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Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición (compilación)

Entrevista concedida al Manchester Guardian

Entrevista concedida al Manchester Guardian

ENTREVISTA CONCEDIDA AL MANCHESTER GUARDIAN[1]

Febrero de 1931

El plan quinquenal y el mundo

Hasta hace poco la opinión mundial acerca del plan quinquenal se expresaba en dos afirmaciones fundamentales que se contradicen en forma absoluta: primero, el plan quinquenal es utópico y el Estado soviético se encuentra al borde del derrumbe económico; segundo, los exportadores soviéticos emplean el dumping, con la consiguiente amenaza que esto implica para los pilares del orden capitalista. Cualquiera de las dos afirmaciones puede usarse como arma para fustigar al estado soviético, pero unidas presentan la desventaja de ser diametralmente opuestas. Para conmover la economía capitalista ofreciendo mercancías a bajo precio, se requiere un desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas. Si el plan quinquenal ha sufrido un revés y la economía soviética se desintegra gradualmente, ¿en qué campo de batalla económico puede la Unión Soviética agrupar sus fuerzas para lanzar una ofensiva de dumping contra los Estados capitalistas más poderosos del mundo?
¿Cuál, de estas dos afirmaciones contradictorias es cierta? Las dos son falsas. El plan quinquenal no ha sufrido un revés: los intentos de transformarlo en un plan cuatrienal así lo demuestran. Personalmente, opino que este intento de aceleración es prematuro e imprudente. Pero el solo hecho de que sea posible, que cientos de economistas, ingenieros, directores de plantas industriales y sindicalistas hayan reconocido que la transformación es posible, demuestra que el plan dista de ser el fracaso que pregonan los observadores parisinos, londinenses y neoyorquinos, acostumbrados a estudiar los asuntos rusos a través de un telescopio.
Pero si reconocemos que este gigantesco plan es realizable, ¿no debemos reconocer, en tal caso, que el dumping puede ser una realidad en un futuro cercano? Consultemos las estadísticas. La tasa de aumento de la industrialización de la URSS es del veinte al treinta por ciento anual, un fenómeno sin precedentes en la historia económica. Pero estos porcentajes indican un alza a partir del nivel económico que la Unión Soviética heredó de la vieja clase poseedora, un nivel de atraso anonadador. Inclusive después de cumplido el plan quinquenal, las ramas más importantes de la economía soviética seguirán muy retrasadas respecto de los países capitalistas más adelantados. Por ejemplo, el consumo de carbón per cápita será ocho veces menor que el de Estados Unidos en la actualidad. Las demás cifras son parecidas. En este momento -el tercer año del plan quinquenal- las exportaciones soviéticas representan el uno y medio por ciento del comercio de exportación mundial. ¿Qué porcentaje sería suficiente para perturbar el equilibrio del comercio mundial, según aquellos que temen al dumping: un cincuenta, tal vez un veinticinco o un diez por ciento? Para alcanzar siquiera esta última cifra, las exportaciones soviéticas deberían septuplicarse, octuplicarse, lo que provocaría la ruina inmediata de la economía interna rusa. Esta sola consideración, basada en hechos incontrovertibles, basta para desenmascarar la falsedad de las filípicas de hombres como los Locker-Lampson en Inglaterra o el diputado Fish en Estados Unidos[2]. No importa que tales filípicas sean producto de la mala fe o de un verdadero pánico; en ambos casos, engañan al público cuando afirman que la economía soviética está al borde del derrumbe y a la vez aseveran que los rusos están en condiciones de vender suficiente cantidad de mercancías en el extranjero a precio menor que el costo como para constituir una amenaza para el mercado mundial.
