creció con manifiesto detrimento de los liberales.
Formalmente, es el partido liberal quien, representado por Lloyd George, gobierna durante la guerra. En realidad, la guerra imperialista, de la que el régimen sagrado del librecambio no había preservado a Inglaterra, debía infaliblemente robustecer a los conservadores, el partido más consecuente del imperialismo. Así fueron definitivamente preparadas las condiciones de la entrada en escena del partido obrero.
Agitando sin cesar impotentemente la cuestión del paro, el órgano del Labour Party, el Daily Herald, deduce de las declaraciones de los capitalistas que antes hemos citado la conclusión general de que, prefiriendo éstos prestar su dinero a los Gobiernos extranjeros antes que ampliar la producción, no les queda a los obreros ingleses otro remedio que producir sin capitalistas. Conclusión justa en conjunto, pero enunciada, no para incitar a los obreros a expulsar a los capitalistas, sino para empujar a éstos hacia el camino de los “esfuerzos progresivos”. Sobre esta tentativa, como veremos, descansa toda la política del partido obrero. Los Webb escriben libros con este objeto; Macdonald pronuncia discursos, los redactores del Herald escriben sus artículos cotidianos. Pero si estas tristes maniobras de intimidación actúan sobre los capitalistas, es en un sentido diametralmente opuesto. Cualquier burgués inglés serio comprende que las amenazas grandilocuentes de los jefes de los partidos obreros esconden un peligro real por parte de las masas proletarias profundamente conmovidas. Y justamente de esto deduce el burgués inteligente que no hay que invertir nuevos fondos en la industria.
El miedo inspirado a la burguesía por la revolución no es ni siempre ni en todas las condiciones un factor de “progreso”. No puede ofrecer duda que la economía inglesa obtendría inmensas ventajas de la colaboración de Inglaterra con Rusia. El miedo de la burguesía a la revolución y la inseguridad del mañana por parte de los capitalistas son obstáculos para ello.
El miedo de la revolución incitó a los capitalistas ingleses a hacer concesiones y transformaciones en tanto que las posibilidades materiales del capitalismo inglés fueron o parecieron ilimitadas. Los impulsos de las revoluciones europeas se hicieron sentir siempre con gran claridad en el desarrollo social de Inglaterra; dichos impulsos provocaron reformas en tanto que la burguesía inglesa conservó entre sus manos, gracias a su situación mundial, prodigiosos recursos que le permitían maniobrar. La burguesía pudo legalizar las Trade-Unions, abolir los impuestos sobre el trigo, aumentar los salarios, ampliar los derechos electorales, llevar a cabo reformas sociales, etc., etcétera. En la situación actual de Inglaterra en el mundo, radicalmente modificada, la amenaza de la revolución no puede ya empujar a la burguesía hacia adelante, paralizando, por el contrario, los últimos restos de su iniciativa industrial. Ahora se necesita, no la amenaza de la revolución, sino la revolución misma.
Todos los factores y todas las circunstancias de que hemos hecho mención no son ni fortuitos ni transitorios. Se desarrollan en un sentido único, agravando sistemáticamente la situación internacional e interior de la Gran Bretaña y dándole el carácter de una situación histórica sin salida.
Las contradicciones que minan el organismo social de Inglaterra se agravarán inevitablemente. No nos encargamos de predecir cuál será el compás de este proceso, que empleará en realizarse años, tal vez lustros, pero en ningún caso décadas. Tal es la perspectiva general, que ante todo se debe plantear la cuestión siguiente: “¿Tendrá tiempo de formarse en Inglaterra un partido comunista bastante fuerte, suficientemente unido a las masas para sacar en un momento dado todas las conclusiones prácticas impuestas por la crisis en vía de agravación?” En este momento, los destinos de Inglaterra quedan resumidos en esta pregunta.