“Democracia soviética”[1]
10 de febrero de 1935
Para contrarrestar de algún modo la repulsiva impresión creada por la forma en que Stalin, con el pretexto de combatir al terrorismo, se maneja con sus adversarios políticos, se dio mucha publicidad a una gran reforma democrática: se concedió a los campesinos de las granjas colectivas, como miembros de una sociedad socialista, los mismos derechos electorales que a los obreros industriales. Los lacayos entonan aleluya sobre la entrada en el reino de la genuina democracia (¿pero qué había ayer?).
La desigualdad de derechos electorales entre obreros y campesinos tiene sus razones sociales. La dictadura del proletariado en un país campesino encontró su necesaria y franca expresión en los derechos electorales de los obreros. La desigualdad de derechos presuponía, de cualquier modo, la existencia de derechos. El sistema soviético daba a los trabajadores una real posibilidad de decidir los destinos del país. El poder político se concentraba en el partido de vanguardia. El partido estaba siempre sometido a la presión de las masas a través de los soviets y de los sindicatos. Gracias a esa presión la burocracia soviética se mantenía subordinada al partido.
Es una insensatez total suponer que el campesinado logró reeducarse totalmente en dos o tres años de colectivización. El antagonismo entre la ciudad y la aldea todavía conserva toda su aspereza. Hoy todavía es inconcebible la dictadura sin la hegemonía del proletariado sobre el campesinado. Pero, dado que la burocracia privó tanto a los obreros como a los campesinos de sus derechos políticos, la desigualdad de derechos electorales entre ambos había perdido todo su contenido real. Desde el punto de vista de la mecánica del régimen bonapartista, la distribución de los distritos electorales carece absolutamente de importancia. Si la burocracia le hubiera dado al campesino diez veces más votos que al obrero, el resultado seria el mismo, porque en última instancia todos y cada uno poseen un solo y único derecho: votar por Stalin.
A primera vista el voto secreto puede parecer una verdadera concesión. Pero, ¿quién se atrevería a oponer su propia candidatura a la lista oficial? Si por el “voto secreto” se eligiera a un oposicionista, inmediatamente después de las elecciones se lo proclamaría un enemigo de clase. Por eso el voto secreto no puede provocar ningún cambio real.
Toda la reforma no representa más que una mascarada bonapartista. La misma necesidad de esa mascarada constituye un testimonio irrefutable de la creciente agudización de las relaciones entre la burocracia y las masas trabajadoras. Ni a los obreros ni a los campesinos les hacen falta las ficciones democráticas. Mientras Stalin siga apretando con sus dos manos la garganta de la vanguardia proletaria todas las reformas constitucionales seguirán siendo charlatanería bonapartista.