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Clásicos de León Trotsky online

Capítulo XII: El Congreso del partido y la escisión

Capítulo XII: El Congreso del partido y la escisión

Cuando Lenin salió al extranjero tenía treinta años y era ya un hombre formado. En Rusia-lo mismo en los círculos estudiantiles que en los primeros grupos socialdemócratas y en las colonias de desterrados-se había destacado siempre en el primer lugar. Podía tener conciencia de su poder, pues todos aquellos con quienes hablaba o trabajaba se lo reconocían. Salió al extranjero equipado ya con un gran bagaje teórico y con grandes reservas de experiencia revolucionaría. En el extranjero había de colaborar con el "Grupo de la Emancipación de trabajo", y sobre todo con Plejanof, intérprete brillantísimo de Marx, maestro de varias generaciones, teórico, político, publicista y orador de fama europea, relacionado con los socialistas de toda Europa. Con Plejanof estaban dos grandes autoridades: la Sasulich y Axelrod. Vera Ivanovna Sasulich tenía una personalidad preeminente, que no debía tan sólo a su pasado heroico, pues era una pensadora de gran agudeza y poseía grandes conocimientos, principalmente de historia, y una, intuición psicológica poco común. Vera Sasulich servía de elemento de enlace entre "el grupo" y el viejo Engels. A diferencia de Plejanof y la Sasulich, que mantenían relaciones muy estrechas con el socialismo de los países latinos, Axelrod representaba dentro del "grupo" las ideas y experiencias de la socialdemocracia alemana. Aquellos años señalan ya el comienzo de la decadencia de Plejanof. La personalidad de este hombre decrecía al contacto de la misma causa que infundía fuerza a la de Lenin: la proximidad de la revolución. La obra toda de Plejanof tiene un carácter de preparación ideológica. Plejanof era un propagandista y polémico del marxismo, pero no un político revolucionario del proletariado. Conforme iba acercándose la revolución, empezaba a perder la firmeza en el andar. El mismo tenía que darse cuenta de ello y de aquí su irritabilidad contra la gente joven.

La Iskra estaba dirigida políticamente por Lenin. El mejor redactor que tenía el periódico era Martof, que escribía con la misma facilidad y fluidez con que hablaba. Martof no se sentía, manifiestamente, muy a gusto al lado de Lenin, de quien era, por entonces, el más íntimo colaborador. Seguían tratándose de tú, pero sus relaciones eran ya bastante frías. Martof vivía al día, entregado a los temas cotidianos: sus perversidades, los temas literarios de actualidad, los artículos, las novedades y las conversaciones absorbían su vida. Lenin pisaba con pie firme en el hoy, pero su pensamiento se remontaba al mañana. Martof era hombre de ocurrencias innumerables, muchas veces ingeniosísimas, de hipótesis, de proyectos, de los cuales con frecuencia ni él mismo volvía a acordarse. En cambio, Lenin se asimilaba tan sólo aquello que necesitaba y a medida que lo necesitaba. La manifiesta fragilidad de las ideas de Martof hacía a Lenin, muchas veces, menear la cabeza preocupado. Por entonces, no se habían destacado todavía, ni siquiera revelado, los despectivos rumbos políticos. Más tarde, al producirse la escisión en el segundo congreso, el grupo de la Iskra se divide en los "duros" y los "blandos". Estos términos, bastante corrientes en un principio, atestiguan que, aunque no existiese todavía una línea de separación bien marcada, mediaban ya diferencias de punto de vista, de temple, de consecuencia y decisión en el mantenimiento de la causa. Aplicándoles estos términos, podemos decir que Lenin, aun antes de la escisión y del Congreso, era de los "duros" y Martof de los "blandos". Y ambos lo sabían. Lenin, que apreciaba mucho a Martof, le contemplaba inquisitivamente y con un cierto recelo, y Martof, que comprendía aquella mirada, sentíase agobiado bajo ella y en sus hombros escuálidos había un temblor nervioso. En sus charlas, cuando coincidían en algún sitio, no se percibía ya ninguna nota cordial ni la menor broma, a lo menos en mi presencia. Lenin no miraba a Martof cuando hablaba, y los ojos de éste se escondían, apagados, detrás de sus lentes torcidos y siempre sucios. Cuando Lenin me hablaba del otro, su voz tenía una entonación rara: "¡Ah, sí!, ¿eso ha dicho Julii?, y pronunciaba el nombre de un modo especial, con una ligera inflexión, como si quisiera precaverle a uno y decirle: "Es un hombre excelente, magnífico; pero ¡cuidado! muy blando." Es probable que en la actitud de Martof frente a Lenin influyese también, psicológicamente, aunque no de un modo político, Vera Ivanovna Sasulich.

