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Parte II - La onda expansiva de la revolución rusa

En vísperas de la Insurrección

En vísperas de la Insurrección

No hubo necesidad de reunir un congreso extraordinario. La presión de Lenin logró el necesario desplazamiento de las fuerzas hacia la izquierda en el CC, así como en la fracción del Preparlamento, de donde salieron los bolcheviques el 10 de octubre.

En Petrogrado, se promovió el conflicto del soviet con el gobierno por la cuestión del envío al frente de las unidades de la guarnición que simpatizaban con el bolchevismo. El 16 de octubre, se creó el Comité Militar Revolucionario, órgano soviético legal de la insurrección. La derecha del partido se esforzaba por frenar el curso de los acontecimientos. Entraba en una fase decisiva la lucha de tendencias dentro del partido, y de clases dentro del país. En la carta “Sobre el momento presente”, firmada por Kamenev y Zinoviev, es donde mejor se esclarece y argumenta la posición de la derecha. Escrita el 11 de octubre, dos semanas antes de la insurrección y enviada a los principales organismos del partido, esta carta se alza categóricamente contra la decisión del CC en lo que concierne a la insurrección armada.

Poniendo en guardia al partido contra la subestimación de las fuerzas del enemigo, subestimando, en realidad, monstruosamente a las fuerzas de la revolución, y negando hasta la existencia del estado de ánimo combativo entre las masas, los autores del documento (¡dos semanas antes del 25 de octubre!) declaraban: “Estamos profundamente convencidos que proclamar en este momento la insurrección armada no sólo es jugar la suerte de nuestro partido, sino también la de la Revolución Rusa e internacional”. ¿Pero qué habría que hacer si no se decidiera la insurrección y la toma del poder? La carta responde con bastante claridad a esta pregunta. “Por mediación del ejército y de los obreros, tenemos un revólver apoyado contra la sien de la burguesía”, que, bajo esta amenaza, no podría impedir la convocatoria de la Asamblea Constituyente. “Nuestro partido dispone de las mayores probabilidades en las elecciones de la Asamblea Constituyente (...). Aumenta la influencia del bolchevismo (...). Con una táctica justa, podremos obtener, por lo menos, la tercera parte de los mandatos en la Asamblea Constituyente”. Así, pues, según esta carta, el partido debía desempeñar el papel de oposición “influyente” en la Asamblea Constituyente burguesa. Este concepto socialdemócrata se hallaba atenuado hasta cierto punto por las consideraciones siguientes: “No podrán abolirse los soviets, que se han tornado un elemento constitutivo de nuestra vida... Sólo sobre los soviets podrá apoyarse la Asamblea Constituyente en su trabajo revolucionario. La Asamblea Constituyente y los soviets componen el tipo combinado de instituciones estatales hacia el cual nos orientamos”. Anotemos un hecho curioso que caracteriza bien la línea general de los derechistas. Año y medio más tarde, en Alemania, Rudolf Hilferding –quien también luchaba contra la toma del poder por el proletariado–, adoptó la teoría del poder estatal “combinado”, que aliara la Asamblea Constituyente con los soviets. No sospechaba entonces el oportunista austro-alemán que cometía un plagio. La carta “Sobre el momento presente” niega que tuviéramos ya de nuestra parte a la mayoría del pueblo en Rusia, sólo tiene en cuenta la mayoría puramente parlamentaria. “En Rusia –dice– tenemos de nuestra parte la mayoría de los obreros y una fracción importante de los soldados; pero es dudoso todo lo demás. Por ejemplo, estamos persuadidos que, si se efectúan las elecciones de la Asamblea Constituyente, la mayoría de los campesinos votará por los SR. ¿Se trata de un fenómeno fortuito?”.

