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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XXXVI: Oposición Militar

Capítulo XXXVI: Oposición Militar

El verdadero meollo del problema que se nos planteaba para organizar eficazmente el ejército rojo, estaba en encontrar la medida exacta de las relaciones entre el proletariado y la clase, campesina. En el año 23 había de lanzarse esa especie necia y mentirosa de mi "menosprecio" de los campesinos. La verdad es que desde 1918 a 1921 nadie se familiarizó tanto ni tan íntimamente como yo con el problema de los soviets del campo. El contingente principal del ejército lo formaban los campesinos y era en el ambiente del campo donde el ejército operaba. No puedo detenerme mucho en este importante problema, y me limitaré a citar dos o tres ejemplos clarísimos que ilustrarán la posición adoptada por mí ante el asunto. El día 22 de marzo de 1919 telefoneé por el hilo directo al Comité central pidiendo que recayese acuerdo acerca del nombramiento de una comisión del Comité ejecutivo central del partido, asistida de los poderes necesarios. El objetivo de esta comisión era fortificar entre los campesinos de la región del Volga la fe en el Poder central de los Soviets, acabar con los abusos locales más descarados, castigar a los representantes del Poder central, principales culpables de lo que ocurría, y reunir las quejas y los elementos de juicio necesarios para dictar los decretos que se estimasen oportunos en favor de los campesinos de situación media, necesitados de ayuda. Conviene advertir que esta conferencia telefónica la hube de celebrar con el propio Stalin, a quien expliqué en persona la importancia que estos campesinos tenían para nosotros. En el mismo año de 1919 se nombró a Kalinin, a instancia mía, presidente del Comité ejecutivo central, en atención a las relaciones que mantenía con esta clase de campesinos y a lo bien que conocía sus necesidades. Pero lo que más importa hacer notar es que ya en el mes de febrero de 1920, bajo la impresión de las observaciones recogidas acerca de la vida de los campesinos de los Urales, hube de abogar de un modo apremiante porque se decretase la transición a la nueva política económica. En el Comité central sólo pude conseguir cuatro votos contra once en apoyo de mi proposición. Por entonces, Lenin se oponía, y con gran intransigencia, a que se aboliese el régimen de tasas. Stalin, por supuesto, votó contra mí. Al año de ocurrir esto se acordó por unanimidad implantar la nueva política económica, cuando todavía flotaba en el ambiente el clamor de la sublevación de Cronstadt y creada ya una atmósfera de hostilidad amenazadora por parte del ejército.

Casi todas, por no decir que todas, las cuestiones y dificultades de principio que había de plantear en los años siguientes la reconstrucción del país por los Soviets, se nos presentaron a nosotros antes que a nadie en el terreno militar, y de un modo bastante compacto, a decir verdad. En ningún ejército, sea o no rojo, caben aplazamientos ni dilaciones. Los errores traducíanse en una sanción inmediata. La oposición que provocasen los acuerdos o las órdenes vigentes había que pulsarla sobre el terreno, en plena acción. De aquí la línea lógica que, en términos generales, siguió la organización del ejército rojo y el que no pudiéramos andar experimentando y ensayando con arreglo a diversos sistemas. Si hubiéramos dispuesto de más tiempo para emplearlo en razonamientos y disquisiciones, seguramente que hubiéramos cometido muchos más errores y desaciertos todavía.

Sin embargo, no puede negarse que en el seno del partido surgieron luchas intestinas; luchas que, en ciertos momentos, tomaron un cariz bastante duro. Pero no podía ser de otro modo. Teníamos que afrontar problemas demasiado nuevos para nosotros y preñados de dificultades.

El antiguo ejército andaba todavía disperso por el país, sembrando por todas partes el odio contra la guerra, al tiempo que nosotros nos veíamos forzados por las circunstancias a levantar nuevos regimientos. A los oficiales zaristas se les arrojaba del servicio, y, no pocas veces, se les arreglaban las cuentas despiadadamente. Y mientras esto ocurría, nosotros no teníamos más remedio que valernos de ellos como instructores para la formación del nuevo ejército. Los comités creados en el ejército antiguo habían surgido como un fruto de la propia revolución, a lo menos en su primera etapa. En los nuevos regimientos no podíamos tolerar que existiesen Comités, pues éstos eran ya un principio de desorganización. Y aun no se habían disipado las maldiciones lanzadas sobra la vieja disciplina, cuando nos veíamos obligados a implantar otra nueva. Del sistema del voluntariado hubo que pasar, con una brusca transición, al sistema de la recluta forzosa y del régimen de las facciones de parciales a una organización militar regular y disciplinada. Hubimos de sostener, día tras día, una campaña que requería una enorme tenacidad, intransigencia y, a veces, hasta un poco de crueldad. Aquel régimen caótico de las partidas era el fiel reflejo de la base campesina sobre la que se erigía la revolución. Luchar contra él era, por tanto, luchar por un sistema de Estado proletario contra todos aquellos elementos anarquistas y pequeñoburgueses que lo minaban. Sin embargo, los métodos y los hábitos del partidismo y de la facción encontraban eco y acogida en las filas de nuestro propio partido.