Lenin había ido concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de su mujer, Nadeida Kostantinovna Krupskaia. La Krupskaia era el centro de todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas, cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi siempre a papel quemado, de las cartas y papeles que constantemente había que estar haciendo desaparecer. A veces, se la oía quejarse, con su voz dulce pero insistente, de lo poco que escribían, de que cambiaban la clave, de que no sabían emplear bien la tinta química, de que no había modo de descifrar aquellos renglones, etc.

La preocupación de Lenin, en su labor diaria de organización y de política, era irse emancipando lo más posible de los viejos, y sobre todo de Plejanof, con el que ya había tenido varios choques duros, principalmente a propósito de la redacción del proyecto de programa del partido. Plejanof, con el que ya había tenido varios choques duros, principalmente a propósito de la redacción del proyecto de programa del partido. Plejanof criticó implacablemente el primitivo proyecto de Lenin presentado contra el suyo, y lo hizo con ese tono de ironía displicente que en casos tales sabía emplear. Pero a Lenin era difícil amedrentarle ni desanimarle. El duelo cobró un carácter muy dramático, y hubieron de intervenir como mediadores la Sasulich y Martof. La primera al lado de Plejanof, y el segundo a favor de Lenin. Ambos mediadores estaban animados de un espíritu muy conciliador, aparte de que eran buenos amigos. Vera Ivanovna le dijo, según me contó ella misma, a Lenin:

-Jorge (Plejanof) es un lebrel, que aunque muerde y zamarrea, suelta lo que coge; pero usted es un perro de presa, cuyos zarpazos son mortales.

Recuerdo que cuando Vera Ivanovna me refirió esta conversación, le puso el siguiente comentario:

-A Lenin le gustó mucho la comparación y repitió, con complacencia, lo del "zarpazo mortal". Y era gracioso oírla imitar la pronunciación y la erre arrastrada de Lenin.

Todos estos incidentes habían ocurrido antes de llegar yo, sin que tuviese ni sospecha de ellos. Como tampoco sabía que las relaciones entre los miembros de la redacción se habían agriado por causa mía. A los cuatro meses de estar yo en el extranjero, Lenin escribió a Plejanof la siguiente carta:

"2. III. 03. París. Propongo a todos cuantos componen la Redacción que incorporemos a ella a "Pluma" por cooptación y con plenitud de derechos. (A mi parecer, para el nombramiento por cooptación, no basta la mayoría, sino que hace falta unanimidad.) Nos es muy necesario un nuevo redactor que haga el número siete, tanto, para facilitar las votaciones (6 es número par) como para ayudarnos en los trabajos. "Pluma" viene escribiendo en todos los números desde hace más de un mes, trabaja para la Iskra con la mayor energía y da conferencias (acompañadas de gran éxito). No sólo nos es muy útil, sino indispensable para la redacción de artículos y noticias sobre temas de actualidad. Es, indiscutible, hombre enérgico y de condiciones, de talento extraordinario, que hará carrera. También puede ayudarnos mucho en materia de traducciones y en trabajos literarios de vulgarización.

Posibles objeciones: 1) que es demasiado joven; 2) que está (probablemente) expuesto a tener que regresar pronto a Rusia; 3) que su pluma (sin comillas) guarda huellas del estilo folletonista, tiene excesivas preocupaciones de elegancia, etc.

ad 1) No se le propone para desempeñar un puesto personal, sino para entrar en un organismo colegiado. Esto le servirá precisamente para adquirir experiencia. Teniendo ya, como indudablemente tiene, el "instinto" de un hombre de partido y de fracción, el saber y la experiencia son cosas que pueden adquirirse. También es indudable que estudia y trabaja. Este nombramiento es necesario para captarle definitivamente y para alentarle.

ad 2) Si le interesamos en este trabajo, acaso no se marche tan pronto. Y caso de tener que marcharse, sus relaciones organizadoras con la Redacción, a la que estaría subordinado, más bien acrecientan considerablemente que disminuyen su valor.

ad 3) Los defectos de estilo no tienen gran importancia. Ya actualmente acepta en silencio (aunque no de muy buen grado) las "correcciones". En el seno de la Redacción tendrán lugar debates y votaciones, y las "instrucciones" cobrarán la forma y el carácter de cosas necesarias.