Esta manera de plantear la cuestión comporta un error radical. No se comprende que la masa campesina puede tener intereses revolucionarios poderosos y un deseo intenso de satisfacerlos, pero no puede tener una posición política independiente. En suma, ha de votar por la burguesía al dar sus votos a los SR, o ha de alistarse de manera activa con el proletariado. Pues bien, de nuestra política dependía la realización de una u otra de estas dos eventualidades. Si fuéramos al Preparlamento para desempeñar el papel de oposición en la Asamblea Constituyente, dejaríamos con ello, casi de modo automático, a los campesinos en la situación de tener que buscar la satisfacción de sus intereses por medio de la Asamblea Constituyente, o sea por medio de su mayoría y no de la oposición. En cambio, la toma del poder por el proletariado creaba inmediatamente el marco revolucionario para la lucha de los campesinos contra los terratenientes y los funcionarios.

Para emplear nuestras expresiones corrientes diré que en esta carta hay, al mismo tiempo, una “subestimación” y una “sobreestimación” de la masa campesina: subestimación de sus posibilidades revolucionarias (bajo la dirección del proletariado) y sobreestimación de su independencia política. Esta doble falta dimana, a su vez, de una subestimación de la fuerza proletaria y de su partido, o sea de un concepto socialdemócrata del proletariado. No hay en ello nada que sorprenda. Todos los matices del oportunismo se fundan, en última instancia, en una apreciación irracional de las fuerzas revolucionarias y de las posibilidades del proletariado.

Al combatir la idea de la toma del poder, los autores de la carta procuran asustar al partido con las perspectivas de la guerra revolucionaria. “No nos sostiene la masa de soldados por la consigna de la guerra, sino por la consigna de la paz… Si, después de tomar el poder, necesitáramos, dada la situación mundial, llevar adelante una guerra revolucionaria, la masa de soldados se alejaría de nosotros. Claro que con nosotros permanecería el elemento selecto de los soldados jóvenes; pero la masa nos abandonaría”. Esta argumentación es de lo más instructiva. En ella se hallan las razones fundamentales que militaron más tarde en favor de la conclusión de la paz de Brest Litovsk , pero en este caso, están dirigidas contra la toma del poder. No cabe duda que la posición adoptada en esta carta favorecía especialemente a sus autores y a los partidarios de la aceptación de la paz de Brest. Sólo nos queda por repetir aquí lo que hemos dicho más arriba: que no es la capitulación temporaria de Brest, por sí misma, lo que caracteriza el genio político de Lenin, sino la alianza de Octubre y Brest. Esto es lo que no hay que olvidar.

La clase obrera lucha y madura con la conciencia de que su adversario es más fuerte que ella. Es lo que se observa continuamente en la vida cotidiana. El adversario tiene la riqueza, el poder estatal, todos los medios de presión ideológica y todos los instrumentos de represión. Forma parte integrante de la vida y de la actividad de un partido revolucionario, en época preparatoria, la costumbre de pensar que el enemigo nos aventaja en fuerza. Además, las consecuencias de los actos imprudentes o prematuros a los que pueda dejarse llevar el partido, le recuerdan de modo brutal, a cada instante, la fuerza de su enemigo. Pero llega un momento en que este hábito de considerar más poderoso al adversario se convierte en el principal obstáculo para la victoria. Hasta cierto punto, se disimula hoy la debilidad de la burguesía a la sombra de su fuerza de ayer. “¡Subestimáis las fuerzas del enemigo!” He aquí en lo que coinciden todos los elementos hostiles a la insurrección armada. “Todos aquellos que no quieran sencillamente disertar acerca de la insurrección –escribían los derechistas dos semanas antes de la victoria– deben hacer pesar fríamente las distintas probabilidades. Y nosotros consideramos un deber decir que, sobre todo en el momento presente, sería más perjudicial subestimar las fuerzas del adversario y sobrestimar las fuerzas propias. Las del enemigo son mayores de lo que parecen. Petrogrado decidirá el resultado de la lucha. Pero en Petrogrado han acumulado fuerzas considerables los enemigos del partido proletario: 5.000 “junkers” muy bien armados y organizados a la perfección, que saben batirse y lo desean con ardor; amén de ellos, el Estado Mayor, los destacamentos de choque, los cosacos, una fracción importante de la guarnición y, por último, gran parte de la artillería, dispuesta en abanico alrededor de la capital. Además, casi es seguro que nuestros adversarios intentarán, con la ayuda del Consejo Central Ejecutivo, traer tropas del frente” (“Sobre el momento presente” ).