Ya en los primeros meses de la organización del ejército rojo, empezó a dibujarse en los asuntos militares una campaña de oposición. La base principal de esta campaña era la defensa del sistema electoral, la protesta contra la colaboración de especialistas y técnicos militares, contra la implantación de una disciplina férrea, contra la centralización del ejército y otras medidas por el estilo. Los elementos de la oposición buscaron una fórmula teórica de generalidad para envolver sus pretensiones y dijeron que el ejército centralizado era la expresión del Estado imperialista. Según ellos, la revolución tenía que hacer cruz y raya, no sólo de la guerra de posiciones, sino también del ejército centralizado. La revolución-decían-tiene que confiarse por entero a la movilidad, a los ataques rápidos y audaces, a la rapidez en los movimientos. Su mejor instrumento eran-siempre a juicio de la oposición-los pequeños destacamentos en que entrasen todas las armas combinadas y que operasen por su cuenta, sin sujeción al mando central, aprovechándose de las simpatías de la población, lanzándose de improviso sobre el blanco del enemigo, etc., etc. En una palabra, se proclamaba como método táctico de la revolución la táctica de la guerra de guerrillas. Todo esto no eran más que principios abstractos, que en sustancia se reducían a idealizar nuestra falta de poderío. Pronto las serias enseñanzas de la guerra civil se encargaron de refutar estos prejuicios. La dura experiencia de la lucha demostró en seguida, y bien a las claras, las grandes, ventajas que tienen una organización y una estrategia centralizadas sobre todas las improvisaciones locales y toda casta de separatismos y federalismos en la milicia.

Al servicio del ejército rojo estaban varios miles-cada vez más-de oficiales sacados de los cuadros de las antiguas formaciones. Muchos de estos oficiales, no hacía más de dos años que-según su propia confesión-tenían a los liberales más moderados por los más terribles revolucionarios, y a los bolcheviques no digamos: éstos eran ya, para ellos, magnitudes de la cuarta dimensión. "Verdaderamente-hube de escribir por entonces, saliendo al paso de aquella campaña de la oposición-, abrigaríamos una opinión bastante pobre de nosotros y de nuestro partido, de la fortaleza moral de nuestra idea y del poder de atracción de nuestra moral revolucionaria, si no creyéramos, sí no nos fuera lícito creer en la posibilidad de traer a nuestro campo a varios miles de técnicos, militares y no militares." Y, en efecto, lo conseguimos, al fin y al cabo, aunque nos costase no pocas dificultades y conflictos.

Los comunistas no se adaptaban fácilmente a los trabajos militares. Había que proceder a una selección y a un proceso educativo. Ya antes de lo de Kazán, en agosto del año 18, telegrafié a Lenin: "No mandar más que aquellos comunistas que sean capaces de sumisión, que estén dispuestos a pasar privaciones y resueltos incluso a morir. Agitadores de, poca monta, no nos hacen falta aquí." Al año de esto, encontrándome en Ukrania, donde reinaba una anarquía bastante grande en las filas del partido, dije, en una orden del día que di para el 14.º ejército: "Advierto que el comunista que venga a las filas del ejército como delegado del partido tendrá los mismos derechos y deberes que tienen los demás soldados del ejército rojo y será uno de tantos. Pero los comunistas que falten a sus deberes revolucionarios en la guerra o se hagan reos de algún delito contra sus banderas, recibirán doble castigo, pues lo que a hombres incultos puede serles, acaso, perdonado no es digno de perdón cuando se trata de afiliados al partido, que, por serlo, figuran a la cabeza de la clase trabajadora del mundo entero." Se comprende que, en estas condiciones, no faltasen conflictos y que abundasen los descontentos.

En las filas de la oposición militar formaba, por ejemplo, Piatakof, actual director del "Banco de Estado". Era un hombre dispuesto a engancharse siempre a cualquier oposición que surgiese... para acabar rindiéndose al servicio de la burocracia. Hace unos tres o cuatro años, cuando Piatakof pertenecía todavía conmigo a uno de esos grupos heterodoxos que tanto le gustaban, dije medio en broma, y la broma resultó una profecía, que Piatakof, si por acaso en Rusia se diera un golpe bonapartista, al día siguiente cogería su cartera y sus papeles y se iría tranquilamente a la oficina. Ahora, puedo añadir, ya en serio, que si aún no lo ha hecho, no es precisamente por su culpa, sino por falta del Bonaparte. Piatakof gozaba en Ukrania de gran predicamento, y no en balde, pues se trata, en realidad, de un marxista bastante formado, sobre todo en asuntos económicos, y de un buen administrador-esto no puede negarse-, dotado de una voluntad bastante recia. En los primeros años, poseía, además de estas virtudes, la energía de un revolucionario, pero ésta se tomó rápidamente en el conservadurismo burocrático que hoy le caracteriza. Lo primero que hice para combatir sus ideas medio anarquistas en punto a la organización del ejército, fué confiarle desde el primer momento un puesto de responsabilidad, en que no tuviera más remedio que pasar de la palabra al hecho. Este recurso, que no tiene nada de nuevo, es, en muchos casos, infalible. Pronto su buen sentido administrativo le hizo comprender que había que resignarse a aplicar aquellos métodos contra los que de palabra tanto batallaba. Metamorfosis de estas hubo muchas. Los mejores elementos de la oposición militar se abrazaron en seguida al trabajo. A los más intransigentes les invité a que organizasen un regimiento con arreglo a sus principios, prometiéndoles facilitarles los recursos necesarios para sostenerlo. No hubo más que un grupo, en el Volga, que aceptase el reto, pero el regimiento que pusieron en pie no se diferenciaba absolutamente en nada de los demás. El ejército rojo venció en todos los frentes y, poco a poco, la oposición fué reduciéndose a la nada.