Propongo, pues: 1.º Elegir a "Pluma" redactor, por cooptación entre las seis personas que hoy la forman; 2.º Caso de que sea elegido, que se proceda a establecer, de un modo definitivo, el régimen interno de la Redacción y de las votaciones y a redactar un reglamento detallado. Lo necesitamos, y tiene su importancia para el Congreso.

P. S. Consideraría como equivocado y torpe en el más alto grado que se aplazase la elección; en "Pluma" se nota ya bastante descontento aunque, naturalmente, no lo manifieste de un modo público, pues le parece que no pisa todavía en terreno firme y que le despreciamos como a un "muchacho". Si no nos hacemos cargo de él y dentro de un mes, por ejemplo, se vuelve a Rusia, se considerará desdeñado por nosotros. Podemos desperdiciar la ocasión, lo cual sería lamentable."

Reproduzco casi íntegra (omitiendo sólo algunos detalles de orden técnico) esta carta, de que yo mismo no tuve noticia hasta hace poco, porque refleja muy bien las circunstancias en que le desenvolvía en aquellos tiempos la Redacción de la Iskra y da idea de Lenin y de su actitud hacia mí. Ya queda dicho que yo no sabía absolutamente nada de duelo que se estaba librando a mis espaldas en torno a mi nombramiento de redactor. Desde luego, no es cierto, como dice Lenin, ni tal era por entonces mi estado de espíritu, que yo estuviese "bastante descontento" por no ingresar en la Redacción. La verdad es que no se me había pasado por las mientes semejante cosa. Me mantenía respecto a la Redacción del periódico en la actitud del discípulo para con los maestros. Yo tenía entonces veintitrés años-el redactor más joven, que era Martof, tenía siete años más que yo; Lenin me llevaba diez años-y estaba entusiasmado de que la suerte me hubiera puesto en contacto con este magnífico puñado de hombres. Del menor de ellos podía yo aprender y estaba ansioso de aprender.

¿En qué se fundaba, pues, Lenin para hablar de mi descontento? Me inclino a creer que era, sencillamente, un golpe de táctica. Toda carta está animada por la aspiración de demostrar, de convencer, de salirse con la suya. Se ve que quiere asustar a los demás redactores con mi supuesto descontento y con el peligro de que me separe de la Iskra. Es un argumento más de que se vale. Y otro tanto puede decirse de la alusión que hace a lo del trato de "muchacho". Deutsch era el único que me daba de vez en cuando este tratamiento, y con él, que no influía ni podía influir para nada en mí, políticamente, uníame una buena amistad. Este es otro argumento a que Lenin acude para sugerir a los viejos la necesidad de que me consideren como a hombre políticamente adulto. Diez días después de la carta de Lenin, Martof escribíale a Axelrod la siguiente:

"Londres, 10 marzo 1903. Vladimiro Ilitch nos propone nombrar a "Pluma" miembro de la Redacción con plenitud de derechos. Sus trabajos literarios revelan indudable talento. Por sus tendencias es absolutamente "nuestro". Está consagrado de lleno a los intereses de la Iskra y goza de gran predicamento aquí (en el extranjero) por sus dotes oratorias, que son considerables. Habla maravillosamente; no cabe hacerlo mejor. Estoy firmemente convencido de esto, al igual que Vladimiro Ilitch. Posee conocimientos y trabaja por completarlos. Yo me adhiero incondicionalmente a la propuesta de Vladimiro Ilitch". En esta carta, en que Martof es el eco fiel de Lenin, no aparece ya referencia alguna a mi descontento. Martof, que vivía en la misma casa que yo, pared por medio, tenía sobradas ocasiones de observarme, y no podía sospechar en mi impaciencia alguna por conquistar un puesto de redactor.

¿Y por qué Lenin insistía tanto en incorporarme a la Redacción? Sencillamente, porque quería conquistarse una mayoría segura. Ante una serie de cuestiones de interés, la Redacción se dividía en dos bandos: en uno, figuraban los viejos (Plejanof, la Sasulich y Axelrod); en otro, los jóvenes (Lenin, Martof y Potressof). Lenin creía firmemente que yo estaría a su lado en los problemas fundamentales. Una vez, como fuese necesario levantarse a hablar contra Plejanof, Lenin me llamó a un lado y me dijo, con una sonrisa taimada:

-Es mejor que hable Martof, pues él sabe suavizar las cosas y usted pega duro.

Es probable que yo, oyendo aquello, pusiese cara de asombro, pues a seguida añadió:

-En general, a mí me gusta que se pegue duro; pero a Plejanof, esta vez, es preferible tratarle con suavidad.