El ataque más reciente contra el plan quinquenal apareció en el diario francés Le Temps, que persigue los mismos objetivos que los intransigentes británicos y se puede contar entre los diarios más reaccionarios del mundo. Hace poco, este diario llamaba la atención sobre el rápido avance de la industrialización en la URSS e instaba a los Estados occidentales a coordinar sus economías con el objeto de boicotear el comercio soviético. En este caso no se trataba de dumping; la rapidez del desarrollo económico era considerada una amenaza a la que había que oponer medidas enérgicas. Hay que subrayar una cuestión: para ser efectivo, el bloqueo económico tendría que ser cada vez más riguroso, y eso eventualmente provocaría una guerra. Pero si se llegara a establecer ese bloqueo y a sobrevenir la guerra, y aunque el sistema soviético fuera derrocado por esa guerra -cosa que ni por un instante creo posible-, ni siquiera en ese caso, se destruiría el nuevo principio económico de planificación estatal, que ha demostrado su eficacia en la Unión Soviética; esto sólo llevaría a la pérdida de muchas vidas y a que el desarrollo de Europa quedara detenido durante varias décadas.
Pero volvamos a una pregunta anterior: ¿se cumplirá el plan quinquenal? En primer lugar debemos saber exactamente qué significa “cumplir”; no se trata de algo que se pueda determinar con precisión minuciosa, como un récord deportivo. Yo veo al plan quinquenal como una hipótesis de trabajo que constituye la base de un experimento colosal, cuyos resultados no coincidirán exactamente con la hipótesis. Las relaciones entre las diversas ramas de la economía no se pueden establecer a priori y con exactitud para un lapso de varios años. En el trascurso del trabajo es preciso efectuar correcciones compensatorias. Sin embargo, estoy seguro de que el plan quinquenal es realizable, si se realizan las correcciones y modificaciones necesarias.
Usted pregunta en qué se diferencia mi posición de la del actual gobierno soviético. Dejemos totalmente de lado el problema político y el de la Internacional Comunista, ya que estas cuestiones no influyen en las grandes perspectivas hipotéticas de la planificación económica. Al contrario, durante varios años yo defendí este método contra quienes lo aplican en la actualidad. Opino que se tendría que haber iniciado el plan quinquenal con anterioridad. Debemos mencionar aquí que los primeros proyectos de plan planteaban un incremento anual inicial del nueve por ciento, que luego descendía al cuatro por ciento. Frente a esta disminución, patrocinada en aquella época por el grupo Stalin-Rikov, la Oposición elevó su ferviente protesta. Por eso me acusaron de superindustrializante. Como resultado de nuestra crítica, el segundo proyecto de plan, elaborado en 1927, preveía una tasa anual de aumento del nueve por ciento. La Oposición consideró esta cifra totalmente insuficiente en vista de las posibilidades inherentes a la economía nacionalizada. La industria capitalista producía en la Rusia zarista una ganancia media del doce por ciento anual: la mitad era consumida por los propietarios y la otra mitad se utilizaba para aumentar la producción. Ahora, con la nacionalización, se puede emplear casi el doce por ciento para aumentar la producción. A eso hay que agregarle lo que se ahorra en virtud de la falta de competencia, la centralización del trabajo de acuerdo con un plan único, la unidad de la financiación y otros factores. Si un trust bien organizado posee ventajas enormes respecto de las empresas industriales aisladas, ¿cuál no será la ventaja de una industria nacionalizada, un verdadero trust de trusts? Por eso, a partir de 1922, calculé una tasa básica de crecimiento anual de la industria de más del veinte por ciento. Este fue, en verdad, el porcentaje adoptado como base del plan quinquenal, y la experiencia demostró que esta hipótesis no sólo era bien fundada sino que hasta se la puede superar.
Bajo la influencia de este éxito, para el que no estaba preparada, la dirección tiende ahora a pasarse al otro extremo. A pesar de que Rusia no está en condiciones, se intenta realizar el plan en cuatro años y se encara la tarea casi como si fuera una cuestión deportiva. Me opongo totalmente a los excesos del maximalismo burocrático, que hacen peligrar el avance en gran escala de la industria nacionalizada. En el trascurso del año anterior lancé repetidas advertencias contra la aceleración excesiva de la colectivización de la agricultura. Ahora se diría que los papeles se han trastocado: la Oposición, que durante años bregó por la industrialización y la colectivización, se siente obligada a aplicar los frenos. Considero, por otra parte, que la actitud de los funcionarios que hablan como si Rusia ya hubiera llegado al socialismo en el tercer año del plan quinquenal es errónea y probablemente dañará sus reputaciones. No, la economía rusa se encuentra aún en una etapa de transición y oculta en su seno profundas contradicciones que podrían desembocar en crisis económicas y reveses coyunturales. Cerrar los ojos ante este hecho sería imperdonable. No puedo profundizar más en este problema tan complejo, pero debe admitirse que todas esas contradicciones, dificultades, posibles crisis y reveses de ninguna manera minimizan la importancia histórica monumental de esta colosal experiencia de planificación económica, la cual ya ha demostrado que la industria nacionalizada, incluso en un país atrasado, puede aumentar a un ritmo que ninguna de las viejas naciones civilizadas podría siquiera intentar. Este solo hecho transforma las lecciones del pasado y abre una perspectiva enteramente nueva.