En el capítulo del ejército rojo y de la oposición militar merece lugar aparte Tsaritsin, donde los organizadores militares se agruparon en torno a Woroshilof. A la cabeza de casi todos los destacamentos revolucionarios de esta zona estaban antiguos suboficiales procedentes de las aldeas del Cáucaso Norte. La profunda rivalidad que existía entre los campesinos y los cosacos daba una crueldad especial a la guerra civil en las estepas del Sur; apenas había aldea en que esta crueldad no anidase, conduciendo al exterminio de familias enteras. Aquello era una verdadera guerra de campesinos, que tenía sus raíces en lo más hondo de los antagonismos locales y que superaba en exasperación a los combates revolucionarios que se libraban en el resto del país. De esta guerra surgieron multitud de enérgicas facciones, que en los encuentros de carácter local se portaban magníficamente, pero, en cambio, solían fallar cuando queríamos destinarlas a operaciones de mayor monta.

La biografía de Woroshilof da buena idea de lo que es la vida de un proletario que abraza la causa de la revolución. Woroshilof capitaneó huelgas, se dedicó a la propaganda secreta, sufrió cárceles y destierros. Pero, como tantos otros de los que hoy están al frente del Gobierno, este hombre no era, en realidad, más que un demócrata revolucionario de corte nacionalista. Así se hubo de demostrar palmariamente, primero en la guerra imperialista y luego en la revolución de Febrero. En la biografía oficial de Woroshilof hay una laguna que abarca los años de 1914 a 1917; la misma con que nos encontramos en la: vida. de casi todos los caudillos de la hora presente. El secreto de esta laguna está en que la mayoría de ellos se sintieron durante la guerra fervientes patriotas y volvieron la espalda a la revolución. Al sobrevenir el movimiento de Febrero, Woroshilof apoyó desde la izquierda el Gabinete de Gutchkof y Miliukof, ni más ni menos que Stalin. Sus ideas eran las de unos demócratas radicales revolucionarios; nada más lejos de ellos que el internacionalismo. Casi podría uno asegurar como axiomático que aquellos bolcheviques que durante la guerra, se sintieron patriotas, y demócratas después de la revolución de Febrero, son los que comulgan hoy en el socialismo nacionalista de Stalin. Woroshilof no había de ser, naturalmente, una excepción a esta regla.

Woroshilof, aunque era un obrero de Lugansk-de una clase de obreros privilegiados-, tenía, por sus hábitos y por sus gustos, más traza de pequeño rentista que de proletario. Después de la revolución de Octubre convirtiese, como era lógico, en el eje de la campaña de oposición que libraban los suboficiales de Tsaritsin y las facciones contra la organización de un ejército centralizado que requería, naturalmente, conocimientos militares y un horizonte mental más amplio. Y así surgió el movimiento de oposición de aquella zona.

Entre los que rodeaban a Woroshilof se hablaba con un odio que no se molestaban en recatar de los especialistas, de los militares de academia del alto mando y de Moscú. Pero como aquellos caudillos de facción no disponían del menor conocimiento en cosas de milicia, no tenían más remedio que llevar al lado, para que los asesorase, a un "especialista"; con la diferencia de que el suyo solía ser de la peor especie, se aferraba a su puestecito y lo defendía desesperadamente contra otros más capaces y mejor informados. Aquellos caudillos guerreros de Tsaritsin no se comportaban con las autoridades soviéticas del frente mucho mejor que contra el enemigo. Todas sus relaciones con Moscú se reducían a constantes peticiones de material de guerra. Entre nosotros, todo escaseaba. La producción de las fábricas iba aún caliente, a manos del soldado. Ningún frente consumía tantos fusiles y tantos cartuchos como el de Tsaritsin. La primera vez que no se pudo atender a un pedido, los de Tsaritsin pusieron el grito en el cielo, diciendo que en Moscú los traicionábamos. En Moscú tenían destacado a un representante especial, el marinero Shivodier, sin otra misión que sacar todo lo que pudiese de armas, municiones y vituallas para aquel ejército. Cuando nos vimos obligados a apretar un poco más las mallas de la disciplina, este marinero se pasó a los bandidos. Algún tiempo después, creo que lo cogieron y lo fusilaron.