Ante la resistencia de Plejanof fracasó la propuesta de Lenin de que yo ingresase en la Redacción. Es más: aquella propuesta fue la causa principal de la gran aversión que me tomó Plejanof, el cual comprendió en seguida, naturalmente, que Lenin trataba de conseguir una mayoría segura contra él. La reforma de la Redacción se aplazó hasta e próximo Congreso. Sin embargo, los redactores acordaron admitirme en sus sesiones con voz aunque sin voto.

Plejanof se opuso terminantemente. Pero Vera Ivanovna dijo:

-¡Pues aunque usted se oponga, te traeré!

Y en efecto, me "llevó" a la sesión siguiente. Como yo no sabía lo ocurrido entre bastidores, me quedé asombrado al ver la refinada frialdad con que me saludaba Plejanof, que en estas cosas era un maestro consumado. Su hostilidad contra mí duró mucho tiempo. En rigor, no llegó a desaparecer nunca. En abril de 1904, Martof escribió a Axelrod una carta en que hablaba del "innoble odio personal, para él (Plejanof) deshonroso, que siente contra la persona consabida". (Esta persona consabida era yo.)

La observación que en su carta hace Lenin acerca de mi estilo no deja de tener interés. Es, desde luego, acertada, tanto en lo que se refiere a la galanura, como en mi aversión a aceptar de nadie correcciones. Mi actividad de escritor apenas llevaba dos años de vida, y las cuestiones de estilo ocupaban en ella lugar preeminente. Sólo encontraba gusto en las palabras. Me pasaba algo así como a los niños cuando están echando los dientes, que no saben más que frotarse las encías y se lo llevan todo a la boca: esa rebusca, que a mí me parecía tan importante, tras una palabra, una fórmula, una imagen, representaba la época de la dentición en el período de crecimiento de mis dotes de escritor. La depuración del estilo tenía que ser obra del tiempo. Y como aquella preocupación mía por la forma no era puramente casual ni externa, sino que respondía a un proceso ideológico interno, no es extraño que, con todo el respeto que aquellos hombres me merecían, defendiese instintivamente mi individualidad de escritor, que empezaba a formarse, contra las invasiones de otros escritores, consumados sin duda, pero muy diferentes a mí...

Entre tanto, la fecha del Congreso iba acercándose, y al fin se tomó el acuerdo de trasladar la Redacción del periódico, a Ginebra donde la vida era incomparablemente más barata y las comunicaciones con Rusia más fáciles. Lenin hubo de asentir, aunque muy contra su voluntad.

"En Ginebra-escribe Sedova en sus Recuerdos-nos instalamos en dos cuartuchos abuhardillados. L. D. se ocupaba en los trabajos preparatorios del Congreso. Yo me disponía a marchar para Rusia, al servicio del partido."

Empezaron a llegar los primeros delegados para el Congreso, con los que había que sostener inacabables deliberaciones. La dirección de estos trabajos preliminares la llevaba, indiscutiblemente, Lenin aun cuando no siempre de un modo visible. Algunos delegados venían llenos de reparos y de dudas. Los trabajos preparatorios absorbían mucho tiempo. Una gran parte de las deliberaciones se consagraba a la fijación de los estatutos, siendo el punto más importante del esquema de organización la cuestión de las relaciones mutuas entre el órgano central del partido (la Iskra) y el Comité central residente en Rusia. Yo, al venir al extranjero, traía el convencimiento de que la Redacción debía estar "sometida" al Comité central. Y ese era, desde Rusia, el modo de pensar de la mayoría de los partidarios de la Iskra.

-No, no puede ser-me replicó Lenin-cuando hablamos de esto, las fuerzas son muy desproporcionadas. ¿Cómo quieren dirigirnos desde Rusia? No puede ser... Nosotros formamos un centro fijo, somos los más fuertes ideológicamente y dirigiremos el movimiento desde aquí.

-Entonces, se instaurará un régimen de plena dictadura por parte de la Redacción-objeté yo.

-¿Y qué se pierde con eso?-me contestó Lenin-. En las circunstancias actuales, no hay otro remedio.

Los planes de Lenin en punto a la organización no acallaban todas mis dudas. Pero no podía pensar, ni por asomo, que esta cuestión fuera a dar al traste con el Congreso.