Para aclarar lo que quiero decir, veamos un ejemplo hipotético. En Inglaterra el señor Lloyd George está promoviendo un plan de obras públicas elaborado por los economistas liberales con el doble fin de poner término a la desocupación y reorganizar y racionalizar la industria. Ahora supongamos, con fines de ejemplificación, que el gobierno británico se sienta a una mesa redonda con el gobierno de la URSS para elaborar un plan de colaboración económica a varios años de plazo. Supongamos que dicho plan abarca las ramas más importantes de la industria y que la conferencia, a diferencia de tantas otras, redunda en una serie de acuerdos y compromisos recíprocos concretos y seguros: a cambio de tal o cual cantidad de tractores, unidades electrotécnicas, máquinas textiles, etcétera, Inglaterra recibirá una cantidad equivalente de cereales, madera, posiblemente más adelante algodón en rama; todo, claro está, según los precios vigentes en el mercado mundial. Este plan sería, al comienzo, modesto, pero se desarrollaría como un cono invertido, y con el paso de los años abarcaría una cantidad siempre creciente de compromisos hasta que, por fin, las ramas más importantes de las economías de ambos países se complementarían como los huesos de un cráneo. ¿Puede dudarse un solo instante que, por un lado, el coeficiente de crecimiento considerado por el gobierno soviético aumentaría enormemente con la ayuda de la tecnología británica, y que, por el otro, la Unión Soviética le permitiría a Gran Bretaña satisfacer sus necesidades de importación más vitales en las condiciones más favorables? Es imposible decir en qué condiciones políticas podría realizarse semejante colaboración. Pero cuando tomo el principio de un plan económico centralizado tal como se lo está aplicando en un país pobre y atrasado y lo aplico en mi imaginación a las relaciones recíprocas de los países adelantados con la Unión Soviética y entre sí, veo en ello una gran perspectiva para la humanidad.

Estados Unidos descubre el mundo

El rasgo más destacado de la vida norteamericana del último cuarto de siglo ha sido el crecimiento sin precedente del poderío económico y el debilitamiento igualmente sin precedentes del mecanismo político frente a dicho poderío. Dos episodios -uno del pasado y otro del presente- servirán para demostrar lo que quiero decir. Quizás la actividad más importante, seguramente la más enérgica, de Theodore Roosevelt[3], considerado el presidente más notable de los últimos tiempos, fue su lucha contra los trusts. ¿Qué queda hoy de esa actividad? Un vago recuerdo en la vieja generación. Tras las luchas de Roosevelt y la promulgación de las leyes restrictivas, sobrevino la actual expansión colosal de los trusts.
Ahora, veamos al presidente Hoover. Para él los trusts son un componente normal del sistema social, casi tanto como la producción material. Hoover, a quien se atribuye una mentalidad de tecnólogo, creía que los poderosos trusts y la estandarización de la producción, serían capaces de garantizar un desarrollo económico ininterrumpido, libre de toda crisis. Como es sabido, su espíritu de optimismo tecnológico dominaba en la investigación de los cambios económicos recientes en Estados Unidos realizada por la Comisión Hoover. El informe de la Comisión, firmado por diecisiete economistas norteamericanos con fama de competentes, entre ellos el mismísimo Hoover, apareció en 1929. Unos pocos meses antes de la crisis más grande de la historia de Estados Unidos, el informe de Hoover pintaba un panorama de progreso económico idílico.