Stalin pasó algunos meses en Tsaritsin y empalmó a la tosca campaña de oposición de Woroshilof y de sus parciales la intriga que venía tejiendo contra mí entre bastidores, y que ya por aquel entonces consumía una buena parte de su actividad. Pero procurando siempre tener cubierta la retirada, para dar el salto atrás cuando le conviniese. Del mando central y del alto mando del frente estaban llegando constantemente quejas sobre los de Tsaritsin. Allí-decían-era imposible conseguir que se ejecutase una orden, no había modo de saber lo que pasaba, ni se molestaban siquiera en contestar a las preguntas que se les hacían. Lenin estaba muy preocupado, esperando a ver en qué paraba aquel conflicto. Conocía a Stalin mejor que yo y sospechaba, evidentemente, que detrás de aquella insubordinación estaba su mano tirando de los hilos. La situación iba haciéndose insostenible y decidí ponerle fin. Tan pronto como se produjo un nuevo choque del mando con la facción pedí la destitución de Stalin. Esta orden se cursó por medio de Sverdlof, que salió en persona para Tsaritsin en un tren especial, con instrucciones para que recogiese a Stalin y se lo trajese con él. Lenin procuraba, y hacia bien, amortiguar en todo lo posible el conflicto. Yo no me había torturado nunca gran cosa pensando en Stalin. En el año 17 había cruzado por delante de mí como una sombra huidiza. Arrastrado por la pasión de la lucha, ni siquiera me di cuenta de que existía. Lo que me preocupaba era el ejército de Tsaritsin. Necesitaba en el frente Sur un flanco izquierdo en el que se pudiese confiar, y salí para Tsaritsin dispuesto a conseguir por todos los medios lo que buscaba. En el camino, me encontré con Sverdlof. Este, muy cautelosamente, se informó acerca de mis intenciones, y cuando las supo me invitó a que hablase con Stalin, que iba allí precisamente, en su vagón, de regreso.

-¿Va usted, realmente, a echarlos a todos?-me preguntó Stalin, con un tono de voz rebuscadamente humilde-. Son buenos muchachos...

-Sí-le contesté-, pero esos "buenos muchachos" acabarán por estrangular la revolución, que no puede esperar a que les salga la muela del juicio. Todo lo que yo pretendo es que Tsaritsin se incorpore a la República de los Soviets.

Unas horas después tenía delante de mí a Woroshilof. En el cuartel general de Tsaritsin reinaba gran excitación. Se había corrido el rumor de que iba a llegar yo provisto de una gran escolta y de que llevaba conmigo dos docenas de generales zaristas, para sustituir con ellos a los cabecillas de la facción. A estos cabecillas que, dicho sea de paso, me presentaron rebautizados de generales, unos de regimiento, otros de brigada y otros de división. Pregunté a Woroshilof en qué actitud estaba respecto a las órdenes procedentes del frente y del mando supremo. Fué sincero, y me dijo que Tsaritsin no se creía obligado a ejecutar más órdenes que aquellas que estimaba justas. Esto, era ya demasiado. Le hice saber que si no se obligaba, de un modo taxativo y sin condiciones, a ejecutar las órdenes y acciones de guerra que se le encomendasen, le mandaría inmediatamente a Moscú con una escolta para que un consejo de guerra juzgase su conducta. No necesité destituir a nadie, pues todo el mundo me aseguré formalmente, que se sometería. La mayoría de los comunistas incorporados al ejército de Tsaritsin me secundaron, pero no por miedo, sino por convicción. Revisté todos los destacamentos de tropa y procuré estar afectuoso con los de la facción, entre los que había muchos excelentes soldados, necesitados únicamente de quien los supiese mandar. Tales fueron los resultados con los que volví a Moscú. En toda la tramitación de este asunto no me dejé llevar por un asomo de parcialidad ni de animadversión personal contra nadie. Créome autorizado para decir que en mi actuación política las consideraciones personales no han desempeñado nunca ningún papel. Pero en aquella lucha gigantesca que estábamos sosteniendo era demasiado lo que teníamos que ganar o perder, para que me anduviese con contemplaciones. Y muchas veces, casi a cada paso, sin darme cuenta, tenía que pisar a éste o aquél en los ojos de gallo de sus prejuicios personales, de sus amistades o de su amor propio. Stalin iba detrás, reuniendo cuidadosamente todos los ojos de gallo doloridos, pues disponía del tiempo y del interés necesarios para tal empresa. Desde aquellas jornadas, los caudillos de Tsaritsin fueron otros tantos instrumentos en manos de él. Tan pronto como Lenin se puso enfermo, Stalin consiguió, por mediación de sus compinches, que Tsaritsin cambiase de nombre, pasando a llamarse Stalingrado. La masa de la población no tiene ni la más remota idea de lo que el nuevo nombre significa. Y si hoy Woroshilof forma parte del "Buró político", será seguramente-no veo otra razón que lo explique-porque, en el año 18, le obligué a someterse al Poder central, so pena de mandarle a Moscú escoltado.