Yo obtuve el mandato de la "Liga Siberiana", con la que había mantenido estrechas relaciones durante el destierro. Partí para el Congreso en unión del delegado de Tula, que era el médico Ulianof, el hermano menor de Lenin. Para que no se nos pegase ningún espía, no tomamos el tren en Ginebra, sino en la estación inmediata, una estación pequeña y solitaria llamada Nion, donde los rápidos sólo paraban medio minuto. Como buenos provincianos rusos, no esperamos el tren en el andén donde paraba, y hubimos de lanzarnos a él atravesando la vía. Pero el tren se puso en movimiento antes de que hubiéramos tenido tiempo de saltar al estribo. El jefe de estación, al ver a dos viajeros entre las vías, dió la señal de alarma y el tren volvió a parar. Apenas habíamos tenido tiempo a acomodarnos en el departamento, cuando se presentó el interventor, dándonos a entender que no había, visto nunca dos sujetos tan tontos y advirtiéndonos que teníamos que pagar cincuenta francos de multa por haber parado el tren. Nosotros, por nuestra parte, le dimos a entender a él que no sabíamos una palabra de francés. Esto no era verdad, naturalmente, pero surtió su efecto, pues el interventor, que era un suizo gordo, después de chillar tres minutos, nos dejó en paz. Fué lo mejor que pudo hacer, pues entre los dos no hubiéramos podido reunir los cincuenta francos. Al pasar a hacer la revisión volvió a expresa a los demás viajeros la opinión altamente lamentable que tenía de aquellos dos sujetos a quienes había habido que recoger de la vía. El pobrecillo no sabía que la finalidad de nuestro viaje era nada menos que crear un partido.

El Congreso empezó sus sesiones en Bruselas, en el domicilio de las asociaciones obreras, la Maison du Peuple. Nos asignaron un local suficientemente recatado a los ojos del público en que tenían almacenados una serie de fardos de lana. Las pulgas nos acribillaban. Nos divertíamos en llamarlas las huestes de Anseele, lanzadas al asalto de la sociedad burguesa. Pero el hecho es que las sesiones resaltaban un verdadero tormento físico. Mas no era esto lo peor, sino que ya en los primeros días los delegados descubrieron que estaban seguidos por espías. Yo andaba con el pasaporte de un búlgaro llamado Samokovlief, a quien no conocía. A la segunda semana de estar en Bruselas, saliendo, ya tarde de la noche, con Vera Sasulich de un pequeño restaurant llamado "El Faisán de Oro". nos cruzamos con el delegado de Odesa, S., el cual, sin mirarnos, nos dijo en voz baja:

-Lleváis un espía detrás; separaos y seguirá al hombre.

S. era un gran especialista en materia de espías; sus ojos, en esto, tenían la precisión de un instrumento astronómico. Vivía en un primer piso junto al restaurant y había montado en la ventana un puesto de observación. Me separé, sin más dilación, de la Sasulich y seguí calle adelante. Llevaba en el bolsillo el pasaporte del búlgaro y cinco francos. El espía, que era un flamenco alto, flaco, con unos labios que parecían el pico de un pato, me seguía. Eran ya más de las doce de la noche y la calle estaba solitaria. Giré bruscamente sobre los talones, y le pregunté a boca de jarro:

-M'sieur, ¿qué calle es ésta?

El flamenco fué a refugiarse, asustado, contra la pared:

-Je ne sais pas.

Seguramente había esperado que le soltase un tiro.

Seguí andando, siempre por el boulevard adelante. Sonó la una en un reloj. Al llegar a una bocacalle, torcí por ella y eché a correr cuanto pude, seguido siempre por el flamenco. Aquella noche, dos hombres que no se conocían, corrían como locos por las calles de Bruselas, uno detrás de otro. Todavía me parece estar oyendo sus pisadas. Di la vuelta a la manzana y volví a llevar a mi flamenco al boulevard. Los dos estábamos cansados, irritados, y seguimos andando con cara de mal humor. Nos encontramos con un punto de coches de alquiler. De nada me hubiera servido tomar uno, pues el espía habría saltado inmediatamente a otro. Seguimos andando. El boulevard, inacabable, parecía tocar allí a su término; estábamos en un extremo de la ciudad. A la puerta de una pequeña taberna nocturna estaba parado un coche de punto. Tomé un poco de carrerilla y salté a él.

-¡Eche usted a andar, aprisa!

-¿Adónde vamos?

El espía era todo oídos. Le di el nombre de un parque que estaba a cinco minutos de la casa en que vivía.

-¡Cien sous!

-¡Tire usted!