En la guerra civil, por supuesto, cuando no se trata sencillamente de contar los batallones, sino de evaluar su grado de conciencia, nunca es posible llegar a una exactitud perfecta. El propio Lenin estimaba que el enemigo tendría fuerzas importantes en Petrogrado, y proponía empezar la insurrección en Moscú, donde, según él, debería realizarse sin efusión de sangre. Son inevitables faltas parciales de este género en el dominio de la previsión, aun dentro de las condiciones más propicias, y siempre resulta más racional afrontar la hipérbole menos grata. Pero lo que por el momento nos interesa es el hecho de la formidable sobreestimación de las fuerzas del enemigo, la deformación completa de todas las proporciones, cuando el enemigo no disponía, en realidad, de ninguna fuerza armada.

Como lo ha demostrado la experiencia en Alemania, esta cuestión tiene una importancia inmensa. Mientras la consigna de la insurrección era principalmente, si no exclusivamente, un medio de agitación para los dirigentes del Partido Comunista Alemán, éstos no pensaban en las fuerzas armadas del enemigo (Reichswehr, destacamentos fascistas, policía). Se les antojaba que el flujo revolucionario que crecía sin cesar, por sí solo, resolvería la cuestión militar. Pero cuando se encontraron situados de manera directa frente al problema, los mismos camaradas que en cierto modo habían considerado inexistente la fuerza armada del enemigo, incurrieron de golpe en el otro extremo: comenzaron a aceptar de buena fe cuantas cifras se les suministraban acerca de las fuerzas armadas de la burguesía, las sumaron con cuidado a las fuerzas de la Reichswehr y de la policía, redondearon el total hasta llegar a más de medio millón, y así se encontraron con que ante ellos tenían un ejército compacto, armado hasta los dientes, suficiente para paralizar sus esfuerzos.

Es indudable que las fuerzas de la contrarrevolución alemana eran más considerables y, en cualquier caso, estaban mejor organizadas y preparadas que las de nuestros kornilovianos y semikornilovianos; pero, asimismo, las fuerzas activas de la revolución alemana eran diferentes de las nuestras. El proletariado alemán representa la mayoría aplastante de la población. Entre nosotros, al menos en la etapa inicial, la cuestión era decidida en Petrogrado y Moscú. En Alemania, la insurrección habría tenido rápidamente una decena de poderosos centros proletarios. Si hubieran pensado en eso los dirigentes del PCA, las fuerzas armadas del enemigo les habrían parecido mucho menos imponentes que en sus evaluaciones estadísticas, desmesuradamente infladas. En todo caso, es necesario rechazar categóricamente las evaluaciones tendenciosas que se han hecho y se continúan haciendo después del fracaso de octubre en Alemania con el objetivo de justificar la política que llevó a este fracaso.