El día 4 de octubre de 1918 comuniqué a Sverdlof y a Lenin lo siguiente, por el hilo directo, desde Tambof:

"Insisto categóricamente en la necesidad de destituir a Stalin. El frente de Tsaritsin sigue inseguro, a pesar de su superioridad de fuerzas. A él (a Woroshilof) le dejo de General en jefe del décimo ejército (era el de Tsaritsin) bajo la condición de que se someta a las órdenes del alto mando del frente Sur. Hasta hoy, los de Tsaritsin no han enviado a Koslof un solo comunicado respecto a sus operaciones. Les he dado orden de que comuniquen dos veces al día los movimientos de sus tropas y los resultados del servicio de espionaje. Si mañana no tengo noticias, entregaré a Woroshilof a un consejo de guerra y lo haré saber así en la orden del día que dé a las tropas. Tenemos que aprovechar para el ataque el poco tiempo que queda hasta los temporales de lluvias de otoño que cierran todos los caminos, lo mismo a caballo que a pie. Para negociaciones diplomáticas no disponemos ahora de vagar."

Stalin fué destituido. Lenin sabía sobradamente que yo no me dejaba guiar más que por consideraciones objetivas. Claro está que, aun comprendiéndolo así, se preocupaba también de aminorar en lo posible el conflicto y amortiguar las desavenencias.

El día 23 de octubre, me dirigía a Balashof las líneas siguientes:

"Hoy ha llegado Stalin con la noticia de tres grandes victorias, conseguidas por nuestras tropas cerca de Tsaritsin (aquellas "victorias" no tenían, en realidad, más que una importancia meramente episódica, L. T.). He convencido a Woroshilof y a Minin, a quienes tiene por colaboradores muy valiosos e insustituibles, de que no se vayan, sino que se sometan a las órdenes del mando central; el único motivo que tienen de descontento es, según lo que él me ha dicho, el que no se les mandan, o lo mucho que tardan en llegar, los cartuchos y granadas, lo cual puede-dice-ser la ruina de aquel ejército caucásico, compuesto por doscientos mil hombres y en excelente disposición. (Este ejército faccioso se desmoronó al primer ataque y resultó ser completamente inepto para la lucha. L. T.).

"Stalin desearía poder trabajar en el frente Sur... pues confía en que sobre el trabajo podrá demostrar la exactitud de sus opiniones... Al comunicar a usted todas estas declaraciones de Stalin, le ruego que medite acerca de ellas y me conteste, primero, si está dispuesto a tener una entrevista personal con él, para lo cual se encargaría de buscarle; y segundo, si usted cree posible eliminar, bajo determinadas condiciones concretas, los antiguos rozamientos y organizar la labor en común, cosa que él &sea vivamente. Por lo que a mí respecta, entiendo que es necesario encontrar aplicación a todos los elementos y llegar a una colaboración con Stalin. Lenin."

Me mostré dispuesto en un todo a aceptar esta fórmula, y Stalin fué designado para ocupar un puesto en el Consejo revolucionario de Guerra del frente Sur. Pero la transacción no dió ningún resultado. En Tsaritsin las cosas seguían estancadas, como antes. El día 14 de diciembre telegrafié a Lenin desde Kursk:

"Es imposible seguir manteniendo a Woroshilof en su puesto, cuando por él se han malogrado todos los intentos para llegar a una avenencia. Urge enviar a Tsaritsin un nuevo Consejo revolucionario de Guerra con un nuevo general en jefe. Woroshilof ha sido enviado a Ukrania."

Esta proposición fué aceptada sin resistencia. Mas tampoco en Ukrania marchaban las cosas mejor. La anarquía allí reinante dificultaba ya no poco, de suyo, las operaciones militares ordenadas. La oposición desarrollada por Woroshilof, a cuya espalda maniobraba como siempre Stalin, imposibilitaba toda labor.

El día 10 de enero, hube de comunicar desde la estación de Griasi con Sverdlof, presidente por entonces del Comité ejecutivo central, para decirle: "Declaro categóricamente que el grupo de Tsaritsin, causante de la ruina total de aquel ejército, no puede seguir siendo tolerado en Ukrania... El grupo de Stalin, Woroshilof a. Co. equivale a la aniquilación de todos nuestros esfuerzos. Trotsky."

Lenin y Sverdlof, que seguían a distancia los manejos de los de Tsaritsin, esforzáronse todavía por llegar a una solución amistosa. Desgraciadamente, no conservo entre mis papeles su telegrama. Con fecha de II de enero, contesté a Lenin: "Es necesario, indudablemente, llegar a una transacción, pero siempre que no sea simulada. La verdad es que todos los de Tsaritsin han ido a concentrarse a Kharkof... Considero el trato de favor que Stalin da a estas gentes y tendencias como un tumor muy peligroso, peor que cualquier traición de los especialistas militares... Trotsky."