Roosevelt trató de dominar a los trusts; Hoover trató de dominar la crisis dando rienda suelta a los trusts, a los que consideraba la expresión más acabada del individualismo norteamericano. Los dos fracasos no revisten la misma importancia, pero tanto la prudencia tecnológica de Hoover como la estrepitosa irreflexión de Roosevelt revelan un empirismo impotente respecto de todos los problemas fundamentales de la vida social.
Ya desde tiempo atrás se percibía claramente la inminencia de una crisis aguda. La Comisión Hoover hubiera podido encontrar consejos económicos valiosos en la prensa rusa, si su autosuficiencia no hubiera sido tan grande. Yo mismo escribí en el verano de 1928: “Sobra decir que no albergamos la menor duda respecto de la inexorabilidad de la crisis; por otra parte, teniendo en cuenta la actual envergadura mundial del capitalismo norteamericano, no creemos imposible que la próxima crisis revista una colosal amplitud y agudeza. Pero no existe la menor justificación para sacar de allí la conclusión de que la hegemonía de Norteamérica se verá limitada o debilitada. Semejante conclusión sólo puede conducir a los más crasos errores estratégicos.”
“Precisamente sucede lo contrario. En el período de crisis Estados Unidos ejercerá su hegemonía de manera más completa, franca e implacable que en el período de boom. Estados Unidos tratará de superar y salir de sus dificultades y males principalmente a expensas de Europa [...]” [Stalin el gran organizador de derrotas].
Debo reconocer que de esta predicción sólo se cumplió una parte, la que se refiere a la inminencia de la crisis, no así la que prevé una política económica agresiva de Estados Unidos hacia Europa. Respecto de esto último, sólo puedo decir que el imperio transatlántico reacciona más lentamente que lo que yo anticipaba en 1928. Recuerdo que en una reunión del Consejo de Trabajo y Defensa, en julio de 1924, intercambié una serie de mensajes con Leonid Krasin* -posteriormente fallecido-, que acababa de retornar de Inglaterra. Le escribí que en ningún caso confiaría yo en la llamada solidaridad anglosajona, la cual no era sino un vestigio verbal de la colaboración bélica, a la que la realidad económica pronto haría trizas. Me respondió de la siguiente manera (todavía guardo la esquela, una hoja arrancada de un cuaderno de apuntes) : “Considero improbable que aumenten los roces entre Estados Unidos e Inglaterra en un futuro inmediato. Usted no puede imaginar lo provincianos que son los norteamericanos en lo que hace a la política mundial.” Mi respuesta: “Con una chequera en el bolsillo, hasta un provinciano no tardará en encontrar la ocasión de convertirse en hombre de mundo.”
Ciertamente es indiscutible que los norteamericanos carecen de experiencia y educación en el terreno de la Weltpolitik; su crecimiento ha sido excesivamente rápido y sus opiniones no se han mantenido al nivel de sus cuentas bancarias. Pero la historia de la humanidad, en especial la de Inglaterra, demostró con amplitud cómo se alcanza la hegemonía mundial. El provinciano visita las capitales del Viejo Mundo y medita. Las bases materiales de Estados Unidos no tienen precedentes. Su preponderancia potencial en el mercado mundial es mucho mayor de lo que lo fue la preponderancia real de Inglaterra en el período de apogeo de su hegemonía mundial, digamos en el tercer cuarto del siglo XIX. Esta energía potencial se transformará inevitablemente en cinética, y algún día el mundo será testigo de un gran estallido de la agresividad yanqui en todos los rincones de nuestro planeta. El historiador del futuro apuntará en sus libros: “La famosa crisis de 1930-193? dividió la historia de Estados Unidos, en el sentido de que suscitó un cambio de orientación en los objetivos espirituales y materiales de tal magnitud que la vieja doctrina Monroe, ‘América para los americanos’ fue superada por la nueva doctrina, ‘El mundo entero para los norteamericanos’.”