El cochero empuñó las bridas. El espía entró corriendo a la taberna, salió con un camarero y apuntó con el dedo a su enemigo. A la media hora de esto, entraba yo en mi cuarto. Encendí la vela y me encontré encima de la mesa de noche una carta dirigida a mi nombre búlgaro. ¿Quién podría escribirme a aquellas señas? Era un aviso de la Policía, ordenando a monsieur Samokovlief que se presentase al día siguiente, a las diez de la mañana, con su pasaporte. Esto indicaba que ya me había descubierto el día antes otro espía y que todas aquellas carreras nocturnas por el boulevard habían sido infructuosas para ambas partes. Fueron varios los delegados que aquella noche se encontraron con el mismo tributo de homenaje. A los que se presentaron ante la policía les fue ordenado que pasasen la frontera de Bélgica en término de veinticuatro horas. Yo no me molesté en acudir a presencia del Comisario, sino que tomé directamente el tren para Londres, adonde se había trasladado el congreso.

Harting, que dirigía la sección de espionaje ruso de Berlín, informó al Departamento de orden público que "la policía de Bruselas se había visto sorprendida por una invasión de extranjeros, sobre diez de los cuales recaían sospechas de manejos anarquistas". El "asombro" de la policía de Bruselas se había encargado de infundírselo el propio Harting, cuyo verdadero nombre era Hekkelmann y su oficio el de terrorista-provocador; condenado a presidio en rebeldía por los Tribunales franceses, vióse más tarde ascendido por el zarismo a general de la "Okhrana", y acabó siendo, bajo nombre supuesto, caballero de la Legión de Honor. A Harting le dió el soplo otro agente provocador, el doctor Shitomirsky, que desde Berlín había tomado parte activa en la organización del congreso. Todo esto lo supimos alguno años después. Diríase que el zarismo tenía en sus manos todos lo resortes. Y, sin embargo, ya se ve de qué le sirvió...

El congreso puso de manifiesto las disidencias que existían en los cuadros dirigentes de la Iskra; salieron a la luz los dos grupos de los "blandos" y los "duros". Al principio, estas divergencias giraban en torno a un punto del estatuto: el referente a quiénes debía reconocerse la condición de miembros del partido. Lenin se obstinaba en identificar el partido con la organización clandestina. Martof quería que se admitiesen también dentro del partido aquellos que trabajaban bajo las órdenes de esta organización. La diferencia no era de alcance práctico inmediato, pues las dos fórmulas convenían en no reconocer voto más que a los que formasen parte de aquélla. Sin embargo, era innegable que había aquí dos tendencias divergentes. Lenin aspiraba a una forma cerrada y a una absoluta claridad en los asuntos del partido. Martof, por el contrario, propendía al confusionismo. La cristalización de fuerzas en torno a esta cuestión trazó ya el cauce que había de seguir el congreso y determinó la formación de los grupos alrededor de los dirigentes. Entre bastidores librábase un verdadero duelo por la conquista de cada delegado. Lenin se esforzó lo indecible por ganarme para su causa. Me llevó a dar un largo paseo con él y con Krassikof; entre los dos, pretendieron convencerme de que Martof no era lo que me convenía, de que era un "blando". La fisonomía que Krassikof iba trazando de las gentes de la Iskra era tan desahogada, que Lenin fruncía el ceño. Yo estaba aterrado. En mi actitud respecto a los miembros de la Redacción había todavía mucho de juvenil y de sentimental, y esta conversación más me repelió que me atrajo.

Las diferencias no estaban todavía dibujadas; había que moverse por tanteos y operando a base de imponderables. Se convino en convocar una reunión del grupo central de la Iskra para que deliberase y viese el modo de llegar a una armonía. Pero ya la elección de presidente daba lugar a dificultades.

-Propongo-dijo Deutsch, buscando una salida-que elijamos al Benjamín de la reunión. Y he aquí cómo hube de ser yo designado para presidir aquella asamblea de la Iskra, en la que apuntó ya la escisión de bolcheviques y mencheviques, que más tarde había de dividir el partido. Todo el mundo estaba excitadísimo. Lenin, se salió de la reunión dando un portazo. Es la única vez que recuerdo haberle visto perder la serenidad, que siempre conservaba por dura que fuese la lucha en el seno del partido. La situación iba agriándose cada vez más. En el congreso salieron ya a luz, abiertamente, las divergencias de parecer. Lenin hizo una última tentativa para llevarme al lado de los "duros", mandándome al delegado S. y a Dimitrii, su hermano. Varias horas duró la conversación que tuvimos en el parque. Los comisionados no querían ceder.

-Tenemos órdenes de llevarle a usted con nosotros, sea como sea.