"Una transacción, pero siempre que no sea simulada." Lenin había de repetirme esta frase casi a la letra, y referida al propio Stalin, a la vuelta de cuatro años. Estaba a punto de celebrarse el 12.º congreso del partido. Lenin preparaba un ataque que había de aniquilar al grupo stalinista. Inició la acometida en el terreno de la cuestión nacional. Como yo sugiriera una transacción, Lenin me dijo:

-Ya verá usted cómo Stalin simula aceptar la transacción, para luego faltar a ella.

En marzo de 1919, en una carta dirigida al Comité central, hube de replicar en los términos siguientes a Zinovief, que andaba flirteando equívocamente con la oposición militar: "A mí no me interesa analizar mediante investigaciones de psicología individual a qué grupo de la oposición militar pertenece Woroshilof; me interesa tan sólo hacer constar que lo único de que puedo acusarme para con él es de haber perdido ya demasiado tiempo, dos o tres meses, en negociaciones, amonestaciones y todo género de combinaciones personales, para llegar a un resultado, cuando el interés de la causa exigía una resolución rápida y firme. Pues de lo que se trataba, en rigor, respecto al décimo ejército, no era tanto de convencer a Woroshilof como de conseguir rápidamente un resultado militar."

El día 30 de mayo le piden a Lenin desde Kharkof, apremiantemente, que se forme un grupo especial dentro de aquel ejército, bajo el mando de Woroshilof. Lenin me transmite la petición por el hilo directo a la estación de Kantemirovka. Con fecha de 1.º de junio, le contesto: "La propuesta de algunos ukranianos de poner el 2.º, el 13.º y el 8.º ejército bajo el mando de Woroshilof, es completamente inaceptable. Para operar contra Denikin, no es una unidad concentrada en la cuenca del Donez la que nos hace falta, sino un conjunto... La idea de una dictadura guerrera y de aprovisionamiento ejercida por Woroshilof en Ukrania, es el fruto de las tendencias autonomistas de la cuenca del Donez, enderezadas contra Kief (es decir, contra el Gobierno ukraniano) y contra el frente Sur... A mí no me cabe duda de que la realización de este plan contribuiría a aumentar el caos y asestaría un golpe de muerte a la dirección de las operaciones. Ruego que se exija a Woroshilof y a Meshlaouk que cumplan en todas sus partes con el cometido que se les ha designado... Trotsky."

El 1.º de junio, Lenin telegrafiaba a Woroshilof: "Es necesario suspender a toda costa los mítines y encauzar todas las energías a los objetivos de la guerra; conviene que se abstengan ustedes de todo género de proyectos y especulaciones sobre formación de grupos autónomos y de toda tentativa para reconstruir de una manera encubierta el frente ukraniano... Lenin."

Lenin, que estaba convencido ya, por experiencia, de lo difícil que era meter en cintura a todos aquellos que laboraban por la indisciplina y el separatismo, convocó aquel mismo día una sesión del "Buró Político" e hizo que recayese el siguiente acuerdo, comunicado inmediatamente a Woroshilof y demás personas interesadas: "Reunido el "Buró Político" del Comité central con fecha 1.º de junio, acuerda, coincidiendo en un todo con Trotsky, rechazar resueltamente el plan que proponen los ukranianos respecto a la formación de una unidad autónoma en la cuenca del Donez. Exigimos que Woroshilof y Meshlaouk cumplan con sus deberes inmediatos... En otro caso, Trotsky les mandará a llamar a Isium, donde adoptará las medidas que estime oportunas. Por encargo del Buró del Comité central, Lenin."

Al día siguiente, el Comité central hubo de deliberar acerca de la hazaña realizada por el General en jefe Woroshilof, que habiéndose adueñado por la fuerza de la mayor parte del material de guerra tomado al enemigo, lo puso, por sí y ante sí, a disposición de su propio ejército. He aquí el acuerdo tomado por el Comité central: "El camarada Rakovsky queda encargado de informar telegráficamente de ello al camarada Trotsky, que se encuentra en Isium, rogándole que adopte las más enérgicas medidas para que ese material sea entregado sin demora al -Consejo revolucionario de Guerra de la República." Aquel mismo día, Lenin comunicó conmigo por el hilo directo para decirme: "Dibenko y Woroshilof hacen desaparecer el material de guerra. Completo caos. A la cuenca del Donez no se le presta ningún socorro serio. Lenin." Es decir, que en Ukrania se venía a repetir la misma historia de Tsaritsin.