En este caso, nuestro ejemplo ruso tiene una importancia excepcional: dos semanas antes de nuestra victoria sin efusión de sangre en Petrogrado –victoria que lo mismo podíamos conseguir dos semanas atrás–, políticos expertos del partido veían erguirse contra nosotros una multitud de enemigos: los junkers que sabían y deseaban batirse, los batallones de choque, los cosacos, una parte considerable de la guarnición, la artillería dispuesta en abanico alrededor de la capital, las tropas traídas del frente. En realidad no había nada, nada en absoluto. Supongamos ahora, por un instante, que los adversarios de la insurrección hubieran tenido supremacía en el partido y el CC. Entonces, si Lenin no hubiera apelado al partido contra el CC –lo cual se disponía a hacer y que habría hecho seguramente con éxito–, la revolución habría estado condenada a la ruina. Pero no todos los partidos tendrán a disposición suya un Lenin cuando se encuentren frente a un caso análogo. No es difícil figurarse cómo se habría escrito la historia si hubiera triunfado en el CC la tendencia a eludir la batalla. Sin duda, los historiadores oficiales hubiesen representado la situación de modo que mostrara hasta qué punto la insurrección en octubre de 1917 habría sido una verdadera locura, sirviendo al lector estadísticas fantásticas sobre el número de junkers, cosacos, destacamentos de choque, artillería “dispuesta en abanico” y cuerpos de ejército procedentes del frente. Al no verificar su fuerza durante la insurrección, estas fuerzas habrían parecido mucho más amenazantes de lo que en realidad eran. ¡He aquí la lección que conviene incrustar a fondo en la conciencia de cada revolucionario!

La presión insistente, continua, incansable de Lenin sobre el CC, en los meses de septiembre y octubre, obedecía al temor de que dejáramos pasar el momento. “¡Bah! Así aumentará nuestra influencia” –contestaban los derechistas–. ¿Quién tenía razón? ¿Y qué significa dejar pasar el momento? Abordamos ahora la cuestión en que la apreciación bolchevique activa, estratégica, de las vías y los métodos de la revolución, se choca más claramente con la apreciación socialdemócrata, menchevique, impregnada de fatalismo. ¿Qué significa dejar pasar el momento? Evidentemente, la situación más favorable para la insurrección es cuando más nos favorece la correlación de fuerzas. Huelga especificar que se trata aquí de la correlación de fuerzas en el dominio de la conciencia, es decir, de la superestructura política, y no de la base que se puede considerar más o menos constante para toda la época de la revolución. Sobre una sola y misma base económica, con la misma diferenciación de clases de la sociedad, la correlación de fuerzas varía según el estado de ánimo de las masas proletarias, el derrumbamiento de sus ilusiones, la experiencia política acumulada, el quebrantamiento de la confianza de las clases y grupos intermedios en el poder estatal o el debilitamiento de la confianza que en sí mismo tenga el citado poder. En tiempos de revolución estos procesos se efectúan con rapidez. Todo el arte de la táctica consiste en aprovechar el momento en que la combinación de condiciones sea más propicia. La insurrección de Kornilov había preparado en definitiva estas condiciones. Las masas, que perdieron confianza en los partidos de la mayoría soviética, habían visto con sus propios ojos el peligro de la contrarrevolución. Consideraban que ya le correspondía a los bolcheviques el turno de buscar una salida para la situación. No podrían durar mucho la disgregación del poder estatal ni la afluencia espontánea de confianza impaciente y exigente de las masas a los bolcheviques. La crisis debía resolverse de una manera u otra.

“¡Ahora o nunca!” –repetía Lenin. A lo que replicaban los derechistas: “Es un profundo error histórico plantear la cuestión del paso del poder a las manos del partido proletario con el dilema de ‘ahora o nunca’. Porque el partido del proletariado aumentará, y su programa se tornará cada vez más claro para masas cada vez más numerosas(...). Tomando la iniciativa de la insurrección en las circunstancias actuales, podría interrumpir su serie de éxitos(...) Os ponemos en guardia contra esta política funesta” (“Sobre el momento presente”).

Este optimismo fatalista exige un estudio atento. No tiene nada de nacional, ni menos aún de individual. Sin ir más lejos, el año pasado observamos en Alemania la misma tendencia. En el fondo son la irresolución e incluso la incapacidad de acción las que se disimulan tras este fatalismo expectante; pero se enmascaran con un pronóstico consolador, arguyendo que nos volvemos cada vez más influyentes, que nuestra fuerza aumentará con el tiempo. ¡Craso error! La fuerza de un partido revolucionario sólo crece hasta un momento dado, después del cual puede declinar. Ante la pasividad del partido, las esperanzas de las masas ceden el puesto a la desilusión y, entre tanto, el enemigo se repone de su pánico y saca ventaja de esta desilusión. Hemos asistido a un cambio de este tipo en Alemania en octubre de 1923. Tampoco en Rusia estuvimos muy lejos de semejante cambio, en otoño de 1917. Para que se llevase a cabo, quizás habría bastado dejar pasar aún algunas semanas. Lenin tenía razón: “¡Ahora o nunca!”.