Por fin, hube de negarme, resueltamente a acompañarles.

La escisión se produjo sin que ningún congresista lo esperase. Lenin, que había tomado parte más activamente que nadie en la lucha, no la había previsto tampoco, ni la deseaba. Los dos bandos lamentaban profundamente .10 ocurrido. Lenin sufrió, después del congreso, una enfermedad nerviosa que le duró varias semanas. "L. D. escribía casi diariamente desde Londres-dice Sedova en sus Recuerdos-, y sus cartas reflejaban cada vez mayor preocupación, hasta que por fin nos informó, desesperado, de que había producido la escisión en la Iskra; la Iskra ya no existe, ha muerto... A todos nos dolió extraordinariamente la escisión. Cuando L. D. hubo regresado de Londres, salí para San Petersburgo, y me hice cargo de los materiales del congreso, que habían conseguido introducir, extendidos en papel muy fino y con letra diminuta, en la tapa de un Larousse."

¿Cómo se explica que yo me pusiese en el congreso del lado de los "blandos"? Téngase en cuenta que me unían grandes vínculos a tres redactores: Martof, la Sasulich y Axelrod. Estos tres influían en mí de un modo indiscutible. En el seno de la Redacción producíanse, antes del congreso, diferentes matices de opinión, pero sin que llegasen nunca a manifestarse divergencias acusadas. Con quien menos afinidad tenía era con Plejanof, que no podía tragarme desde que había surgido entre nosotros la primera colisión, harto leve a decir verdad. Lenin estaba conmigo en excelentes relaciones. Pero sobre él pesaba, a mis ojos, la responsabilidad de aquel atentado contra la Redacción de un periódico, que a mi modo de ver formaba una unidad y que tenía aquel nuombre fascinador de la Iskra. Sólo el pensar en que pudiera malograrse aquella unión, parecíame un crimen intolerable. En los movimientos revolucionarios, el centralismo es un principio duro, imperioso, absorbente, que no pocas veces adopta formas despiadadas contra personas y grupos enteros que ayer todavía luchaban a nuestro lado. No en vano en el vocabulario de Lenin abundan tanto las palabras "despiadado" e "irreconciliable". Esta crueldad sólo puede tener una justificación cuando la imponen los altos ideales revolucionarios, exentos, de todo interés bajamente personal. En 1903 no había otra mira que eliminar de la Redacción de la Iskra a Axelrod y a la Sasulich. Yo sentía por ellos, no sólo respeto, sino simpatía. También Lenin les había tenido aprecio, en consideración a su pasado. Pero habiendo llegado al convencimiento de que eran un estorbo cada vez más molesto en la senda de porvenir, sacó la conclusión lógica de esta premisa y creyó necesario separarlos del puesto directivo que ocupaban. Yo no podía avenirme a ello. Todo mi ser se rebelaba contra esa mutilación despiadada de viejos luchadores que habían llegado hasta el umbral de nuestro partido. Este sentimiento de indignación me hizo romper con Lenin en el segundo congreso. Su conducta parecíame intolerable, indignante, espantosa. Y, sin embargo, era políticamente acertada y, por consiguiente, necesaria para la organización. No había más remedio que romper con los viejos, que se obstinaban en seguir aferrados a la fase preparatoria. Lenin supo comprenderlo antes que nadie. Quiso ver si aún era posible retener a Plejanof, separándolo de los otros dos. Pero los hechos se encargaron de demostrar muy pronto que no podía ser.

Me separé, pues, de Lenin por motivos que tenían mucho de "morales" y hasta de personales. Sin embargo, aunque al exterior sólo pareciese así, en el fondo la divergencia encerraba un carácter político y afectaba a algo más que a las cuestiones de mera organización.

Yo contábame entre los centralistas. Pero es indudable que por entonces no podía darme todavía clara cuenta del centralismo severo o imperioso que había de reclamar un partido revolucionario creado para lanzar a millones de hombres al asalto de la vieja sociedad. Hay que tener en cuenta que había pasado los primeros años de mi juventud en la penumbra de la reacción, pues en Odesa ésta se había rezagado un siglo; Lenin, en cambio convivió en su juventud con el movimiento liberal de la "narodnaia volia". Los que tenían unos cuantos años menos que yo formáronse ya en un ambiente de progreso político. Al celebrarse el congreso de Londres, en el año 1903, la revolución tenía para mí, todavía, mucho de abstracción teórica. El centralismo leninista no podía brotar aún, en mi cerebro, de una concepción revolucionaria, clara y definitiva, a la que hubiese llegado por mi cuenta. Y si no me equivoco, mi vida intelectual ha estado presidida siempre, imperiosamente, por la tendencia a concebir por mi cuenta los problemas, sacando de ellos todas las consecuencias lógicas y necesarias.