Nada tiene de extraño que mi actuación militar me valiese muchos enemigos. Yo no me andaba con contemplaciones, empujaba con el codo y quitaba de en medio a todos los que estorbaban para el avance militar y, acuciado por las prisas, pisaba en los callos a los mirones, sin que me quedase tiempo para pedirles perdón. Hay gente que no olvida estas cosas. Los descontentos y los humillados se iban a llorar sus cuitas a Stalin o a Zinovief, que también se sentían ofendidos por mí. Cuando sobrevenía cualquier revés en el frente, Lenin veíase acosado por los descontentos. Stalin era, ya entonces, el encargado de dirigir estas maquinaciones detrás del telón. Llovían quejas sobre la torpe política seguida en los asuntos de guerra, sobre la protección dispensada por mí a los especialistas, sobre el régimen de crueldades a que sometía a los comunistas, etc., etc. Aquellos generales postergados y aquellos mariscales rojos que no habían llegado a lograrse, enviabais informe tras informe acerca de lo ruinosos que eran los planes estratégicos del alto mando, acerca de la política de sabotaje seguida por éste y muchas cosas más por el estilo.

Lenin estaba demasiado absorbido por los problemas de dirección, para poder hacer viajes a los frentes y ahondar en la labor diaria del departamento de Guerra. Yo me pasaba en el frente la mayor parte del tiempo, y eso facilitaba la tarea a los intrigantes y soplones. Era natural que sus clamores insistentes despertasen de vez en cuando cierto desasosiego en Lenin. Siempre que venía a Moscú, encontraba diversas dudas y preguntas remansadas en él. Pero nos bastaba media hora de conversación, para restablecer la inteligencia mutua y la absoluta solidaridad. En los días de nuestros fracasos en el frente oriental, cuando Kolchak se avecinaba al Volga, Lenin, durante la sesión del Consejo de Comisarios del pueblo, a la que yo había ido directamente desde el tren, me pasó esta esquela: "¿No le parece a usted, acaso, que debiéramos prescindir de todos los especialistas, sin excepción, y poner a Laskhevich de General en jefe al frente de todos los ejércitos?" Laskhevich era un viejo bolchevique, que en la guerra "alemana" había alcanzado el grado de suboficial. Le contesté en el mismo, pedazo de papel: "¡Dejémonos de tonterías!" Lenin, al leer aquello, me miró con sus ojos astutos, de abajo arriba, con un gesto especial y muy expresivo, como si quisiera decirme: ¡Qué duramente me trata usted! En realidad, Lenin gustaba de estas contestaciones bruscas que no dejan lugar a duda. Al terminar la sesión, nos reunimos. Lenin me pidió noticias del frente.

-Me preguntaba usted si no convendría que separásemos a todos los antiguos oficiales. ¿Sabe usted cuántos sirven al presente en nuestro ejército?

-No, no lo sé.

-¿Cuántos, aproximadamente, calcula usted?

-No tengo idea.

-Pues no bajarán de treinta mil. Por cada traidor habrá cien personas seguras y por cada tránsfuga dos o tres caídos en el campo de batalla. ¿Por quién quiere usted que los sustituyamos?

A los pocos días, Lenin pronunciaba un discurso acerca de los problemas que planteaba la reconstrucción socialista del Estado, en el que dijo, entre otras cosas, lo siguiente: "Cuando hace poco tiempo el camarada Trotsky hubo de decirme, concisamente, que el número de oficiales que servían en el departamento de Guerra ascendía a varias docenas de millares, comprendí, de un modo concreto, dónde está el secreto de poner al servicio de nuestra causa al enemigo... y cómo es necesario construir el comunismo utilizando los propios ladrillos que el capitalismo tenía preparados contra nosotros."

En el Congreso del partido, que se celebró por aquellos mismos días, aproximadamente, Lenin-ausente yo en el frente de batalla-hizo una calurosa defensa de mi política de guerra contra las críticas de la oposición. Esa es la razón de que hasta hoy no se hayan hecho públicas las actas de la sesión militar del octavo Congreso del partido.
Un día, se me presentó en el frente Sur Menchinsky, a quien conocía da antiguo. En la época de la reacción, pertenecía al grupo de la ultraizquierda o los "adelantistas", como los llamaban por la revista Adelante (Wperiod) que publicaban. De este grupo, formaban parte Bogdanof, Lunatcharsky y otros. Menchinsky, propendía más bien hacia el sindicalismo francés. Los adelantistas habían fundado en Bolonia, hacia el año 1910, una escuela marxista para diez o quince obreros salidos clandestinamente de Rusia. En esta escuela expliqué yo, durante unas dos semanas, un curso de prensa y dirigí varias discusiones acerca de problemas , de táctica de partido. Fué allí donde conocí a Menchinsky que acababa de llegar de París. La impresión que me produjo queda fielmente reflejada si digo que no me produjo impresión ninguna. Aquel hombre me pareció la sombra de otro hombre no realizado o el boceto de un retrato que no se llegara a pintar. Se dan casos de estos. Sólo alguna que otra vez la sonrisa aduladora y el juego de ojos atestiguaban que aquel hombre estaba devorado por el deseo de salir de su propia insignificancia. No sé cómo se comportaría durante la revolución, ni si se comportó de algún modo. Cuando los revolucionarios se adueñaron del Poder, le mandaron a toda prisa al Ministerio de Hacienda, donde no demostró actividad alguna, o si la demostró, fué para revelar con ella su incapacidad. Más tarde, le llevó a su lado Dserchinsky. Dserchinsky era un hombre de voluntad, de pasiones y de una gran energía moral, cuya figura cubría la Cheka. Menchinsky, sentado en un tranquilo rincón con sus papeles, pasaba desapercibido para todo el mundo. Hasta que Dserchinsky riñó con su sustituto Unchlicht-la desavenencia ocurrió ya en la última época-y, no encontrando a mano persona más apropiada, propuso que se nombrase a Menchinsky para ocupar su puesto. Todo el mundo se alzó de hombros, al oír el nombre. -¿A quién, si no?-dijo Dserchinsky, justificándose-. ¡No hay otro! Stalin, que gusta de proteger siempre a personas que sólo puedan vivir políticamente de la misericordia de la Administración, aprobó la candidatura de Menchinsky. Este fué, desde entonces, el mandadero fiel de Stalin en la GPU., y al morir su jefe, no sólo ascendió a la presidencia de la organización de policía, si no que pasó a formar parte del Comité central. Por donde se ve que, proyectada sobre la pantalla burocrática, la sombra de un hombre no realizado puede pasar a veces por un hombre de verdad.