“Pero –decían los adversarios de la insurrección, formulando así su último y capital argumento– la cuestión decisiva está: ¿el estado de ánimo de los obreros y soldados de la capital llega a tal extremo que éstos ya no ven salvación más que en la batalla de las calles, que ellos la quieren a culaquier precio? No existe tal estado de ánimo... La existencia de un estado de ánimo combativo que incitara a salir a las calles a las masas de la población pobre de la capital, sería una garantía de que, si estas masas tomaran la iniciativa de la intervención, arrastrarían consigo a organismos más considerables e importantes (sindicato de ferroviarios, de correos y telégrafos, etc.), en los cuales la influencia de nuestro partido es débil. Pero, como este estado de ánimo ni siquiera existe en las fábricas y los cuarteles, tomarlo como base para edificar planes sería un engaño” (“Sobre el momento presente”).

Estas líneas, escritas el 11 de octubre, adquieren una importancia de actualidad excepcional si se recuerda que, para explicar la retirada sin combate del año pasado, también los camaradas alemanes que dirigían el partido alegaron la razón de que las masas no querían batirse. Pero es necesario comprender que, en general, está mejor asegurada la insurrección victoriosa cuando las masas ya son lo bastante expertas como para no lanzarse irracionalmente a la batalla y esperan, exigen una dirección combativa, resuelta e inteligente. En octubre de 1917, las masas obreras –o al menos su sector dirigente–, instruidas por la intervención de abril, las Jornadas de Julio y la sublevación de Kornilov, comprendían perfectamente que ya no se trataba de protestas espontáneas parciales ni de reconocimientos, sino de la insurrección decisiva para la toma del poder. Por ende, su estado de ánimo se había vuelto más reconcentrado, más crítico, más razonado.

El tránsito de la espontaneidad confiada y llena de ilusiones a una conciencia más crítica, engendra inevitablemente una crisis revolucionaria. Esta crisis progresiva en el estado de ánimo de las masas sólo puede ser superada por una política apropiada del partido, es decir, ante todo, por su deseo y su verdadera capacidad de dirigir la insurrección del proletariado. Por el contrario, un partido que durante largo tiempo haya llevado adelante una agitación revolucionaria, arrancando poco a poco al proletariado de la influencia de los conciliadores, y que cuando es llevado a la cima de los acontecimientos por la confianza de las masas, si comienza a titubear, buscar subterfugios, tergiversar y dar rodeos, provoca en ellas la decepción y la desorganización, pierde la revolución. En cambio, se asegura la posibilidad de alegar, luego del fracaso, la falta de actividad de las masas. Hacia ese camino empujaba a nuestro organismo la carta “Sobre el momento presente”. Por fortuna, el partido, bajo la dirección de Lenin, liquidó con una actitud resuelta tal estado de ánimo en las esferas dirigentes, y sólo merced a ello fue capaz de llevar la revolución al triunfo.

[1] La paz de Brest Litovsk (1918): puso fin a la guerra entre la Rusia revolucionaria y la Alemania imperialista. Rusia debió conceder grandes indemnizaciones y abandonar gran parte de su territorio. Trotsky aprovechó las negociaciones, demorándolas todo lo posible, para desarrollar las posiciones revolucionarias y permitir al proletariado alemán que saliera de los vapores creados por la guerra. En las circunstancias por las que atravesaba Rusia, señaló Lenin, era imposible llevar adelante una guerra revolucionaria. La revolución necesi­taba un período de paz para consolidarse y crear sus propias fuerzas armadas.