El militarismo fanfarrón de los Hohenzollern alemanes de fines del siglo XIX y comienzos del XX, alimentado por la levadura del rápido desarrollo capitalista, parecerá un juego de niños en comparación con el que acompañará a la creciente actividad del capitalismo en Estados Unidos. De los catorce puntos de Wilson, que ya en el momento de su promulgación carecían de contenido, quedará un vestigio menor, si cabe, que de la lucha de Roosevelt contra los trusts. Hoy, la Norteamérica dominante todavía no ha salido del estado de perplejidad provocado por la crisis, pero una vez superada esta situación desplegará sus esfuerzos para salvaguardar cada resquicio de sus posiciones mundiales que sirva de válvula de escape ante una nueva crisis. Quizás el próximo capítulo de su expansión económica empiece en China, pero ello no le impedirá avanzar en otras direcciones.
La llamada “limitación de armamentos” no contradice en forma alguna estos pronósticos, ni menos aún los intereses directos de Estados Unidos. Es perfectamente obvio que toda reducción de armamentos previa a un conflicto entre naciones beneficia en mayor medida a la más fuerte. La última guerra demostró que las hostilidades entre naciones industriales no duran meses sino años, y que la guerra no se libra tanto con las armas preparadas de antemano como con las que se forjan en el curso del combate. Por consiguiente, a la nación más potente económicamente le interesa restringir los aprestos militares de su posible adversaria. En caso de guerra, la preponderancia de la industria estandarizada y “trustificada” de Estados Unidos, dirigida hacia la producción bélica, otorgará a ese país una preminencia que hoy apenas podemos imaginar.
Desde este punto de vista la paridad en el mar no es paridad. La marina respaldada por una industria más fuerte tiene su preponderancia garantizada de antemano. Por encima de todas las doctrinas, programas políticos, simpatías y antipatías posibles, creo que los hechos descarnados y la fría lógica nos impiden considerar que los acuerdos de paridad naval y otros por el estilo sean una garantía de paz, o siquiera de atemperamiento del peligro de guerra. El acuerdo entre los duelistas o sus padrinos acerca del calibre de los revólveres que van a usar, no impedirá que uno de los dos muera.
El señor MacDonald considera que los resultados alcanzados en su gira norteamericana constituyen el mayor triunfo de la política de paz. Dado que esto es una entrevista, y que en estos casos las posiciones se proclaman y no se explican, me permitiré referirme a un discurso que pronuncié en 1924 sobre las relaciones entre Estados Unidos y Europa. En esa época, si mal no recuerdo, Curzon era ministro de relaciones exteriores y se dedicaba a pronunciar discursos truculentos contra la Unión Soviética. En una polémica contra Lord Curzon (que en la actualidad carece, desde luego, de todo interés político) afirmé que sus insistentes ataques a Rusia se debían tan sólo a que el creciente poderío de Estados Unidos, y en general la situación mundial, colocaban a Inglaterra en una mala situación. Sus protestas debían interpretarse como fruto del resentimiento, pues se veía forzado a negociar acuerdos con Estados Unidos que no redituaban las mismas ventajas a ambas partes. “Llegado el momento -dije- no será Curzon quien realizará esta tarea desagradable; él es demasiado arrogante. No, le será confiada a MacDonald. Será necesaria la benigna elocuencia de MacDonald, Henderson y los fabianos para que la capitulación resulte tolerable.”
Usted pregunta cuáles son mis conclusiones. Pero no me siento obligado a exponerlas en esta entrevista. Las conclusiones atañen a la política práctica y, por lo tanto, dependen del programa de cada uno y de los intereses sociales a los que sirve. En ese sentido existen grandes diferencias entre su diario y yo. Por eso me limité escrupulosamente a analizar hechos y procesos que un programa realista y no fantasioso debe considerar, ya que son indiscutibles, y nos dicen que la próxima etapa se desarrollará bajo la sombra de la poderosa agresión capitalista de Estados Unidos. En el tercer cuarto del siglo XV, Europa descubrió América; en el segundo cuarto del siglo XX, Norteamérica descubrirá el mundo. Su política será la de la puerta abierta, que, como se sabe, en Norteamérica sólo se abre hacia afuera, no hacia adentro.