Hace diez años, Menchinsky se esforzaba todavía por acompasar sus movimientos a los míos. Se me presentó en el tren a informarme de la marcha de los asuntos en ciertos sectores del frente. Cuando hubo dado fin a la parte oficial de su visita, se quedó vacilante, pisando ora, sobre un pie, ora sobre el otro, asomando esa sonrisa cortesana que provoca a la par preocupación y duda. Al cabo, rompió a hablar para preguntarme si sabía que Stalin estaba trabando contra mí una vasta intriga.

-¿Qué?-le interrumpí sin entender, pues tales ideas o conjeturas, estaban entonces muy lejos de mi pensamiento.

-Sí, pretende persuadir a Lenin y a otros de que usted está agrupando en tomo suyo a una serie de gente para utilizarla de un modo especial contra Lenin.

-¡Usted no está bueno de la cabeza, Menchinsky! Le ruego que se vaya usted a dormir, a ver si aleja esas quimeras, pues no quiero seguir hablando de esto.

Y el hombre se retiró con la cabeza gacha y tosiqueando. Presumo que aquel mismo día se pondría a buscar otro eje alrededor del cual pudiera girar más a gusto.

Pero a las pocas horas de estar trabajando, sentí que me invadía cierto desasosiego. Aquellas palabras insinuantes y oscuras habían dejado en mí un rastro de inquietud, como si comiendo hubiera tragado un cristal. Empecé a recordar ciertas cosas, a confrontarlas y analizarlas. Stalin empezaba a cobrar a mis ojos un aspecto nuevo. Recuerdo que, pasados algunos años, había de decirme Krestinsky, hablando de él: "Es un hombre malo, de ojos amarillos."

Esta amarillez moral de Stalin se reveló por vez primera a mi conciencia después de recibir la visita de Menchinsky. Poco después, fuí a Moscú y, siguiendo mi costumbre, visité a Lenin antes que a nadie. Hablamos del frente. A Lenin le gustaba, extraordinariamente que le refiriesen detalles de la vida diaria. Unos cuantos hechos, unos cuantos rasgos concretos, le llevaban de la mano derechamente al meollo del asunto. No podía tolerar que se pasase por encima la vida viviente. Saltando por alto algunos puntos, me hacía preguntas; yo le contestaba y me maravillaba de ver lo bien que ahondaba en las cosas. De vez en cuando, nos echábamos a reír los dos, pues Lenin casi siempre estaba de buen humor y yo no me tengo tampoco por hombre adusto. Para terminar, le conté la visita que me había hecho Menchinsky en el frente Sur.

-¿Es que puede contenerse en esto ni el más leve granito de verdad?

En seguida vi que Lenin se inmutaba y que la sangre le afluía a la cara.

-Eso son necedades-me contestó, pero ya con tono inseguro.

-Lo único que a mí me interesa saber-le dije-es si usted pudo abrigar ni por un solo momento una idea tan monstruosa como esa de que estoy haciendo agitación contra usted.

-¡Necedades!-contestó Lenin, esta vez con un tono de firmeza que inmediatamente me tranquilizó. Aquel día, nos separamos con gran cordialidad, como si una nubecilla sin importancia se hubiera disipado sobre nuestras cabezas. Pero yo comprendí que las palabras de Menchinsky no carecían de fundamento. Si Lenin negaba de una manera insegura era, evidentemente, porque quería evitar conflictos, disputas y duelos personales. A mí, esto me parecía también muy natural. Pero era indudable que Stalin estaba sembrando una mala simiente. Hasta mucho más tarde no supe que esa siembra era su ocupación sistemática y casi única. Este hombre no ha realizado jamás un trabajo serio. "La principal cualidad que distingue a Stalin-me dijo un día Bujarin-, es la pereza; la segunda, una envidia sin límites contra todos los que saben o pueden más que él. Hasta contra Lenin ha hecho labor de zapa..." 



Mi vida