La agudización del conflicto desatado en el congreso debíase, no sólo a los problemas de principio que se plantearon, sino a la incapacidad de los viejos para saber apreciar la magnitud y la importancia de Lenin. Ya durante las sesiones, y al acabar éstas, Axelrod y los demás redactores estaban dominados por la indignación y por el asombro. Pero, ¿cómo, es posible que se atreva a eso?-decían, refiriéndose a Lenin-. ¿Cómo es posible-pensaban-que un hombre que acaba, o poco menos, de salir al extranjero para aprender y que hasta ahora no ha sido más que un buen discípulo quiera ya moverse por su cuenta, y con tal seguridad?

Pero Lenin podía atreverse. Y se había atrevido. Para ello, bastábase con estar convencido de que aquellos hombres viejos eran totalmente incapaces de tomar en sus manos, bajo el imperio de la revolución que se acercaba, la organización de la vanguardia obrera y de ponerse inmediatamente a la cabeza de ella para llevarla al combate. Los viejos-y no eran ellos solos-se equivocaban; aquel hombre era algo más que un magnífico colaborador: era un caudillo; su mirada estaba fija siempre en el triunfo. Y bien podemos decir sin temor a equivocarnos que, si ya no lo estaba, pudo convencerse definitivamente de sus dotes de caudillo al contacto con los viejos maestros, al comprender que era más fuerte y más necesario para el movimiento que sus adoctrinadores. En aquellos espíritus, todavía un tanto oscuros, que se agrupaban en torno a la bandera de la Iskra, sólo Lenin representaba íntegramente y en toda su entereza el día de mañana, con todos sus tremendos problemas, sus choques crueles y sus víctimas innumerables.

Lenin logró ganar para sí a Plejanof durante el congreso, pero por poco tiempo; en cambio, perdió para siempre a Martof. Parece que en aquellas sesiones, Plejanof tuvo una cierta intuición de lo que era Lenin. "De esa madera-le dijo a Axelrod, refiriéndose a él-se hacen los Robespierres." Personalmente, Plejanof no hizo un papel muy brillante en el Congreso. Sólo una vez le vimos y oímos en todo su esplendor; fué en el seno de la comisión encargada de redactar el proyecto de programa. Le nombraron para presidirla, y había que verle allí, con una visión clara y científica del problema en la cabeza, seguro de sí mismo, de sus conocimientos, de su superioridad, con aquella mirada gozosa y llena de fuego irónico, con aquellos mostachos puntiagudos y divertidos, ya salpicados de canas, con aquel gesto un tanto teatral, pero vivo y lleno de expresión, ilustrando a la numerosa asamblea y derramando sobre ella, como un viviente fuego de artificio, su cultura y su ingenio.

Martof, el jefe de los mencheviques, es una de las figuras más trágicas del panorama revolucionario. Era un escritor de extraordinario talento, un político pletórico de ideas y un pensador sutil, cualidades todas que le ponían muy por encima de la corriente ideológica por él representada. Pero en sus ideas faltaba la audacia y en su agudeza la medula de la volunta. Y estas dotes no era posible suplirlas con la capacidad para aferrarse a las cosas. La primera reacción que los hechos producían en él era siempre revolucionaria. Pero como la idea no estaba apoyada en el resorte de la voluntad, duraba poco. Las buenas relaciones que nos unían no pudieron resistir a la prueba de los primeros sucesos de la revolución que se acercaba.

El segundo congreso representa desde luego en mi vida uno de los grandes jalones, aunque sólo sea por haberme mantenido separado de Lenin durante muchos años. Volviendo la vista atrás y enfocando el pasado en conjunto, no lo lamento. Es cierto que retorné a Lenin más tarde que otros muchos, pero lo hice por la senda que yo mismo me tracé, a través de las experiencias de la revolución, la contrarrevolución y la guerra imperialista, y de sus enseñanzas. Y cuando hube de retornar a él lo hice con bastante más firmeza y seriedad que aquellos que se dicen "discípulos" suyos; los que, mientras vivió, no hicieron más que repetir, viniese o no a cuento, sus palabras e imitar sus gestos, para revelarse como impotentes epígonos, instrumento inconsciente en manos de poderes hostiles, apenas faltó el maestro.

 



Mi vida